La
sociedad del espectáculo promueve la crítica superficial y, al mismo tiempo,
evita la crítica real. Celebra la crítica, siempre que se convierta en una mercancía
y, al mismo tiempo, proclame inmutablemente el objeto criticado.
Por su esencia,
el capital no intenta ‒a menos que sea forzado por la resistencia real
encontrada‒ derrotar al enemigo, sino que busca apropiarse de su poder,
poniéndolo de su lado.
En
un tiempo, cuando el conflicto de clases pudo arrebatar derechos y conquistas a
la altera pars, que era la parte dominante, la conciencia de clase se
manifestó no sólo en la supuesta oposición a la reificación, consustancial con
la lógica del capital, sino también en el rechazo incondicional de sus
símbolos. Después de todo, no había nada más sencillo que distinguir a un
proletario de un burgués observando cuidadosamente sus símbolos y su
vestimenta.
Esta
diferencia no sólo dependía del diferente poder adquisitivo. Estaba relacionada
con las formas de conciencia y conflicto: vestir ciertas ropas (el chaquetón) y
exhibir ciertos símbolos (el Che) eran gestos francamente políticos, que
marcaban ‒en formas estéticamente apreciables‒ su lugar subjetivo en el campo
del conflicto de clases.
El
eclipse de la conciencia de clase está, por tanto, inevitablemente conectado
también con la redefinición, a partir de los años setenta, de toda la humanidad
como un único polvillo amorfo de consumidores postidentitarios diferenciados
por el diferente valor de intercambio que poseen.
De
esta manera, el nuevo "hedonismo interclasista" subrayado por Pier
Paolo Pasolini tomó forma: en virtud del cual el contraste entre burgués y
proletario se anuló falsamente a través de la homologación consumista de toda
la sociedad. Como demostró Pasolini, "los
hombres son conformistas y todos iguales entre sí según un código interclasista"
que oculta las diferencias de clase, al igual que está trabajando con éxito
para hacerlas cada vez más acentuadas.
El
mito actual de la startupper [puesta
en marcha] y del "autoemprendedor" no es más que la evolución
coherente de esta práctica que, cancelando los límites de la lucha de clases,
no la cancela realmente, sino que más bien contribuye a redefinirla como una
masacre unilateral gestionada por el polo dominante recayendo inmediatamente sobre
el subordinado, como he tratado de mostrar en Historia y conciencia del precariado (2018).
El
polo subordinado, en lugar de oponerse al grupo dominante sobre la base de una
conciencia de clase compartida, intenta emularlo, con la convicción de que ya
forma parte de él: la sociedad se redefine como el reino de la competitividad
absoluta, en el que todos son igualmente consumidores y empresarios de sí
mismos.
El
objetivo, una vez más, deja de identificarse en la lucha por el derrocamiento
del orden asimétrico de producción: en cambio, comienza a verse en la
competencia por la autoafirmación en el ámbito de la competencia planetaria
entre startups individualizadas,
impulsados todos ellos por el mismo ideal y la misma cosmovisión.
El hecho de que, en una sociedad plenamente administrada, el precario y autocomplaciente "autoempresario" de su propio currículum y el alto directivo multimillonario lleven en el bolsillo el mismo smartphone de última generación o escuchen la misma música cosmopolita ‒o incluso lleven las mismas marcas (auténticas, en el caso del alto directivo, y quizás falsificadas, en el caso del trabajador intermitente)‒ no es ciertamente un indicio del fin de la división de clases de la sociedad: simplemente indica que así como esta división prospera como nunca antes (para tomar nota, sólo hay que comparar el salario del trabajador intermitente con el del alto directivo), la conciencia del polo dominado pide integrarse en el sistema blindado de explotación planetaria, del cual se hace la ilusión de ser miembro de pleno derecho. La sociedad se convierte entonces en un rebaño amorfo y homologado, policromado y cada vez más alienado: todos con el iPhone en la mano, todos seguidores de la religión del turbocapital. Traducción: Carlos X. Blanco Martín. ■Fuente: Il Fatto Quotidiano
El hecho de que, en una sociedad plenamente administrada, el precario y autocomplaciente "autoempresario" de su propio currículum y el alto directivo multimillonario lleven en el bolsillo el mismo smartphone de última generación o escuchen la misma música cosmopolita ‒o incluso lleven las mismas marcas (auténticas, en el caso del alto directivo, y quizás falsificadas, en el caso del trabajador intermitente)‒ no es ciertamente un indicio del fin de la división de clases de la sociedad: simplemente indica que así como esta división prospera como nunca antes (para tomar nota, sólo hay que comparar el salario del trabajador intermitente con el del alto directivo), la conciencia del polo dominado pide integrarse en el sistema blindado de explotación planetaria, del cual se hace la ilusión de ser miembro de pleno derecho. La sociedad se convierte entonces en un rebaño amorfo y homologado, policromado y cada vez más alienado: todos con el iPhone en la mano, todos seguidores de la religión del turbocapital. Traducción: Carlos X. Blanco Martín. ■Fuente: Il Fatto Quotidiano