«Les daremos una felicidad tranquila, resignada, la
felicidad de unos seres débiles, tal y como han sido creados… les obligaremos a
trabajar, pero en las horas libres les organizaremos la vida como un juego de
niños, con canciones infantiles y danzas inocentes. Les permitiremos también el
pecado… ¡son tan débiles e impotentes! y ellos nos amarán como niños a causa de
nuestra tolerancia (…) y ya nunca tendrán secretos para nosotros (…) y nos
obedecerán con alegría».
Fyodor Dostoyevski
Un precio demasiado alto
Todo tiene un precio, incluso la
llamada “transición ecológica”, el instrumento oficial del llamado “Desarrollo
humano sostenible” tan presente en los discursos políticos y tan en boga en las
tendencias mediáticas. Transición que nos habla de cambiar ciertas prácticas y
usar determinadas etiquetas para proteger el medio ambiente y alcanzar la
sostenibilidad del actual sistema de producción y consumo, ante inminentes
escenarios cuasi apocalípticos.
Pero un transitar que conlleva,
inevitablemente, pagar una factura, cuantitativa (en puestos de trabajo) y
cualitativamente (en términos de libertades), que parece que el propio sistema
no asumirá, y que como la experiencia histórica y sociológica nos muestra, solo
asumirán, como siempre, las clases trabajadoras, los sectores populares, las
regiones periféricas, el medio rural. Los vimos con el cierre de las cuencas
mineras o la reconversión industrial en determinadas regiones ahora sin futuro
económico o demográfico; los contemplamos en zonas periféricas donde se acumula
la basura tecnológica del progreso occidental; lo vemos en los caros productos
ecológicos de los estantes de los supermercados; y lo atisbaremos en
movimientos de protesta de ciudadanos que tienen que sufragar las medidas
necesarias para dicha transición (visible en el origen de los franceses
Chalecos amarillos o Gilets Jaunes).
En el año 2000 189 países firmaron el
documento que aprobaban Los Objetivos del
Milenio. Un documento global con ocho fines a alcanzar: erradicar la
pobreza extrema y el hambre, lograr la enseñanza primaria universal, promover
la igualdad de género, reducir la mortalidad infantil, mejorar la salud
materna, combatir diferentes enfermedades (como el paludismo), garantizar el
sustento del medio ambiente, y fomentar una asociación mundial para el
Desarrollo. Objetivos fundamentales que la cooperación mundial ha alcanzado en
diferentes niveles, pero que no ha abordado cuestiones centrales que son las
que, empíricamente, permiten un Desarrollo humano sostenible a medio y largo
plazo: la recuperación de las comunidades, la protección de la Familia, la
soberanía de las naciones. Y no lo hace porque el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), como es
lógico, se sigue midiendo generalmente en términos “tener” (cuanto más mejor) y
de “lograr” (el éxito como fin social). Por ello, en esta era globalizada se
evalúa el crecimiento de comunidades y naciones sin atender a valores morales
indispensables y sin considerar impactos nefastos; es decir, sin recurrir a las
“primeras verdades” (de la tradición
al sentido común) que nos enseñan a consumir menos, compartir más y convivir
mejor. El Índice de Desarrollo humano
(IDH), el Índice de pobreza humana (IPH), el Índice de pobreza multidimensional (IMP), el Índice de Bienestar económico sostenible (IBES), el Índice de progreso moral (IPM) o el Índice de potenciación de género (IPG),
aportan importantes estudios, resultados necesarios y soluciones potenciales.
Pero los mismos no van más allá; siguen sin cuestionar el individualismo ético
y estético que destruye viejas comunidades de largo recorrido y crea nuevos
grupos virtuales y mediáticos de vida muy corta, y el consumismo asociado que
se convierte en la principal forma de progresar y mejorar, de relacionarse y
socializarse, de vivir e identificarse.
La perfecta etiqueta
Los datos son evidentes: la
biodiversidad se reduce rápidamente (como atestigua la Plataforma
Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios
Ecosistémicos, IPBES), la degradación de ecosistemas es imparable (el 75% de
los terrestres y el 66% de los marinos), las temperaturas suben constantemente
(el Observatorio de la sostenibilidad recoge la subida de más de 2 grados en
el último lustro en las ciudades), los desechos a nivel mundial crecen sin
freno (como recoge el Banco Mundial en su informe What a Waste 2.0: A Global
Snapshot of Solid Waste Management to 2050), el mundo rural se abandona y
despuebla frente a crecientes áreas metropolitanas y megaciudades (el
Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las ONU señala que el 68 % de
la población vivirá en zonas urbanas en 2050). Y todo ello mientras,
supuestamente, aumenta la conciencia ecológica, los productos ecológicos, las
prácticas ecológicas, las legislaciones ecológicas. O no son suficientes (nos
dicen) o realmente no funcionan (no nos dicen).
Y quizás, en verdad, no funcionan. Lo
ecológico no es en absoluto, sinónimo de lo natural; posiblemente todo lo
contrario. Puede suponer una etiqueta creada por el sistema, en primer lugar,
para limitar o esconder los efectos (o “externalidades”) de sus mecanismos
globalizados de producción y consumo, y hacer que las empresas puedan seguir
vendiendo sin complejo de culpa y los consumidores seguir comprando con cierta
sensación de paz interior. Y para justificar, en segundo lugar, la sustitución
o destrucción de los valores tradicionales naturales (el referente familiar, la
producción local artesana, la comunidad real de referencia o el ascendiente
espiritual) que ha conllevado la aparición o aceleración de los problemas
medioambientales sobre los que alertan los medios de comunicación de masas (y
los sociales/laborales sobre los que pasan de puntillas).
Cambiar dichos valores (siempre
imperfectos) y sus límites morales y grupales, por nuevos derechos de consumo y
ocio siempre ilimitados (y supuestamente perfectos), provoca lo evidente: se
destruye parte de la naturaleza de los ecosistemas y del propio ser humano.
Como señaló Molière “las cosas sólo
tienen el valor que les damos”, y parece que le hemos dado el más bajo
aquello que unía generaciones en un siempre complejo equilibrio civilizatorio.
La realidad es, pues, demasiado terca: menos familias naturales, menos
comunidades soberanas y menos referentes morales dan como resultado menos
capacidad de equilibrar el progreso, de limitar el consumo, de compartir con
los demás. Y esta certeza es perfectamente comprobable con un simple trabajo de
campo, bien con observación (participante o no) bien con entrevistas (abiertas
o cerradas), o con el análisis de estudios cuantitativos muy accesibles (de las
tasas de natalidad al consumo medio de los hogares); y además no hay que ir muy
lejos: en el silencio del mundo rural despoblado, entre los miles de turistas
que inundan y contaminan los destinos turísticos low cost, en las masivas urbanizaciones extraurbanas, en los
centros urbanos gentrificados, entre la basura tras el macroconcierto no tan
juvenil, bajo las persianas de negocios de proximidad cerrados, en los
interminables paquetes del masivo comercio electrónico, o en la precariedad
laboral asociada a la llamada economía colaborativa. “A algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino los revelan.
Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro”, mostró Chesterton.
Un progreso ilimitado
Podemos tener de todo, rápida y
cómodamente; aspiramos al éxito instantáneo, sin prestar atención al fracaso o
a depresiones posibles; nos educan en usar y tirar sistemáticamente, aunque
tenemos la opción de reciclar o reutilizar una parte; e incluso hemos creado
esa perfecta “etiqueta ecológica” para no cuestionar ninguno de los preceptos
del sistema. Podemos ser lo que queramos, elegir entre mil ofertas, cambiar
nuestra naturaleza y la naturaleza de las palabras a diestro y siniestro; eso
sí, siempre que estén a la moda de lo políticamente correcto, que otros más
pobres hagan el trabajo sucio, y que no entremos a debatir los fundamentos oligárquicos.
Pero sabemos que todo tiene ese precio, solo subvencionado para los lobbies
afectos, y el progreso o se paga o nos lo hacen pagar finalmente.
Encontramos problemas medioambientales
casi irreversibles que el llamado cambio climático demuestra cada día (de la
subida de temperaturas a la pérdida acelerada de la biodiversidad), fracturas
sociales persistentes entre ricos y pobres del mundo (traducidas en enormes e
imparables flujos migratorios hacia el denominado “primer mundo”),
desigualdades injustas y crecientes en las comunidades supuestamente más
avanzadas, una grave crisis demográfica en Occidente ante la destrucción de la
institución familiar (como referente vital y como realidad social), situaciones
conflictivas y excluyentes (nuevas adicciones, soledad de los mayores,
violencia intrafamiliar), o la pérdida progresiva de derechos laborales ante un
ciudadano convertido en productor flexible y consumidor compulsivo.
Un catálogo de efectos negativos que
demuestra los resultados o los límites del moderno Desarrollo, con indudables
avances materiales (y especialmente tecnológicos) pero con muy pocos
ascendentes morales en determinadas ocasiones. Ganamos unas cosas y perdemos
otras; es cuestión de valorar qué lado de la balanza merece la pena, nos dicen.
Y las élites político-económicas del sistema dominante en Occidente, parecen
apostar por el primer plato de dicha balanza, dejando atrás las “primeras verdades” que nos hacían
comprender el error, sacrificarnos por los demás y vivir con menos (incluso “decrecer”,
como apuntó Serge Latouche) de lo que el marketing nos dice que necesitamos
cada día (en todas las dimensiones de la pirámide o “jerarquía de
necesidades humanas” de Abraham Maslow).
Tenemos más que nunca y vivimos más que
nunca. Crece el comercio electrónico y aumenta la esperanza de vida; se reduce
en ciertos países la pobreza y los avances biotecnológicos sorprenden cada día;
poseemos teléfonos inteligentes superavanzados y miles de placeres a precios
módicos; viajamos barato por medio mundo y nos interconectamos con personas de
países antes casi desconocidos. Estos son hechos incontestables, estos son
algunos de los grandes hitos de la Globalización. Pero a veces vendemos nuestra
alma al Diablo. Las desigualdades persisten (cuando no crecen), muchas personas
sienten solas y deprimidas (cuando más interconectados estamos), los conflictos
emergen o se enquistan (en política y geopolítica), la exclusión social
adquiere nuevas formas (de los prejuicios al discurso de odio), los derechos se
cuestionan (de la libertad de expresión a la protección laboral), el clima
empeora y la biodiversidad se reduce (pese a la expansión de la conciencia
medioambiental) y nuestra herencia se olvida irremediablemente. Pero como
señaló Chesterton en Ortodoxia:
«Y aquí viene el colapso y tremendo desatino de nuestra
época. Hemos confundido dos cosas diferentes; dos cosas opuestas. Progresar
debería significar que siempre estamos cambiando al mundo para adaptarlo a un
concepto. Y hoy progresar significa que estamos cambiando el concepto. Debería
significar que lenta pero firmemente traemos a los hombres: justicia y
misericordia, pero significa que cada vez estamos más inclinados a dudar que la
justicia y la misericordia sean deseables (…) Progresar debería significar que
cada vez estamos más cerca de la Nueva Jerusalén. Y significa hoy, que la Nueva
Jerusalén cada vez se aleja más de nosotros. No estamos alterando lo real para
adaptarlo a lo ideal. Estamos alterando el ideal: es más fácil».
El moderno American way of life impone un individualismo consumista, liberal y
occidental (u occidentalizado) que parece marcar el devenir de una generación;
perfectamente planificado por la obsolescencia programada, financiado de manera
instantánea por el crédito al consumo, y compartido masivamente por las
plataformas digitales de contenidos al nuevo estilo posmoderno hollywoodiense.
Nuestra identidad sería personal, individual, o no sería; el compromiso
aparecía limitado a pasiones publicitadas de usar y tirar. Nuestra vinculación
sería emocional, sentimental, sometida a los vaivenes del marketing consumista;
la voluntad del tener dejaba de lado la racionalidad del ser. Por ello, las
viejas comunidades que unían en la persona, a modo de síntesis siempre
imperfecta, lo terrenal y lo espiritual, daban paso a nuevas redes sociales de
vida efímera; desde el ordenador se podría ser miembro de miles de
organizaciones virtuales y en pocos segundos, sin dar explicaciones, dejar de
serlo; desde la comodidad del sofá, se podría salvar el mundo firmando campañas
diversas moviendo solo un dedo.
Pero un proceso social “progresista”
(bajo una especie de pacto tácito neokeynesiano entre liberales e
izquierdistas) que por sorpresa también cuestionaba muchos de los principios
del propio movimiento político “progresista” (que dejaba atrás la hoz y el
martillo por logotipos más comerciales). La era del individualismo llegaba a su
apogeo en plena Globalización poniendo en cuestión, en las decisiones de
elección de los ciudadanos y en las prioridades de las instituciones, algunos
de los mismos pilares del Welfare State: preeminencia de los servicios
públicos, protección de los derechos laborales, redistribución de la riqueza.
Contaban, para el aplauso del público, la defensa de los intereses de ciertos colectivos
mediáticos, el amparo las causas más solidarias publicitadas en las redes, la
custodia de ciertas libertades muy populares de tener y ser, y el socorro de un
medio ambiente casi anónimo del que casi nadie sabía el nombre de sus pueblos,
sus parajes o sus árboles.
La alarma climática
La opinión pública se estremece ante
islas gigantes del plástico surcando océanos, montañas de basura que arden sin
control, riadas salvajes que se llevan todo por delante, cambios en el clima
que no se recuerdan, la urbanización sin control de antiguas costas y huertas,
grandes ciudades que se expanden hasta el horizonte, crisis ecológicas que
presentan cada vez más impacto. Los medios de comunicación del propio sistema
alertan, casi apocalípticamente, sobre estas fracturas presentes, intentando
plantear soluciones parciales para que, quizás, el mismo sistema siga vendiendo
y consumiendo como siempre (ahora bajo nuevas fórmulas y soportes), evitando
todo debate alternativo y toda disidencia ideológica sobre los valores
fundamentales que deben orientar el progreso. Un cambio estético parece, más
que ético.
Alarma climática que deja, en segundo
plano, en redes sociales y en campañas mediáticas, los problemas sociales
generados por el sistema individualista-consumista actual: migraciones masivas
que cruzan continentes, formas de violencia contra la mujer o contra los padres
cada vez más intensas, precarización imparable de los derechos laborales,
conflictos identitarios entre países y colectivos que creíamos superados, nuevas
adicciones y ludopatías sin freno, regiones enteras que sufren la más severa
despoblación, crisis socioeconómicas que se repiten y afectan a los de siempre.
“Lo natural” se pierde poco a poco,
en nuestro medio ambiente y en nuestro medio social, y triunfa “lo ecológico” en los mensajes de los
famosos y en los anuncios comerciales.
Todo acto tiene una consecuencia y lo
aprendemos por las buenas o por las malas. Y tiene un coste directo o
indirecto, especialmente los logros que hemos alcanzado. El nivel de vida
crece, pero paralelamente la basura aumenta; la esperanza de vida se dispara,
pero el envejecimiento de las sociedades pone en peligro jubilaciones; el
consumo nos hace más felices, pero explota a más gente y a más lugares; la
movilidad para viajar y residir se amplía, pero a costa de los ecosistemas.
Actos y efectos de los que somos directamente responsables, perdiendo por el
camino ese sentido común tan natural (del respeto a la solidaridad), paisajes
únicos (salvajes o rurales), términos existenciales (padres, que no serán, y
hermanos, que no se tendrán, por obra de la crisis demográfica), palabras
hermosas (ligadas a profesiones antiguas), costumbres históricas (de nuestro
folclore), prácticas armoniosas (del juego en la calle a las reuniones de
barrio).
El Bienestar tiene un precio, lo
sabemos; pero esa “transición ecológica” que se pretende implantar aumenta el
costo social y económico de manera significativa para el sistema. Mejorar el
medio ambiente o salvar ciertos ecosistemas supone restringir o prescindir,
directamente, de muchos de los logros materiales obtenidos desde hace décadas;
pero ¿podremos vivir con menos? Asumir que ciertas libertades de elección,
producción y consumo deben ser limitadas para evitar el gasto energético, la contaminación
asociada y la desigualdad paralela, parece fácil en los anuncios de televisión;
pero ¿podremos disfrutar con menos? Comprender que dicha transición conlleva,
inevitablemente, acabar con determinadas industrias y provocar miles de
despidos o la desindustrialización de regiones enteras, como ya ha pasado en
zonas mineras o siderometalúrgicas (muchas veces sin alternativas empresariales
o laborales) parece importar muy poco para los ciudadanos de zonas urbanas con
centros comerciales y posibilidades de movilidad enormes; pero ¿podremos
consumir menos? Y finalmente, fomentar que los países más pobres o en
desarrollo no puedan alcanzar el nivel de bienestar del primer mundo, al tener
que asumir las medidas de sostenibilidad diseñadas por los países ricos que
utilizaron en el pasado para su propio progreso, es una máxima internacional;
pero ¿podremos quedarnos con menos?
Desarrollar es “progresar o crecer”. Así lo recoge la RAE en referencia a temas
sociales y económicos; pero añade una acepción más: “aumentar o reforzar algo de orden físico, intelectual o moral”. Es
decir, pese a lo que nos han dicho durante años, desde la publicidad y desde la
academia, puede y debe haber un tipo de Desarrollo que sea no solo acumular y
consumir, comprar y vender, usar y tirar. Antropológica e históricamente, el
Desarrollo ha sido una constante de las comunidades desde la “revolución
neolítica” (Gordon Childe dixit).
Entre avances y catástrofes, el ser humano ha logrado cotas de progreso cada
vez mayores, en las letras y en los números, de las grandes Catedrales al Museo
del Louvre, de la escritura cuneiforme al lenguaje digital, de la máquina de
vapor a la Inteligencia artificial. Pero en los últimos siglos el mundo entero
por descubrir y utilizar se convertía no en la Creación a la que respetar, en
mayor o menor medida, sino el Recurso sobre el que desarrollarse
incesantemente.
Una ecología humana
Nos lo hemos creído. Todo fácil, todo
posible, todo accesible, todo solucionable. Es lo que tiene la magia de la
ingeniería político-social y del marketing publicitario: antes tener de todo,
ahora seguir consumiendo responsablemente. Pero la ineficacia o ineficiencia de
la Ecología material ante los problemas medioambientales y sociales generados
por el sistema, ha mostrado a muchos ciudadanos límites impensables, fracasos
inesperados, errores recurrentes o amenazas muy reales que no aparecían en la
letra pequeña del contrato social actual.
Y en los recurrentes contextos de
crisis (en su impacto o en su riesgo) muchos de esos ciudadanos suelen recurrir
(porque recuerdan su valor o porque no tienen más remedio) a las “primeras
verdades” propias de nuestra naturaleza biológica y antropológica; aquellas
que dan la seguridad, sencilla y humilde, ante lo imprevisto o lo desconocido,
que nos recuerdan que somos frágiles y que el fracaso y el sufrimiento existen,
que muchas cosas están inventadas o que dos y dos son siempre cuatro. No son
leyes inmutables grabadas en piedra sino certezas que demuestra la vida diaria;
no son vestigios de mentalidades arcaicas sino esencias humanas siempre
recurrentes; no son una vuelta al pasado idealizado sino los principios que
permiten aprender de los errores y continuar con los éxitos. Y sobre ellas se
puede fundar un Desarrollo humano sostenible e integral complementario o
alternativo al paradigma oficial y actual marcado por el consenso sobre la Agenda 2030 y popularizado por
construcción mediática de Greta Thunberg.
La familia natural, la comunidad
intermedia, la producción a escala, la soberanía colectiva, las normas morales
básicas, las costumbres propias, la identidad cohesionadora. Verdades que nos
habla de solidaridad, de humildad, de sacrificio, de respeto, de tradición.
Términos a veces olvidados pero muy necesarios para recordar cómo mantener los
logros obtenidos (en ciencia y cultura, en tecnología y bienestar) y cómo
actualizar la herencia más auténtica (material y espiritual). El sentido común siempre regresa para
aleccionarnos, cuando menos lo esperamos, para dotar de dirección cierta a los
remedios técnicos posibles: avanzar conociendo nuestros límites, crecer siempre
con más igualdad, valorar lo más sencillo y auténtico, parar para descansar y
relajarse, aceptar el fracaso y el error, recuperar el mérito y el esfuerzo, y
progresar, en suma, equilibrando tradición y modernidad.
Soluciones técnicas surgen cada día
ante los restos medioambientales globales de impacto local: reducción de
emisiones, descarbonización en la producción de energía y uso de herramientas
de eficiencia y fuentes renovables, reciclaje urbano sistemático, reutilización
de bienes y servicios, huertos en ciudades y balcones, porcentajes variables de
material reciclado en la producción, iniciativas de economía social y
colaborativa, limitación del plástico en el consumo, recogida selectiva de
residuos, normas de restricción de tráfico rodado, electrificación de la
movilidad, reforestación sectorial… Pero todas estas soluciones (que solo
pueden permitirse ciertos países con altas rentas, y en ellos ciertos grupos
socioeconómicos urbanos medio-altos) parecen resultar meros remedios temporales
o eslóganes publicitarios que en casi nada cambian la temperatura del planeta,
la desaparición de la biodiversidad, los cambios climáticos, la degradación del
entorno o las toneladas de basura que generamos sin parar. Eficacia, a nuestro
juicio, muy escasa al dar la espalda a las “primeras
verdades” que nos enseñaban los olvidados abuelos, que daban un sentido a
nuestra existencia siempre frágil, que sabían dónde estaba ese límite que no
debía pasarse (por educación, por respeto), y que aún recuerda el sentido común de las personas demasiado
normales tras un día duro de trabajo (y por tanto poco apetecibles para ser trending topic): la Familia que educa y
comparte, la Comunidad que coopera y colabora, la Tradición que nos guía por el
camino. Sin ellas, que resurgen irónicamente cuando el sistema entra
periódicamente en crisis, no hay un Desarrollo humano sostenible e integral,
solo un progreso material e ideológico que cambia la naturaleza de las palabras
y las cosas para esconder sus defectos.
Debemos rescatar, por ello, lo
ecológico de las manos de la ideología y del marketing, resaltando un adjetivo
sin el cual dicho sustantivo queda, a nuestro juicio, en simple etiqueta: la
Ecología humana (como proponen Tugdual Derville, Gilles Hériard Dubreuil o
Pierre-Yves Gomez). Comprender al hombre (en cuerpo y alma) y a todos los
hombres (en sus perfecciones e imperfecciones), en el sentido de lo que hacen
(no siempre racionalmente) y el significado de lo que dicen (muchas veces
contradictoriamente), diciendo la verdad, pese a quien pese. “Lo correcto es
lo correcto, aunque no lo haga nadie. Lo que está mal está mal, aunque todo el
mundo se equivoque al respecto” reivindicaba Chesterton.
Esfuerzo, sacrificio, cooperación. Palabras a veces olvidadas que nos hablan de ese siempre
frágil equilibrio que parece romperse, con sus consecuencias también sociales
(de las grandes migraciones a la precarización sistemática del trabajo), ante
el ideal de progreso ilimitado que ha superado muchas de las líneas rojas que,
mejor o peor, conciliaban desarrollo y naturaleza. Y que fundamentan un modelo
de Desarrollo basado en valores tradicionales que, sin caer en ucronías o
utopías, se liga al simple sentido común de ciudadanos que saben lo que cuesta
llegar a fin de mes, que conocen que uno recibe lo que siembra, que sufren para
hacer frente a la crisis cuando llega a su bolsillo o a su familia, o que saben
apreciar lo humilde y lo sencillo; y que sobre todo, desde su experiencia se
adaptan a lo que viene o vendrá, se quedan con lo poco o mucho que se tiene,
valoran lo más sencillo y lo más cercano, y disfrutan de las cosas pequeñas y
de los pequeños momentos.
Deber, tener, corresponder. Verbos que nos recuerdan también las obligaciones,
compromisos, cometidos (tan normales como la vida misma) que este Desarrollo
humano sostenible e integral conlleva y que el sentido común impone: con
nosotros mismos y con los demás, con la dignidad humana y con la protección naturaleza,
con los que lo pasan peor y con los que sufren injustamente. “No se accede a la verdad sino a través del
amor” proclamaba San Agustín; el amor que se aprende solo en la Familia, el
que debe compartirse con vecinos reales (y no digitales), el que emerge ante la
vida naciente y la muerte acompañada, el que surge del trabajo bien hecho, el
que se tiene por la patria que une y comparte, el que debe darse al que sufre y
al que es excluido, y el que se irradia de tradiciones que nos ligan los unos
con los otros en lo humano y en lo divino.
Ecología que nos habla de las
tradiciones fundamentales de cada pueblo y de sus valores (a veces
malinterpretados o manipulados) que permiten la continuidad generacional, la
unidad convivencial y la misión conjunta; y que reflejan una riqueza
sociocultural profunda e histórica más allá de modas temporales globales.
Tradiciones que nacen de familias amplias estables que educan y cuidan (muchas
veces con errores y dramas); de comunidades de pertenencia o referencia que nos
hacen compartir, relacionarnos e identificarnos (en ocasiones
disfuncionalmente); de trabajos autónomos, artesanos y locales que nos realizan
y ayudan a realizarse a los demás (con mayor o menor esfuerzo); de principios
morales y espirituales que respetan cómo somos y respetan a los demás.
Pero esos valores, hoy sepultados en
muchos países por el triunfo de la dimensión hedonista del necesario progreso
material (en su ocio, y también en su vicio) reaparecen, no tan
paradójicamente, tras cada una de las grandes crisis del sistema (en principio
financieras, pero siempre sociales): esas “primeras
verdades” son las que atienden al desempleado y al despedido, más allá del
Estado o del Mercado; las que ayudan al desahuciado y al excluido, cuando los
Servicios sociales se paralizan; las que atienden al que tiene que vivir con
menos o con muy poco, cuando todos los influencers
huyen del barco que se hunde. A veces hay que perder, porque la vida es, en
muchas ocasiones, muy dura. Pero lo ha sido siempre, desde tiempos remotos. Lo
natural lo demuestra en la Historia, pero lo ecológico intenta mostrarnos que
para cambiar o sobrevivir, no hay que sufrir y arremangarse, conformarse y
resignarse; solo son necesarios ciertos cambios éticos y estéticos.
El auténtico desarrollo humano
“Desear
la acción es desear una limitación. En este sentido todo acto es un sacrificio.
Al escoger una cosa rechazamos necesariamente algunas otras”, subrayaba
Chesterton. Y este paradigma Desarrollo humano sostenible e integral fundado en
las “primeras verdades” exige una
decisión tanto personal como colectiva. Elegir el camino oficial hasta ahora
principiado, o valorar esta alternativa político-social viable y posible, capaz
de orientar el progreso necesario desde la enseñanza de los valores
tradicionales. Una opción que nos prepara para lo que viene (porque antes ya ha
venido), para apretarse el cinturón (porque en el pasado era más duro), para
consumir menos de lo que desearíamos (abriéndonos los ojos sobre la publicidad
engañosa), para valorar lo más humilde y cercano (siendo por ello menos cool), para colaborar y compartir en las
buenas y en las malas (adaptándonos sin falsos traumas). Pero no como catálogo
de soluciones técnicas existentes o posibles, de las que hay reputados expertos
y científico (desde la ingeniería a la biotecnología); sino como una guía para
dar sentido y significado a dichos instrumentos en sus límites y posibilidades,
desde el realismo más crudo a la esperanza más compartida; porque de nuevo
Chesterton nos lo advierte en su Breve
Historia de Inglaterra (país pionero en la ya superacelerada Revolución
industrial): “Tener derecho a hacer algo
no es para nada igual a tener razón al hacerlo”.
Paradigma fundado en las “primera verdades” que pretende
recuperar, legislativa e institucionalmente, el valor colectivo de la Familia
natural como “célula social básica”
de educación, protección y reproducción; fomentar, pública y privadamente, el
valor cohesionador de las Comunidades naturales, rurales y artesanas, de barrio
y de vecindad, de producción local y de consumo cercano; fomentar el valor
añadido de una Economía social de tamaño intermedio (E.F. Schumacher, dixit); proteger el valor biológico,
paisajístico y productivo del Entorno natural, viviendo con menos, urbanizado aún
menos, y consumiendo todavía menos; reconocer el valor inmaterial de los
Principios naturales espirituales y morales que nos enseñan a compartir y
colaborar, a respetar y sufrir, a conocer nuestras fortalezas y a reconocer
nuestras debilidades; y reivindicar el valor real y simbólico de la Soberanía
natural de naciones unidas y plurales, que defiendan los intereses de sus
ciudadanos y cubran las necesidades justas (siempre desde la igualdad de
oportunidades).
Un Desarrollo sostenible e integral,
complejo y duro (con sus alegrías y sus penas), limitado y sacrificado (con sus
aciertos y fracasos), capaz de orientar la innovación y controlar la
producción, convirtiendo el progreso en un medio de perfeccionamiento de todo
el hombre y para todos los hombres. Como nos enseñó Miguel Delibes, gran
literato y hombre de campo:
«el
verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni
en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en
destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el
delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre,
sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda
la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y
establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia».