Internet ha borrado
la frontera entre productores y consumidores de información. Tanto que cada
tribu virtual crea y difunde sus noticias falsas. Lejos de defender la verdad,
el control creciente de la red por parte de los Estados y el aumento de la
inteligencia artificial anuncian nuevas formas de censura.
Ya en la época romana
el poeta Virgilio lo había visto. Su epopeya la Eneida evoca la figura de “Fama”, que puede considerarse como la
diosa de los rumores o, simplemente, de las noticias. Ese “monstruo terrorífico
y gigantesco está dotado de tantas plumas sobre el cuerpo como de ojos
escondidos por debajo y, ¡oh, prodigio!, de tantas lenguas y bocas que hablan
como orejas se abren”. Esta diosa “aterroriza las ciudades, mensajera agarrada
al error y a la mentira tanto como a la verdad” y canta “igualmente hechos y
fabulaciones”. Parecería que leemos la descripción de nuestras redes de
información contemporáneas, presas de la circulación de esas “fake news” que, convertidas en noticia
ellas mismas, están en los titulares desde 2016.
Apariencia engañosa
La expresión “fake news” se utilizó en un comienzo
para designar las noticias manipuladas que se propagan en las redes sociales a
una velocidad alarmante, con el riesgo de falsear incluso los procesos
democráticos. El término fue utilizado hábilmente por Donald Trump contra la
prensa progresista diciendo que los medios tradicionales eran tan culpables de
las manipulaciones como sus nuevos competidores en las redes.
Una vez propulsado a
la palestra, el término fue criticado por su carácter de cajón de sastre.
Oficialmente, la UE y el gobierno británico (por una vez, en sintonía)
prefirieron la palabra “desinformación”, indicando que se trata de “falsas
historias fabricadas y difundidas intencionalmente con el fin de provocar un
perjuicio público o de conseguir un beneficio financiero”. Los francófonos inventaron el neologismo infox que nadie está utilizando.
La gran sacerdotisa
del tema, Claire Wardle, directora de First
Draft, una organización muy influyente sin ánimo de lucro dependiente de la
Universidad de Harvard, propone tres categorías de informaciones falsas:
— Misinformation, cuando una
historia falsa es propagada en la web por personas que no son conscientes de su
carácter inexacto.
— Disinformation, cuando una
historia falsa es fabricada y compartida con intención de perjudicar.
— Malinformation, cuando las
informaciones son verdaderas pero la intención es hostil.
Estas sutilezas
tienen justificación. Se ve que las intenciones de los emisores de
informaciones, como las de las personas que las reenvían y las amplifican en
las redes, pueden ser muy variables. La naturaleza del contenido también puede
serlo ya se trate de historias totalmente inventadas o de mezclas sabias de lo
verdadero y lo falso. Finalmente, la recepción de estas historias por el
público puede variar considerablemente, según parezcan ser cuestiones verídicas
o mentiras evidentes, bromas triviales o ejemplos satíricos. El éxito
planetario de la palabra “fake” es
significativo ya que evoca claramente, no un error accidental, sino una copia
falsa deliberada. La tecnología en evolución constante y la utilización
generalizada de las redes sociales hacen que estas copias sean omnipresentes y
más convincentes que nunca. Su producción puede llegar a ser a escala
industrial.
Hoy en día, la verdad
se ha convertido en el “bolso de Vuitton” de la infoesfera: es la presa de toda
clase de imitaciones. La nueva palabra traduce admirablemente la manera en la
que todas las formas de falsificación, de las más antiguas (como la propaganda
emitida por un poder central) a las más recientes (que implican a las primeras
manifestaciones de la inteligencia artificial), se superponen y se funden las
unas en las otras. Es emblemático de este clima de confusión las sospechas,
acusaciones y contraacusaciones que se producen. De tal manera que, para
algunos comentaristas, la aparición de las “fake
news” nos ha hecho entrar en la era de la “posverdad”.
¿Nivelación o desnivelación?
A lo largo de las
últimas décadas, una sucesión de revoluciones tecnológicas ha transformado
completamente las relaciones entre los diferentes actores del ámbito de la
información. Se pueden distinguir cuatro etapas: Primero, la situación
tradicional, donde los grandes medios de comunicación (prensa, radio,
televisión) pertenecen a instituciones centralizadas, mientras que el público
solo dispone del “boca a oreja”, el correo y el teléfono. Las relaciones entre
los profesionales y el público son asimétricas, casi en sentido único,
facilitando la propaganda bajo el modelo de la pravda gubernamental, estudiada por Tchakhotine en su tratado de
1939 sobre la propaganda política. Sin embargo, cuando la buena voluntad del
legislador y de los propietarios de los medios lo permite, una serie de filtros
(el profesionalismo de los periodistas, el rol de la redacción, los códigos
deontológicos) reduce el número de noticias falsas, que resultan de errores o
de mentiras.
Los años 90 marcan
una nueva etapa, aportando medios más democráticos bajo la forma de correos
electrónicos y páginas web, pero sin alterar demasiado la asimetría fundamental
entre productores y consumidores de noticias. Todo cambia en los años 2000, con
el surgimiento de los nuevos motores de búsqueda y de las redes sociales.
Primero, el modelo económico de los medios de información cambia radicalmente
cuando los gigantes de internet, Google,
Facebook y compañía acaparan los
ingresos publicitarios que habían hecho vivir a los órganos de prensa y
financiado los costes relativamente elevados del periodismo de calidad.
Enseguida la profesión misma de periodista se encuentra cuestionada, algunos
tecnófilos vaticinadores anuncian que, a partir de entonces, cualquier persona
con un teléfono inteligente podrá lanzar a la red imágenes y textos que
describan lo que ha visto o ha vivido con tanta exactitud y legitimidad que un
profesional. Este nuevo acercamiento se denomina “periodismo ciudadano”. En
Francia, en 2006, Joël de Rosnay habla de una revuelta de los “pronetarios”
(los proletarios de internet) contra los “infocapitalistas” (los medios
tradicionales). La profesión de periodista es considerada caduca, gracias a una
gran nivelación democrática. Sitios web como AgoraVox, alimentados por aficionados, salen a la luz.
Este empuje utópico
está lejos de haber aportado los frutos que se esperaban. En ausencia de los
cortafuegos del periodismo tradicional, la objetividad, la fiabilidad y la
precisión de la información así producida son, muy a menudo, criticadas. En
cuanto al resto, la mayor parte de los internautas no tienen ganas de
comportarse como ciudadanos periodistas, sino de expresar su opinión inmediata
sobre las diferentes cuestiones del día y divertirse. Pero la antigua asimetría
se ha roto, los nuevos medios de comunicación que sitúan a los periodistas, los
políticos y los ciudadanos, si no en el mismo plano, por lo menos en el mismo
universo de concurrencia donde cada uno busca a captar su parte de la atención
general. La cadena YouTube del activista británico Tommy Robinson, acusado con
frecuencia de islamofobia, tiene 391 771 abonados, mientras que la emisión más
importante de análisis político de la BBC,
“Newsnight”, no tiene más que 370
175. La página Facebook del Elíseo
tiene 499 627 seguidores; el grupo Facebook
más popular entre los chalecos amarillos, “Francia encolerizada” tiene 308
682 miembros.
¿Está David venciendo
a Goliat? En realidad, solamente en apariencia las instituciones y los
internautas de a pie están en el mismo plano en internet. Hoy en día, entre los
seis medios que tienen más seguidores en Facebook,
cinco son chinos… ¡cuando resulta que el Estado chino prohibe el acceso a Facebook! La página anglófona de CGTN,
un medio del Estado chino, cuenta con 77 millones, de los cuales la mayor parte
está en países terceros. Algunos sospechan de estas cifras elevadas por ser el
resultado de trucos tecnológicos. Hemos entrado en la cuarta fase caracterizada
por la introducción en la red de herramientas cada vez más sofisticadas,
basadas en inteligencia artificial y realidad virtual. Una serie de robots
informáticos (los llamados “bots”)
crean cuentas falsas en las redes sociales para dar a “Me gusta” o compartir
automáticamente mensajes específicos. Pronto podrán participar en
conversaciones con los internautas. Entre enero y septiembre de 2018, Facebook suprimió 2 millones de esos bots. Una nueva forma de trucaje de
vídeos, el “deepfake”, que significa
lo mismo que el Photoshop para la fotografía, permite reproducir, por ejemplo,
el vídeo de un discurso de un político cambiando completamente sus palabras.
Ciertamente, la inteligencia artificial también podrá servir para detectar y
corregir las “fake news”. Pero la
infoesfera pertenecerá a los que sean capaces de dominar la tecnología.
¿Remedios fantasma?
Cuatro series de
medidas permiten luchar contra las “fake
news”. Primero, numerosos países están aprobando leyes contra las infox. Singapur se prepara para infligir
penas muy duras contra los que distribuyan informaciones falsas, pero el Estado
se reserva el derecho de determinar en qué consiste la desinformación, lo cual
abre la puerta a la propaganda centralizada a la antigua. En Tailandia, una ley
todavía más draconiana ha sido aprobada por la junta militar. Australia legisla
rápidamente para imponer multas importantes a las redes sociales que no
supriman contenidos peligrosos. La UE propone un código de buenas prácticas
contra la desinformación, firmado por los actores más importantes presentes en
la red. En Francia, la nueva ley contra la manipulación de la información ha
sido devuelta por Twitter contra el gobierno bloqueando una campaña oficial que
incitaba a los ciudadanos a inscribirse a tiempo para las elecciones europeas:
la reglamentación desemboca en un juego del gato y el ratón entre el Estado y
las redes sociales.
Luego vienen las
medidas tomadas por estas últimas. Después de haberse hecho de rogar, sobre
todo Facebook, las grandes
plataformas se han puesto a comprobar y, si procede, a censurar las
informaciones publicadas por sus abonados, a menudo utilizando medios técnicos
no muy avanzados. Este proceso ha dado sus resultados, pero no está exento de
dificultades. Este año, la página web anti-infox
americana Snopes ha cancelado un contrato
con Facebook, alegando que la
eficacia de su acción estaba limitada por conflictos de intereses. YouTube
introduce un nuevo algoritmo que hace aparecer un enlace hacia fuentes de
información fiables. Pero en el comienzo hubo un problema fastidioso: dos
vídeos del incendio de Notre-Dame difundidos en continuo por France24 provocaron la aparición en
pantalla de un artículo de la Encyclopaedia
Britannica sobre los atentados del 11 de septiembre. Lo que lleva a
alimentar las peores sospechas conspiracionistas.
En tercer lugar,
citaremos el “fact checking” llevado
a cabo por páginas independientes como Snopes,
fundada en 1995, o la británica Full Fact,
creada en 2009. En Francia, los “Décodeurs”
(decodificadores) de Le Monde
(lanzados en 2014) y el servicio “CheckNews”
de Libération (en 2018) son útiles,
pero son también víctimas de sus prejuicios ideológicos. Todos estamos tentados
por la ilusión de que existe en alguna parte una especie de almacén del
espíritu donde todos los hechos están almacenados y en espera de ser
desvelados. Pero no es tan fácil. La agencia de prensa del Estado ruso, Sputnik, publicó en su página Facebook una foto que muestra a dos
jóvenes, de espaldas a la catedral, riéndose aparentemente. ¿Son musulmanes?
¿Se burlaban de la catástrofe? Nadie sabría decirlo pero, en Twitter, 20 minutos acusó a Sputnik de difundir “falsas informaciones con el objetivo de
sembrar el odio”. Después, un “fact
checker” americano, PolitiFact,
dijo erróneamente que la imagen estaba trucada. Incluso los verificadores
pueden ser víctimas de sus supuestos ideológicos. ¿Quién descodificará a los
descodificadores?
Lo último que se ha
encontrado en el arsenal “anti-fake news”
es la “educación de los medios” (media
literacy), un proyecto tan vasto como difuso, que pretende desarrollar el
espíritu crítico y el discernimiento en los futuros internautas. Es difícil que
semejante enseñanza evite los escollos ideológicos, teniendo en cuenta que el
universo que intenta regular es triplemente complejo: Primero, está la
complejidad provocada por el volumen y la densidad de enlaces en internet y las
redes sociales. La cantidad de informaciones que circulan entre los diferentes
actores necesita de un filtro muy elaborado. Es la misión de los algoritmos
inventados por las plataformas, para seleccionar los contenidos presentados a
cada internauta. Este sistema crea lo que llamamos “burbujas de filtrado”: el
individuo está cada vez más encerrado en un círculo estrecho de informaciones
homogéneas y de personas que expresan las mismas opiniones. De ahí la creación
de comunidades en línea, cada tribu sujeta a una forma de pensamiento único.
Por otra parte, en la era de la infobesidad, hay tantos actores que aportan su
propia perspectiva, pertinente o no, tantos medios técnicos, fieles o no, para
representar la realidad, que cualquiera tiene dificultades para superar su verdad con el objetivo de llegar a la verdad. Finalmente, el cerebro humano
tiene su propia complejidad. Los atajos mentales desarrollados durante nuestra
evolución para favorecer la supervivencia, llamados “heurísticos”, pueden
falsear nuestros juicios. Escrutando las primeras imágenes de Notre-Dame,
algunos vieron un bombero, otros una estatua, como si fuera un pirómano en djellaba (ya que un musulmán incendiario
no se vestiría de otra forma). Rápidamente caemos en la trampa de una lógica
narrativa despertada por un detalle mal interpretado, sobre todo cuando estamos
inmersos en esta infoesfera regida por la viralidad fulgurante que obliga a
reaccionar en el mismo instante. A comienzos de 2019, fiándose de una lectura
rápida de nombres de dominios, unos dirigentes del partido de Macron habían
difundido el rumor según el cual la página web giletsjaunes.com había sido
creada por la alt-right americana
para fomentar una revuelta popular contra Macron. Así se ve que las infox no son más de derechas que de
izquierdas, del pueblo que de los gobernantes. “La manipulación de las élites
es todavía más fácil que la de las multitudes” habría dicho Jean Yanne.
Resultado, el pueblo
desconfía de los expertos, y los expertos de otros expertos. En Nueva York, una
asociación difundió que las vacunas provocaban autismo, y el resultado fue la
multiplicación de los casos de sarampión. Los médicos más eminentes tienen
dificultades para combatir la infox sobre
las vacunas, nacidas de publicaciones de un investigador corrupto. Antielitista,
la democracia digital hace de cada uno un poseedor inquebrantable de su propia
verdad. Este nuevo Narciso no ve más que el reflejo de su omnisciencia en todas
partes. De la escuela de Platón sin saberlo, no aprende nunca nada, sino que se
acuerda solamente de que ya lo sabía. Y, finalmente, erige su enfado en juez
supremo.
En el futuro,
tendremos que aprender a ser menos crédulos, a tener menos convicciones
inquebrantables y a tener menos necesidad de certitudes. Existen estatuas de
Buda en el estilo del arte griego, fusión ideal de la sabiduría helénica e
india. En el siglo IV a.C. un filósofo llamado Pirrón de Elis fundó su escuela
filosófica llamada Escepticismo, que pregonaba la aceptación de la
incertidumbre en la vida. Nos corresponde saber si queremos entrar en la era de
la posverdad o en la de la poscreencia. ■Traducción: Esther Herrera Alzu. Fuente: Causeur