Un
hombre jugará un papel de primer plano, por el prestigio del que disfruta:
Jean-Paul Sartre. Va a cumplir el papel que antes habían tenido los frailes
flagelantes de la Edad Media en los márgenes de la herejía. Pero Sartre no
podía flagelarse durante mucho tiempo y comenzó a flagelar a los demás.
Es él
quien va a popularizar un tema de rica posteridad, el de la deuda, el
"nuevo ecumenismo de la penitencia" (George Steiner). Desde las
cruzadas hasta la colonización, Europa había contraído una deuda infinita con
el resto del mundo, No había ninguna duda de que la irrupción de la
civilización técnica había sido una catástrofe para el mundo antiguo. ¿Quién lo
negará? El antiguo mundo ha desaparecido, pero ha desaparecido aquí y allá, no
solo en las antípodas, sino también en Europa. Pero la etnología sólo llora el
luto por lo lejano, no por el de la civilización rural y campesina europea, no
por el antiguo mundo feudal y plebeyo de Europa. Es muy simple: este universo
no existe en la visión etnodescentrada del mundo.
Sartre y los otros...
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Sólo
hay que leer el prefacio de Sartre en Los condenados de la tierra, de Frantz
Fanon. Un monumento de ocio de sí mismo y de insinceridad. El hombre blanco es
esencialista, atado por una cadena de responsabilidad colectiva, y finalmente
crucificado. ¡Arrepentíos! Si es necesario, desapareced, como invita Sartre:
“abatir a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir, al mismo
tiempo, a un opresor y a un oprimido: quedará un hombre muerto y un hombre
libre”.
Sartre
gira en torno al tema de “feliz culpa”, de la "falta deliciosa" con
una especie de exaltación melancólica. Esto es lo que el psicoanalista Daniel
Sibony llamará más tarde la “culpabilidad narcisista”: muestra una culpabilidad
superlativa, pero ello es precisamente para exonerarse a título individual y
mostrar una generosidad sin igual, por encima de toda sospecha. Así concebido,
el odio de sí mismo proporciona al que lo profesa un sentimiento de
superioridad. Sartre se destacará en este registro. En su descargo, él tenía
mucho que hacerse perdonar, su amor por Heidegger y sus obras de teatro bajo la
Ocupación.
La
pregunta que tenemos derecho a plantear es la de la autenticidad de su
compromiso. ¿Sartre y los otros? ¿Cómo desentrañar la parte de comedia y la
parte de sinceridad en su celebración del Otro ‒y hoy en la retórica proinmigrantes?
Aparto a los militantes y activistas de campo que están políticamente identificados.
Es la metástasis del trotskismo, los movimientos “sin” (sin-papeles, sin-hogar,
etc.) las reliquias de los cristianos de izquierda. El grueso de las tropas se
recluta, además, entre los “bobos” (burgueses-bohemios), cuya comedia se ha
convertido en su segunda naturaleza. Ésta los instala en el confort de las
posiciones moralmente irreprochables, de las posturas ejemplares. De ahí a
decir que es una culpabilidad adulterada, una ficción de culpa, solo hay un
paso... que deben franquear la mayoría de ellos. He aquí lo que decía Hannah
Arendt en Eichmann en Jerusalén, su estruendoso reportaje, a propósito del
antisemitismo de los jóvenes alemanes de la postguerra (y su observación está
más que nunca de actualidad): “Estos sentimientos de culpabilidad, en torno a
los cuales se hace tanta publicidad, son necesariamente falsos. Es casi
agradable sentirse culpable cuando no se ha hecho nada: entonces, uno se siente
más noble”.
Hay
un efecto perverso en los mecanismos compasionales que blanden los periodistas
para tomarnos como rehenes. Es el de conferir a las víctimas un carácter
exclusivamente virtuoso. Y, por el contrario, atribuir a los culpables “de
hecho” (yo, nosotros, vosotros) un carácter exclusivamente egoísta. Es un
chantaje terriblemente eficaz, puesto que se trata de una estafa a los buenos
sentimientos y a las virtudes performativas: salvo que seáis un cabrón
bastardo, no debéis oponeros a la acogida de los refugiados. La gran prensa no
se equivoca, moviliza el nivel máximo de compasión, que ella sabe es lo más
poderoso. Todo lo demás es pasado bajo el silencio. Nada sobre los
contrabandistas, nada sobre las mafias, nada o poco sobre la
sobrerrepresentación masculina, nada o poco sobre los yihadistas que se
infiltran en las columnas de los migrantes, nada sobre la amenaza de guerra
civil que un desbordamiento migratorio hace pesar sobre nosotros. Como se decía
durante la Segunda guerra mundial, “¡Radio París miente, Radio París es
migrante!
El antipopulismo de izquierda
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Prosigamos
la genealogía del Big Other. En un
libro que hizo mucho ruido en 1993, Viaje al centro de la enfermedad francesa.
El antirracismo y la novela nacional, Paul Yonnet demostraba cómo y en qué
contexto de desafiliación nacional, de crisis de la identidad francesa y de
colapso de la cultura obrera, el antirracismo ‒expresión ideológica del culto
al Otro‒ se había desarrollado. Oficialmente, vio la luz en la década de los
años 80 con Sos-Racismo. Pero tiene una historia más antigua en la que «Mayo
68» constituye un jalón decisivo. Es el nacimiento del antipopulismo de
izquierda, la “revuelta de las élites”, según el historiador Christopher Lasch.
Sobre las barricadas, el mito obrero se derrumba. El obrero ha fallado. El
trabajador proletario aparece como culturalmente conservador, sin espíritu de
clase e insensible al imaginario profético y revolucionario de la izquierda.
Como prueba, las verjas de la fábrica Renault de Billancourt continúan cerradas
a los estudiantes cuando estos últimos llaman a los obreros para que se unan a ellos.
La Comuna estudiante no logró tampoco alumbrar una nueva Comuna de París. El
mundo obrero les remitió una declaración de no-recepción.
Aquello
en lo que los izquierdistas habían fallado respecto a las clases populares,
ellos se van a esforzar en tener éxito con una nueva figura: el trabajador
inmigrante, o la redención por la inmigración. El internacionalismo había
encontrado a un nuevo aliado. Es, además, en este momento, a principios de la
década de los años 70, cuando Sartre y Foucault desfilan en la Goutte-d´Or. El inmigrante, entonces, se
ofrece a todos como un agente de deconstrucción de las identidades. Es,
incluso, su dispositivo central.
Inversamente,
el obrero se convierte en “beauf”
[típico francés medio, simple y ordinario], según Cabu, un “francés medio”, un
“pequeño blanco”, un “franchouillard”
[francés chovinista con acento exageradamente franco-central]. Representa el
desprecio hacia una Francia presumida, mohosa, poujadista y lepenista. Esta
Francia por lo bajo, ya periférica, es inferiorizada según los mismos términos
del racismo biológico. Sólo falta la intencionalidad científica, pero el resto
está todo. Con la figura del paleto es suficiente para fijar ahora los
estereotipos racistas. Cobarde y xenófoba, es una Francia genéticamente dudosa
la que se exhibe en una perspectiva casi zoológica. Sólo falta el pabellón
colonial de las exposiciones universales pare creerlo.
En
resumen, la prolofobia [odio al proletariado] y la xenofilia serán las dos
ubres del antirracismo.
En
el mismo orden de ideas, el período 1960-1970 es también el del triunfo de lo
minoritario. Es entonces a lo mayoritario lo que debe rendir cuentas. Lo
mayoritario es tres veces culpable: en tanto que hombre (es el proceso en
misoginia), en tanto que heterosexual (es el proceso en homofobia), en tanto
que blanco (es el proceso en racismo). A falta de castrarlo químicamente, se le
va a castrar textual, mediática y, finalmente, jurídicamente.
Paralelamente,
los años 70 verán florecer una nueva generación de historiadores, en la línea
de Robert Paxton, que, a lo largo de sus libros, va a instruir el proceso a una
Francia atávicamente antisemita, colaboracionista y colonialista. Es esta
especie de leyenda negra de Vichy, que conducirá al famoso discurso de Chirac
en 1995 sobre la responsabilidad de Vichy en la deportación de los judíos. Un
recurso, esencial en la psicología de los pueblos, se rompe: la autoestima.
De
esta forma, los años 50 son los de la difusión, a gran escala, de los trabajos
de la etnología, que tienen por consecuencia la reevaluación del Otro y la
devaluación de lo Mismo. Los años 60 son los de la deconstrucción de la figura
obrera y la construcción de una utopía de sustitución: el inmigracionismo. Los
años 70 son los de la destrucción de la memoria nacional. Los años 80 son los
del antirracismo militante. Los años 90 los del arrepentimiento institucional
Los 2000 son los años de la promoción de las minorías visibles y de la
diversidad. ¿Qué acusado sobrevivirá a tal avalancha de cargos?
La utopía del hombre-mundo
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Pero
esto no es todavía más que una etapa, porque el término del término para los
deconstructores, aquel que debe ver desprenderse el último fuselaje del cohete,
será el desarraigo universal: la utopía del hombre-mundo. Así, la diversidad
está, ella misma, llamada a desvanecerse. ¿Cómo podría existir, de otra forma
en una sociedad mundializada? Primer momento: la mundialización nos hace
descubrir la pluralidad de los mundos; segundo momento, esta misma
mundialización tiende a abolir esta misma diversidad imponiendo un modelo único
de desarrollo. “La humanidad se instala en la monocultura; se prepara para
producir la civilización de masas como si fuera remolacha” (Lévi-Strauss, Tristes trópicos). En otras palabras, se
promueve la diferencia, pero para producir una sociedad indiferenciada. El mundo
debe convertirse en una sopa original indiferenciada, un magma en
fusión-confusión, donde ya no habrá más que criaturas híbridas,
postidentitarias, colgadas alrededor de una torre de Babel vacilante.
La
quimera que inspira esta visión de las cosas es siempre la unificación del
género humano, pero para que esto ocurra esta quimera debe, previamente, abolir
la humanidad histórica del hombre. El género humano no se unificará sino a
condición de sustituir al hombre arraigado en la geografía y la historia del
hombre genérico. En esta operación de alquimia al revés, Europa y Francia a la
cabeza, tienen la vocación de cumplir el proyecto de los derechos humanos, lo
que implica la superación de Francia y Europa… y su universalización. Y ambas
no pueden existir sino a condición de desustancializarse para diluirse en el
gran Todo. Europa, la de la Corte europea de los derechos humanos y la del
Consejo de Europa, está ausente de los territorios, sin fronteras, sin límites.
No es un territorio, es una idea: la impolítica de los derechos humanos. Vemos
cómo nuestro continente se ha vuelto loco. Se podría casi decir, como
Chesterton, que el mundo está lleno de ideas europeas que han enloquecido.
Así
que no nos equivoquemos. Si el Otro todavía no ha sido relegado al rincón de
las antigüedades, si continúa siendo el vehículo de una identidad y de una
pertenencia, su futuro ya está contado. El Otro, el otro total, ahora, es el
futuro nómada, el hombre off-shore que asoma, la criatura en tránsito, las
“multitudes” tan queridas por Toni Negri y la izquierda radical. Esta quimera
liberal-libertaria es, a la vez, la fantasía de los trotskistas y de los
neoliberales, de la revolución permanente promovida por el padre de la IV Internacional
y de las sociedades abiertas de Karl Popper. Es, a la vez, el proyecto de la
Ilustración francesa y de las Luces anglosajonas, de Kant a Adam Smith, de los
derechos del hombre a la lógica del capital, de la paz perpetua a la extensión
ilimitada del mercado. La disolución en el todo y un todo reducido al mismo
tiempo. La generalización de la libre circulación de personas, bienes y
capitales. La internacionalización de los flujos, el desorden creciente, la
entropía. En una palabra, el caos.
¿El
objetivo perseguido? Crear una sociedad panracial, panétnica. El Otro no es, en
definitiva, más que una especie de objeto transicional que ofrece la
posibilidad de superar la identidad. Hay una fantasía de abolición, de
desaparición, en el otro, por el otro. Y para dar un ejemplo, voy a hablar de
los europeos. Pero este es un cambio desigual. Porque el otro ‒el inmigrante,
por ejemplo‒ no desea trascender su identidad mediante una postidentidad
mundial, quiere, por el contrario, conservarla y, por qué no, imponerla.
Un
hecho significativo: ya no se habla de negritud en las literaturas africanas y
antillanas, completamente contaminadas por los “cultural studies” norteamericanos. Es una concepción demasiado
barresiana, demasiado supremacista, de la africanidad y de la negritud. La
negritud ha desaparecido en beneficio de un mosaico de motivos y colores; se ha
convertido en “migritud”. Es la criollización del mundo, objetivo perseguido
por los estudios postcoloniales. El todo-mundo, las poesías de lo diverso, el
elogio de lo bastardo y de todos los sincretismos. En el universo de la “migritud”
no reinan más que los procesos de hibridación y de mestizaje. El modelo
considerado es Brasil o el Caribe. Se empieza a hablar ya de transmigrantes
(Alain Tarrius), de poblaciones en perpetua migración, como las caravanas de
otros tiempos, que viajan según el grado de las oportunidades económicas y
sociales. Es el sueño de la OMC y de la ultraizquierda, de Alain Minc y de
Jacques Attali.
Nuestro derecho a la diferencia
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Entonces,
¿qué hacer?, como dijo Lenin. Llevar la guerra al terreno de la cultura,
reinvertir la relación de fuerzas culturales, que ahora están, de largo, en
nuestra contra. Para esto, apropiarse del lenguaje de la diferencia que
nuestros adversarios ya no están en disposición de mantener. Hacer valer
nuestro derecho a la diferencia. Levi-Strauss nos mostró la vía cuando dijo que
las sociedades deben protegerse unas de otras. No puede haber diversidad
(imperativo de las sociedades multirraciales) sin conceder que “esta diversidad
resulta, para una gran mayoría, del deseo de cada cultura de oponerse a
aquellas que la rodean, de distinguirse de ellas, en una palabra, de ser ella
misma”. Esta es la paradoja que Levi-Strauss planteó en su segunda conferencia
en la UNESCO, Raza y cultura, que causó un escándalo. Si queremos proteger las
culturas en su diversidad, es necesario que ellas “velen por sus
particularismos”, que ellas conserven “una cierta impermeabilidad”.
Levi-Strauss incluso llegó a hablar de la necesaria indiferencia de unas
culturas sobre las otras. Cada uno en su casa, y dos en la de todos. Pero queda
mucho por hacer. Porque si ellos están entre nosotros, como dijo en su día
François Mitterrand, es porque nosotros ya no estamos. Y si todavía estamos es
porque ellos ya no están allí. Queda todavía mucho camino por recorrer.
Conocemos
la frase del gran jurista Carl Schmitt: es soberano aquel que decide sobre la
situación de excepción. Bien, permitidme corregir a Schmitt, con un poco de
fanfarronería. En verdad, es soberano aquel que controla el campo simbólico de
las prohibiciones; es soberano aquel que dice qué es lícito y qué ilícito; es
soberano el que tiene el poder de señalar el tótem y de designar el tabú. No
hay otra soberanía. O mejor: la soberanía política procede de esta soberanía
simbólica.
Así
que, supongo que estaremos de acuerdo, esta batalla no está ganada, incluso si
el edificio a batir hace aguas por todas partes, incluso si el glacis de
mentiras se quiebra, incluso se la palabra se libera (cual expresión
sintomática, casi del orden del lapsus linguae: si la palabra se libera es que
antes estaba amordazada).
Es esta guerra, ante todo cultural, la que
tenemos que ganar para preservar y transmitir la tierra amada de la patria,
según las palabras de Hölderlin en la apertura de su Hyperion. “Una vez más, la tierra amada de la patria me produce
alegría y dolor”. Poco importa que la patria sea mítica o carnal, es la
nuestra.