El periodista
Paul-François Paoli ha recibido el premio del Institut de France por su libro Confesiones
de un niño de medio siglo, en el cual narra sus cincuenta años de vida
intelectual y política. Un viaje por su personal itinerario, el de un hombre
que, siendo comunista de estudiante, se convirtió en un escritor conservador.
Se trata de una autobiografía
intelectual en la cual usted traza también la evolución del paisaje ideológico
de estos últimos cincuenta años. Si se pudiera quedar con tres pensadores y
tres libros, ¿cuáles serían los más emblemáticos de este período?
En mi
opinión, aunque no me gustan demasiado las clasificaciones, los tres pensadores
más decisivos para comprender nuestra época son Marcel Gauchet, René Girard y
Jean Claude Michéa. El libro de Gauchet, El desencantamiento del mundo, nos
ayuda a comprender la época de secularización y pérdida del catolicismo.
Gauchet demuestra hasta qué punto el cristianismo estaba consagrado a dejar de
ser una religión, supuestamente censada a abrazar todos los dominios de la vida
social, para convertirse en una espiritualidad íntima. El libro de Girard que
más cuenta es, evidentemente, La violencia y lo sagrado. Girard es, en cierta
manera, el continuador de Tocqueville. Pone al desnudo el fracaso de la
modernidad, que ha pretendido aproximar a los hombres a través del sentimiento
de igualdad, cuando es lo contrario lo que ha producido: la promiscuidad
alimenta la rivalidad y aumenta la lucha sin fin por el reconocimiento, como lo
ilustra, con un inmenso humor negro, la obra de Houellebecq. Y, en fin, Michéa
es el pensador que ha puesto de manifiesto las desilusiones de un liberalismo
que había prometido la mayor felicidad para el mayor número de gente. Su libro
más importante, quizás, es Impasse Adam Smith. A estos pensadores,
relativamente conocidos por el gran público, yo añadiría un filósofo, más
complicado pero muy importante: el católico Jean-Luc Marion, que ha demostrado,
de libro en libro, que el discurso sobre los “valores” está frecuentemente
vacío de sentido porque ningún valor puede sustituir a la idea de “verdad
Durante su carrera de periodista de
las ideas, ¿qué encuentro en particular le ha marcado?
Recuerdo, por
supuesto, el encuentro con Pierre Boutang, que me marcó mucho, aunque yo nunca
he sido maurrasiano. Era un hombre de una potencia intelectual fulgurante, con
un toque de locura (quizás con algo más de un toque). Era imposible ganarle un
debate, lo cual no quiere decir que tuviera razón en todo lo que decía. También
tuve un encuentro con Jean Edern Hallier hace 25 años, el cual me impresionó
también tanto por su brillantez como por su maldad.
Fue comunista en primer lugar. ¿Era
por tradición familiar? En los años 70, todos los intelectuales eran de
izquierda o de extrema izquierda…
Me adherí a
las juventudes comunistas con 15 años. Allá por 1975 yo estaba fascinado por la
dramaturgia revolucionaria. De niño experimenté la indescriptible realidad de
un desprecio social que era algo así como una especie de racismo.
Posteriormente, pude darme cuenta de que los comunistas y los izquierdistas en
general estaban afectados, con frecuencia, de odio y resentimiento. En los años
1970 era prácticamente imposible en Francia no ser de izquierdas en los medios
culturales. En 1974, los congresistas de la Juventud obrera cristiana
recibieron a Georges Marchais cantando la Internacional.
Hoy se define como conservador.
Finalmente, muchos intelectuales de su generación han conocido el mismo
itinerario. ¿Cómo puede explicar este cambio?
Un movimiento
intelectual conservador de fondo atraviesa Europa y Occidente. Lo explico por
la inquietud que suscita la revolución antropológica en curso. Según Jérôme
Fourquet, autor de El archipiélago francés, “dos terceras partes de los menores
de 65 años son favorables a la PMA (procreación médicamente asistida) sin
padre; en treinta o cuarenta años, una invariante antropológica principal ‒la
referencia al padre‒ ha sido puesta patas arriba. Y en estas condiciones, la
GPA (gestación subrogada) será lo siguiente, no tengamos ninguna duda”. Estoy
convencido de que la violencia de la juventud de origen inmigrante no se debe a
la exclusión social, como nos repiten las bellas almas que proponen la
“convivencia multicultural”, sino por sentimiento extranjero profundo hacia una
sociedad donde ciertas normas antropológicas han sufrido auténtica conmoción.
De ahí el recurso a un islam identitario y normativo.
La caída del muro de Berlín, que
ilustra la portada de su libro, ¿fue un acontecimiento decisivo?
Sí, por
supuesto. Estuve en Berlín en diciembre de 1989 y era increíblemente excitante.
Pero lo que la unión de las dos Alemanias ha demostrado es la superioridad del
sentimiento de identidad sobre los valores ideológicos. Los alemanes, liberales
en el Oeste, presuntamente socialistas en el Este, seguían siendo alemanes. No
son los valores los que fundan la nación, contrariamente a lo que se cree en
Europa occidental, sino que es el sentimiento de pertenencia, Stendhal decía:
“La verdadera patria es aquella donde uno se encuentra con más gente que se le
parece”. Si el sentimiento de pertenencia se diluye, como es el caso en una
sociedad francesa “archipielagizada” y comunitarizada, la referencia a la
nación deviene en pura retórica.
Este episodio marca, igualmente, el
triunfo del liberalismo mundializado…
Y la inmensa
desilusión que le ha seguido. ¿Quién puede sostener todavía hoy la tesis de
Francis Fukuyama en su libro El fin de la historia, de 1992, en el que predijo
la victoria mundial de la democracia liberal? Los chinos se apropian de
“nuestros” valores. Aspiran a la potencia frente a un Occidente que les humilló
en el pasado. Su nacionalismo no se explica de otra forma.
Algunos observadores llegan a decir
que el conservadurismo ha ganado la batalla de las ideas. ¿Comparte este
análisis?
En el plano
intelectual, el conservadurismo está, quizás, a un paso de ganar la batalla de
las ideas. ¿Quiénes son hoy los intelectuales de izquierda? La inteligencia ha
cambiado de campo después de cuarenta años de hegemonía ideológica de la
izquierda, hegemonía que se derrumba junto al muro de Berlín. La izquierda se ha
convertido al campo del conformismo y de la normatividad moral, mientras que el
conservadurismo se ha convertido al de la transgresión positiva desde que ha
dejado de ser percibido en el eje de la defensa de los intereses de clase. La
burguesía, sin embargo, no es conservadora, es liberal, incluso libertaria. No
obstante, esta victoria intelectual no ha penetrado todavía en un mundo
político indiferente a las ideas. No es suficiente tener razón en el plano
retórico para implementarla. Hay que atraer a las clases populares hacia esa
razón.
Vivimos también el gran retorno de las
fronteras… ¿Cómo analiza este fenómeno de reflujo? ¿Es temporal o se trata de
un nuevo ciclo?
El libro de François
Lenglet, El fin de la mundialización, es, sin duda, muy importante al respecto.
Así como el de Laurent Bouvet, La inseguridad cultural. La necesidad de
fronteras está ligada al sentimiento de una intolerable promiscuidad que va en
aumento por los flujos migratorios que, además, parecen irreprimibles. No puede
existir nada sin fronteras. Y los pudientes que se regocijan con el discurso
seudogeneroso sobre la abolición de las fronteras lo saben bien cuando se trata
de sus intereses. A este respecto, me parece que el discurso de la Iglesia
católica es irresponsable. “Los hombres son como los erizos, cuando más te acercas, más pican”, decía Schopenhauer. No se trata de ideología sino de
antropología.
La cuestión de la identidad ¿va a
estar presente en esta primera mitad de siglo?
Será la
cuestión fundamental. No hay más que ver lo que pasó recientemente en los
Campos Elíseos: miles de jóvenes nacidos en Francia reivindicaban, alto y
fuerte, su identidad blandiendo de forma agresiva la bandera del país de su
corazón, Argelia. El derecho de suelo, dogma sagrado de nuestra república, ha
fracasado estrepitosamente. El sentimiento de identidad es una cosa, la
nacionalidad administrativa es otra. ■
Fuente: Le Figaro