La
identidad de Europa: genio y destino de la cultura europea, por Chantal Delsol
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Quiero
insistir en un punto que me parece muy importante: el genio y el destino de la
cultura europea (hoy desdichada), tan presentes en la obra de Jean-François
Mattei (autor, entre otros libros, de El proceso de Europa y La identidad de Europa, del
que soy coautora). Elijo esta cuestión porque es el único punto sobre el que
estábamos en desacuerdo (amistoso): la cuestión de la superioridad de la
cultura europea, la cuestión del destino del nihilismo europeo.
Recordamos el
famoso prefacio de Max Weber para La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, en el cual se pregunta sobre las razones de desarrollo de Europa,
en detrimento especialmente de China y su zona de influencia asiática. Needham
y Whitehead abordaron esta cuestión con talento. Y también Husserl y Patocka.
Jean-François estaba obsesionado. Veía en la autodestrucción actual de esta
cultura la demostración misma de su superioridad. ¿Cómo?
Todo comienza
con el cuidado del alma, desde Platón a Patocka. ¿Los otros humanos, no
europeos, no tienen, pues, alma? Ciertamente, sí. Solo que ellos no inventaron
el logos o, si se prefiere, ellos no desarrollaron el espíritu crítico. Las
sociedades europeas inventaron las ciencias modernas y la democracia porque
esta cultura tiene “un modo de expresión especular”, dicho de otra forma, una
capacidad para tomar distancia en relación a sí misma y, por tanto, para criticarse
a sí misma.
Todo viene de
allí. Una idea de la conciencia personal que juzga el exterior y no se ahoga. Y
lo he llamado irreverencia, la crítica.
Jean-François
Mattei va más lejos. Piensa que la cultura se caracteriza precisamente por esta
capacidad para tomar distancia. De ello que resulta que sólo los europeos
tienen una cultura en el sentido preciso del término: las otras sociedades
tienen mitos, religiones, prácticas.
La capacidad
crítica de Europa ha sido bien descrita como una superioridad por autores tan
diferentes como Leszek Kolakowski o Cornelius Castoriadis. Saber cómo
cuestionarlo todo es un signo de altura y desarrollo. Yo había desarrollado
esta tesis diciendo que, si todas las civilizaciones colonizan en su período de
potencia y descolonizan en su período de impotencia, Occidente es la única
civilización capaz de descolonizar por su mala conciencia…
Lo cual
permite comprender la vocación iniciadora de Europa, pero que también plantea
otras cuestiones.
La capacidad
crítica desencadena una cultura de cuestionamiento, de duda, de salida del
confinamiento y de la particularidad: una cultura de apertura. Engendra el
prometeísmo, incluso esa voluntad de escapar a la condición humana, a su
finitud, voluntad que puede llegar incluso hasta el exceso. Ya lo decía el lema
de Carlos V: Plus Ultra.
Esto es lo
que compromete a Europa en la historia, hecha de sociedades abiertas.
Sin embargo,
se produce algo extraño: cuando la sociedad europea de apertura y de crítica,
encuentra a las otras sociedades, ejerce sobre ellas una fascinación. Todas las
sociedades mundiales se plantean la cuestión de saber si ellas deben o no
occidentalizarse ‒nosotros somos los únicos en conformarnos con lo que somos…
Así, gracias
al Occidente cristiano, las otras culturas comienzan a tomar distancias en
relación con el particularismo y entran en la historia universal. El movimiento
de emancipación que responde al espíritu crítico en los tiempos señalados, se
expande por todas partes. Si, actualmente, en China y en otros lugares, el
esclavismo es abolido, si las mujeres pueden cursar estudios superiores, es
únicamente gracias a la influencia de Occidente.
¿Cómo
explicar este poder de fascinación ejercido por la cultura europea? Debemos
creer que el deseo de lo universal representa un llamamiento muy humano, que
despertó primeramente en nosotros, pero prometido después a todas las
sociedades mundiales.
Sería, por
otra parte, lúcido precisar que ese poder de fascinación se desvanece desde
finales del siglo XX, en el momento en que vemos desarrollarse, al menos, tres
centros civilizadores firmemente antieuropeos: las zonas del islam
fundamentalista, la Rusia de Putin y China. Sería importante, en este momento,
preguntarse si la cultura crítica y emancipadora no ha ido demasiado lejos en
sus aspiraciones universalistas.
Pero, sobre
todo, está claro que el espíritu crítico europeo se vuelve contra sí mismo como
un aprendiz de brujo, y Jean-François Mattei trabajó mucho en esta cuestión. El
odio de sí mismo, desde la descolonización y las dos guerras llamadas
mundiales, arrastraron a Occidente hacia el fondo. Una sociedad que no quiere
defenderse ¿no se condena a la muerte, como cuando, por ejemplo, la Unión
europea rechaza inscribir las raíces cristianas en su constitución? ¿Cuándo
denigra constantemente la conciencia personal, cuyo desarrollo ha permitido la
existencia de la crítica (institucionalización de Antígona en la justicia
internacional)? ¿Cuándo recusa lo que, con razón, Platón y Patocka llamaban el
alma (Zamiatine)?
Sobre todo,
porque se produce algo nuevo e inquietante: para criticar, o para cuestionarse
a sí mismo, hace falta un punto de apoyo: ¿a partir de qué se juzga? Justo
hasta el punto en el que los occidentales se cuestionaban en nombre de los
principios evangélicos, que ellos estimaron traicionados. Pero hoy, no estando
ya en cristiandad, ¿no nombre de qué se juzgan los occidentales? En nombre de
una utopía abstracta, una perfección no-humana e inhumana. Las consecuencias
son incalculables. La desesperanza y el nihilismo resultan fácilmente de esta
búsqueda sin punto fijo.
Es probable
que la crítica fuera debida a la trascendencia, que establecía un punto fijo
arquimediano desde el que se podía juzgar. Una vez que fue abolida la
trascendencia (“Dios ha muerto”), la crítica prosiguió como forma de
pensamiento, pero privada del punto arquimediano que le daba la vida.
Jean-Francois
Mattei estuvo muy marcado por el nihilismo contemporáneo, del que su último
libro, El hombre devastado, fue su máxima expresión. Él pensaba
que, llevada por el torrente de la autocrítica, la cultura europea estaba a un
paso de destruirse a ella misma. Por mi parte, estoy persuadida de que este
nihilismo, bien real, representa un epifenómeno. Creo, mayormente, que estamos
en trance de renegar de nuestra cultura para volver a pensamientos más arcaicos
y más simples: Husserl se equivocaba cuando decía que los otros pueblos se
occidentalizaban, pero que nosotros nunca nos indianizaríamos (en La crisis de la humanidad europea y la
filosofía) ‒pero creo que estamos a un paso de indianizarnos en muchos
planos.
Como,
desgraciadamente, en toda discusión entre los vivos y los muertos, los primeros
tienen necesariamente la última palabra, voy a hacer una excepción y le doy la
última palabra:
«La actitud
crítica de Europa hacia sus propios fracasos testimonia precisamente sus éxitos
(…) No es porque la cultura de Europa ha fallado, transgrediendo sus
principios, que debe ser condenada; al contrario, es porque ha fallado, y
tomando conciencia de sus fallos, que ella debe ser reconocida como superior.
Ninguna otra cultura ha realizado nunca tal redención».
La
superioridad cultural europea, por Matthieu Mégevand
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El proceso de
Europa, grandeza y miseria de la cultura europea, obra del filósofo
Jean-François Mattei, intenta demostrar que la cultura europea es superior a
todas las demás, y que el relativismo de los valores es un señuelo hipócrita
que conviene olvidar a fin de que los europeos encuentren el orgullo legítimo
de haber dado al resto del mundo todo lo que fundamenta ahora nuestras normas
jurídicas y principios éticos, así como nuestras invenciones éticas e
intelectuales. Esta obra es fundamental para definir los fundamentos del
“espíritu europeo”.
Un espíritu
que encuentra, según Mattei, su origen en el pensamiento griego, y más
particularmente, en el de Platón. Es, en efecto, con la noción de “Idea”, concepto
platónico principal que funda también tanto su pensamiento ontológico como
cosmológico y ético, que el espíritu de Europa se constituye. Los europeos
recurren sin cesar a la “idea”, hacia la abstracción a fin de acceder a lo
universal: ellos exploran la idea de justicia en política, la idea de verdad en
la ciencia, la idea del bien en la ética.
Esta
incesante búsqueda ha empujado a Europa a girar en su entorno, separando los
signos, los símbolos, las imágenes, para no retener más que los conceptos. Dicho
de otra forma, Europa ha inventado la racionalidad. Y de esta racionalidad se
forja la preocupación por la universalidad, deviniendo la cultura europea en la
primera en haber inventado el concepto de “hombre” en el sentido universal del
término. Esta concepción, preparada por el pensamiento griego, va a realizarse
gracias al cristianismo, y permitirá dar al “hombre” un carácter total,
absoluto y factible, según el mismo espíritu, para todas las
culturas.
«La
racionalidad europea, con sus cadenas de conceptos y sistemas teóricos, ha sido
las más eficaz materialmente, y sin duda moralmente, que las construcciones
mentales míticas y religiosas de las sociedades exóticas», afirmaba Mattei.
Pero el autor va más lejos, mucho más lejos. Según él, «todos los aspectos de
la vida moderna, sin excepción, han sido inventados, difundidos e impuestos al
mundo por los europeos, y después por los occidentales”. De la música al
ordenador, de la física al microondas, todo encuentra su fuente en el
continente europeo.
Además,
Europa puede ser considerada como la única cultura en volverse hacia las otras
culturas, no para combatirlas, sino para comprenderlas. Y si Mattei admite que,
en ocasiones, el instinto de destrucción fue bastante fuerte, Europa no fue
desacreditada en ningún momento, porque fue la única cultura capaz de
autocrítica. «Cuando las sociedades primitivas destruían otras sociedades o
cometían masacres como los aztecas, sus costumbres no les conducían después ni
a la crítica, ni a la expiación. Europa, por el contrario, portaba el hierro de
la crítica contra ella misma desde las primeras exploraciones y los primeros
crímenes”.
En otras
palabras, la superioridad de Europa es indiscutible en el plano técnico e
intelectual, pero igualmente sobre el plano ético, puesto que ella ha sido la
única en reconocer sus errores. La obra de Mattei puede también leerse como una
compilación de los más bellos espíritus europeos (aunque la modestia le impide,
sin duda, citarse en la relación), de Bach a Leibniz, de Platón a Kant, pasando
por Einstein o Bergson. Mattei no escatima esfuerzos para demostrar que el
genio, al menos desde el Renacimiento, nació en Europa.
La incesante
crítica que prospera, sobre la colonización, por ejemplo, no constituye más que
una prueba más de la capacidad de Europa para cuestionarse con los mismos
instrumentos que ella ha creado. «La crítica de Europa no es posible más que
con la ayuda de normas jurídicas y principios éticos que ella contribuyó a
difundir por todos los pueblos, con el objetivo de conocer el mundo, no de
juzgarlo». Por tanto, Mattei cree que debe cesar esta autoflagelación y
reconocer la supremacía de la cultura europea, llamada “metacultura”, que es
ahora la fuente de todas las otras culturas.
Lo más
extraño, sin duda, de la obra de Mattei es la continua necesidad de que es más
extraño, sin duda, en el libro de Jean-François Mattei, es la necesidad
continua de reconducirlo todo, una y otra vez, a la supremacía de Europa.
Porque, finalmente, que la cultura europea esté en el origen de algunos
progresos técnicos, intelectuales o científicos fundamentales, a nadie se le
ocurriría negarlo. Sí, la cultura europea ha permitido mejorar las condiciones
de vida de los seres humanos; sí, la cultura europea ha sido la principal
fuente del arte, la ciencia y de tantos aspectos de la vida humana. La historia
del pensamiento griego clásico, el genio del cristianismo, la increíble rapidez
de los progresos técnicos y científicos del siglo XX, son hechos sobradamente
conocidos y reconocidos por todos y que han influido de forma duradera en todo
el mundo.
Sin embargo,
Mattei parece ir un poco rápido cuando circunscribe a Europa el mérito de sus
adelantos y de sus progresos. Puesto que el autor es filósofo, comencemos por
ahí: con la caída del imperio romano, la filosofía griega emigra hacia el sur,
antes de volver, en el medievo, sobre tierras cristianas. Entretanto, pasa por
el mundo árabe-musulmán que la enriquece, traduce, comenta. Es el fenómeno de
la translatio studiorum que todos los
historiadores de la filosofía reconocen.
Mattei parece
ignorar (parece que deliberadamente) este inmenso evento para la filosofía que
constituye su tránsito en tierras del islam, sin el cual Europa sería hoy
bastante diferente. Lo mismo sucede con el cristianismo, al que el autor parece
considerar como uno de los rasgos característicos del genio europeo,
sorprendiendo que él parezca olvidar que Jesucristo era palestino, un oriental,
y que el cristianismo tuvo abierta una vía, tan viva y palpitante, tanto en
Bizancio como en Roma.
El autor
siempre pretende que Europa es una especie de isla desde la cual sus habitantes
plantan aquello que les interesa, pero que ningún elemento extranjero jamás
puede alcanzar, modificar o incluir. Y después, si Mattei se toma el tiempo para
recordar los numerosos rasgos que han hecho el orgullo de Europa, y por tanto
su supremacía cultural y ética, se muestra mucho más evasivo con los errores
(incluso, los horrores) que han marcado la historia reciente del continente
europeo.
Como si el
genio de Mozart pudiera decirlo todo sobre Europa. Se trata de una visión
selectiva la de Mattei, que desarrolla a lo largo de toda su obra, poco
conformada a la racionalidad que él alaba de Europa. Mattei cita a Claude
Lévi-Strauss en varias ocasiones: quizás hubiera sido beneficioso para el
autor, una interpretación de la obra de Lévi-Strauss para comprender también el
auténtico sentido del etnocentrismo, para relativizar, en fin, esa auténtica
obsesión que hemos desarrollado a propósito de la supremacía cultura europea.
Porque, como Claude Lévi-Strauss muestra magistralmente en este libro, una
cultura siempre juzga a los demás según sus propios criterios. Esto no
significa que la universalidad ‒los derechos humanos, por ejemplo‒ no puedan
cuestionarse bajo el pretexto del relativismo cultural; simplemente significa
que los criterios utilizados para algunos aspectos de una cultura son
irrelevantes para juzgar a otra. Desde luego, si nos limitamos a juzgar a una
cultura por sus capacidades técnicas, médicas, científicas, etc., Europa sería,
de largo, la más exitosa. Ahora bien, si juzgamos la cultura por su capacidad
para crear y conservar los vínculos sociales y los lazos familiares, por
ejemplo, o incluso para desarrollar y mantener lugares comunes, Europa se
convertiría, entonces, por derecho propio, en una de las culturas menos
eficientes y más decepcionantes.