El hispanista Nicolas Klein analiza en
este artículo las dos causas más importantes de la corrupción política en
España: la financiación de los partidos políticos y la implantación progresiva
del sistema autonómico desde los años 80 del pasado siglo.
Durante varias décadas, la financiación
de los partidos políticos no ha sido objeto de un debate real en España. La
transición a la democracia se hizo a tientas y los partidos que han dirigido el
país desde entonces han tenido que aprender a gobernar y gestionar su tesorería
de manera un tanto empírica. Los electores mismos han tenido tendencia a
mostrarse indulgentes con los corruptos de todos los bandos y a castigarles
poco en las urnas.
Una primera ley, la LOFP (Ley Orgánica
sobre financiación de los partidos políticos) fue aprobada en julio de 1987 y
revisada en 1991 y 1994 con el fin de limitar los gastos durante las campañas
electorales. Sin embargo, semejante texto dio poco poder al Tribunal de Cuentas
para comprobar la contabilidad de los partidos. Además, el marco legislativo
general hizo depender estrechamente su buena salud financiera del dinero público.
Semejante situación dio lugar a dos comportamientos diferentes: a la izquierda,
los préstamos pedidos a los bancos han sido numerosos y su reembolso ha sido
retrasado en varias ocasiones; a la derecha, se ha tenido tendencia a solicitar
donaciones a particulares, sobre todo donaciones anónimas, que podían dar lugar
a derivaciones de todo tipo.
De hecho, tanto el PSOE como el PP (y su
antecesor Alianza Popular) se vieron obligados a multiplicar las fuentes de
ingresos para hacer frente a gastos cada vez más importantes. Es lo que explica
la multiplicación en los años 90 de numerosos escándalos político-financieros.
Hay que esperar al final del primer
mandato del socialista José L. Rodríguez Zapatero para que se aprobara una
nueva Ley Orgánica en julio de 2007 con el fin de reducir las posibilidades de
fraude: eliminación de las donaciones anónimas; refuerzo de los mecanismos de
control y transparencia; definición más clara de las fuentes de financiación
posibles; introducción de nuevas exigencias en la llevanza de las cuentas de
los partidos políticos; ampliación del rol del Tribunal de Cuentas. Esta
legislación fue modificada de nuevo en 2015, bajo el mandato de Mariano Rajoy,
con el objetivo de un mayor control: prohibición a las entidades financieras de
eliminar la deuda de los partidos o a las personas jurídicas de realizar
donaciones a las fundaciones dependientes de los partidos en cuestión.
Estas reformas tuvieron como efecto
acentuar la subordinación de las finanzas de los partidos de la Hacienda
Pública y se estima que la media de las fuentes de ingresos privadas ha representado
apenas un 10% de dichas finanzas en España.
Existen varias categorías de subvenciones
públicas: subvenciones
anuales, cuyo importe se calcula en función del nombre de cargos elegidos y de
electores (0,37 € por papeleta de voto en las elecciones generales de junio de
2016, por ejemplo); subvenciones para
gastos de funcionamiento; subvenciones concedidas por los grupos institucionales (Parlamento nacional, parlamentos
autonómicos, asambleas legislativas diversas); dietas de los
cargos electos; medios materiales
acordados por ley; deducciones
fiscales de las que se benefician los partidos.
En cuanto a las fuentes privadas, se
pueden distribuir de esta forma: cantidades que
corresponden a la afiliación de militantes; donaciones de
particulares; gestión del
patrimonio propio de cada formación; préstamos de
entidades bancarias; herencias
recibidas.
Este desequilibrio entre aportaciones
públicas y privadas conlleva igualmente un desequilibrio entre partidos en
cuanto a sus capacidades financieras. Esta tendencia se acentúa debido a una
ley electoral y una división en circunscripciones provinciales que favorecen a
los dos grandes partidos clásicos (PP y PSOE) así como a los partidos
regionalistas.
Por otra parte, en caso de crisis
económica, los fondos públicos concedidos a los partidos políticos bajan
drásticamente, como fue el caso entre 2009 y 2013 (-25% de subvenciones
destinadas a su funcionamiento ordinario). Algunos analistas no dudan en hablar
de “estatalización” de los partidos políticos, que se convertirían así en
fundaciones de interés público por su participación en la animación del debate
de ideas.
Al mismo tiempo, sin embargo, el Estado
español dispone de márgenes de maniobra limitados para controlar la
contabilidad de los grandes partidos. El Tribunal de Cuentas acumula
importantes retrasos en el estudio de los expedientes (solo 25 empleados del
Tribunal entre los 700 en plantilla se dedican plenamente a esta tarea) y sus
miembros son, en parte, escogidos por cooptación tras la propuesta de los
partidos mismos, lo cual alimenta las acusaciones de nepotismo. Además, las
irregularidades que puede establecer el Tribunal de Cuentas prescriben muy
rápido (cuatro años después de la comisión del delito), lo que limita las
posibilidades de sanción administrativa.
Los niveles autonómico y local, ¿en el origen de todos los males?
Desde el año 2000, la administración
central española constituye menos de la mitad de las fuentes de financiación
pública de los partidos políticos. En 2013, el nivel autonómico y el nivel
municipal representaban respectivamente 36% y 27% de las subvenciones otorgadas
a los partidos.
Y es que, en realidad, el grueso del
problema se esconde en parte en los estratos administrativos intermedios e
inferiores, que disponen en España de un poder y unas capacidades fiscales muy
superiores a los de las regiones francesas. Por otra parte, existe toda una
serie de administraciones que se insertan en una organización política ya de
por sí bien amplia. Semejante forma de proceder ha favorecido, lo sabemos hoy,
la constitución de baronías que quieren reforzar su poder a través de la
multiplicación de empresas y fundaciones públicas. La financiación de estas
últimas es muchas veces opaca y ha podido servir en el pasado a mantener un
clientelismo y unas redes de corrupción tremendas, como en Andalucía. Con la
llegada al poder de la derecha en Sevilla (en febrero de 2019, después de tres décadas
de poder socialista) es cuando esas instituciones y organismos diversos han
comenzado a ser auditados seriamente. Otro ejemplo paradigmático es el
nepotismo que reina desde hace años en el seno del mundo político catalán, en
particular entre los dirigentes separatistas. Y, en general, los años de vacas
gordas de la economía española, permitidos por los bajos tipos de interés
impulsados desde el Banco Central Europeo y la propensión extendida al
endeudamiento, favorecieron la expansión de prácticas políticas ilegales.
Los sucesivos escándalos han desvelado
cómo los partidos políticos conciben el poder en los niveles autonómico y local
en España y la manera en la que se enriquecen, sea en provecho de sus miembros
más eminentes, sea para financiar sus acciones electorales. Se aprovechan en
realidad de un marco institucional muy amplio, que se remonta a las primeras
leyes urbanísticas del franquismo (sobre todo la Ley del Suelo de 1956) pero
también las reformas puestas en marcha por José Mª Aznar (1996-2004).
La Ley del Suelo de 1998, que fijaba las
modalidades de construcción y el valor de los terrenos, dejaba en manos de los
ayuntamientos la posibilidad de clasificar un terreno como propio o impropio
para la construcción, a través de una tasa que entraba en las arcas públicas
locales. Semejante ventaja empujaba a los alcaldes a construir lo más posible. El
propietario del terreno se vio favorecido, además, por la ampliación constante
de la burbuja inmobiliaria entre 1998 y 2008, reforzada por el sentimiento de
abundancia generado por el euro así como por la llegada masiva de turistas
europeos hacia el litorial mediterráneo. Al mismo tiempo, los mecanismos de
control del urbanismo eran generalmente deficientes.
Este fenómeno incrementó los apetitos de
todas clases (y también los menos legales) empujando a los partidos políticos a
obtener fondos a través de los contratos con las grandes empresas de la
construcción y de obras públicas. Después siguieron las infraestructuras
públicas, las unas más suntuosas que las otras (aeropuertos, museos, centros de
ocio, autopistas, estaciones de tren de alta velocidad, complejos deportivos)
pero cuyo coste era estratosférico y su utilidad se reveló, en ocasiones, muy
incierta.
Aparte de que semejantes obras
favorecieron importantes asuntos de corrupción ligados a la entrega de grandes
comisiones, alimentaron también el crecimiento excesivo de las cajas de ahorro
autonómicas cuya restructuración fue muy dolorosa después del estallido de la
burbuja inmobiliaria. En realidad, esas cajas de ahorro estaban muchas veces
dirigidas por dirigentes salidos de los partidos políticos nacionales o
regionales, los cuales pecaron no solo de imprevisión sino también por el desvío
de fondos o blanqueo de dinero.
Así, las comunidades autónomas parecen
haberse convertido en el principal foco de corrupción política en España. En
enero de 2017, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) mostraba así que
Cataluña era la región más afectada por los asuntos de ese tipo (303 personas
en el banco de los acusados), por delante de Andalucía (153) o la Comunidad de
Madrid (145). Este fenómeno trae a colación una vez más la cuestión de la
pertinencia del sistema autonómico en España. El análisis de la corrupción
política puede ser pues un ángulo a través del cual la ciudadanía española debe
reflexionar sobre la manera en la que se organiza su país. ■ Traducción: Esther
Herrera Alzu. Fuente: extracto del artículo “Copinage, régionalisme et corruption en Espagne”. Revue Conflits