Todos
conocemos el Big Brother de George
Orwell ‒ha adquirido una notoriedad mundial; y habremos escuchado hablar de la Big Mother para describir,
indiferentemente, las nuevas sociedades matriarcales o la solicitud maternal
del Estado-gallina; pero quien haya leído "El campamento de los santos" (también
editado como "El desembarco"), de Jean Raspail, quizás conozca el Big Other, el Gran Otro, el Otro Total. Big Other es el nombre que Jean Raspail
ha dado a la nueva religión de los tiempos modernos: la religión del Otro, de
lo lejano, de la diferencia.
Como
en «1984», Big Other está dotado de
una neolengua ‒la retórica de los derechos humanos‒, de un partido ‒el partido
del Bien‒ y de un sistema de vigilancia: el implacable super-Yo antirracista
que estamos censados a interiorizar y que funciona como un tribunal de
conciencia. Él dibuja la religión del Otro, lo que en filosofía se denomina
“alteridad”. La alteridad es el Otro entendido como lo que es exterior al Yo.
Pero
aquí es precisamente donde está el problema: el otro ya no es algo externo a
uno mismo, somos nosotros mismos los que hemos devenido en exteriores a nuestra
propia tradición, a nuestra naturaleza histórica, a nuestro ser auténtico,
extraños y extranjeros, por así decirlo, a nuestra propia cultura. El amor
hacia el otro ‒un amor excesivo, insano y morboso‒ es exclusivo: implica
renuncia a la posesión de sí mismo para adoptar, cuando no abrazar, el único
punto de vista del otro.
El extranjero elevado al rango de
modelo
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No
se trata de negar a este otro. Pues es a éste a quien debemos la existencia en
tanto que comunidad singular, en tanto que no-otro, según la aritmética de la
identidad, que procede por discriminación y atrincheramiento, sino de constatar
que ahora sólo a él le corresponde el derecho de la ciudad. Ha ocupado todo el
espacio. Es la única palabra autorizada. Acompañado de una mayúscula, el Otro
se ha convertido, bajo las especias de la ideología de los derechos humanos y
del antirracismo, en una logomaquia tanto más tiránica en cuanto que es inconsistente
filosóficamente. Hay un infierno y un paraíso. Hay un odio de sí mismo y su
corolario, el amor al otro, uno siendo la condición del otro.
Es
un nuevo capítulo del nihilismo europeo, el “más inquietante de todos los huéspedes”,
decía Nietzsche. Es una enfermedad letal que se ha apoderado del alma europea.
El autoodio es el principio activo: idealización de lo no-idéntico,
sobrevaloración del extranjero, fetichización del Otro. En todos los casos, Big Other es nuestro acreedor y somos
indefinidamente sus deudores. Tal es ahora “la carga del hombre blanco”, no la
responsabilidad endosada por Kipling, sino la culpabilidad. Resultado: pasamos
nuestro tiempo disculpándonos y excusándolos.
Porque
no debemos engañarnos. Aunque la discriminación positiva no exista todavía
formalmente en las leyes, ella está omnipresente en las mentes, consciente o
inconscientemente. El extranjero ha sido elevado al rango de modelo. Toda la
sociedad está atravesada por un deseo del Otro. Este deseo se traduce de mil
formas. Hoy, la moda consiste en decir que hay demasiados hombres blancos por
todas partes, en el cine, en los espectáculos, en las entregas de premios, en
la televisión, en el mundo de la empresa y en la política. Ayer lo hacíamos
para extasiarnos con Obama, el cual, por el color de su piel, se beneficiaba de
una presunción de inocencia y de un prejuicio de excelencia. Los barómetros
mensuales indican la preferencia de los europeos por presuntas personalidades (actores,
deportistas… todos extranjeros). Son barómetros prescriptivos: no dicen la
temperatura que hace, sino la que debe hacer.
La
sociedad está obsesionada por las minorías visibles, sin ver que son las
mayorías las que devienen invisibles. De hecho, más de la cuarta parte del cuerpo
electoral no tiene ninguna representación mediática, sin que esto ofusque a las
bellas almas. Y qué decir del casi monopolio de la izquierda cultural en los
medios. El problema no es, entonces, saber si hay demasiados “hombres blancos”,
sino que todos ellos profesen las mismas ideas.
¿Cuáles
son estas ideas? Antirracismo, hipertolerancia, xenofilia ‒en una palabra, el
amor al Otro. Incluso un investigador como Pierre-André Taguieff ha llegado al
extremo de hablar de una disposición xenófila erigida en norma por las formas
contemporáneas del antirracismo. Pero Taguieff está solo. Cuanto más el racismo
es desencriptado, deshuesado, psicoanalizado, patologizado e incluso
judicializado, más continúa virgen el antirracismo. Es un terreno desconocido
para la investigación universitaria. Lo que hace que se estudie ad nauseam el odio a los extranjeros,
pero no el amor del extranjero. Sin embargo, hay mucho por hacer, pues esta
xenofilia ha alcanzado en nuestro mundo un carácter hegemónico.
La religión del antirracismo
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Porque
¿quién preside los destinos morales de nuestro mundo?, ¿quién controla nuestras
conciencias? Antirracismo, rebautizado por Alain Finkielkraut como “el
comunismo del siglo XXI”. Funciona como una ideología de recambio del marxismo.
La continuación del trotskismo por otros medios. Construir una sociedad sin
razas (y ya no sin clases), en la que el hombre sería un cordero para el
hombre. Un auténtico cuento de hadas. La Fontaine estaría contento con extraer
de ello una fábula. Nosotros hemos hecho una religión.
Fue
Hitler quien, irónicamente, la inventó. Sin él, no habría sociedades
multirraciales. Es el espantapájaros que se agita sin cesar para doblegar a los
pueblos. Dándole muerte ritualmente, histéricamente, exorcizándolo sin cesar,
se acaba por resucitar su fantasma. Esto es lo que ha hecho que Hitler haya
adquirido más importancia muerto que vivo. Es “la segunda carrera” del
canciller, de la cual Renaud Camus ha trazado sus contornos en un texto
magistral. Su carrera póstuma, de lejos la más satisfactoria, la que comenzó la
mañana siguiente después de la Segunda Guerra Mundial, ha vuelto para
atormentar las conciencias europeas. El astro negro que ha causado un largo
eclipse de la razón y del sentido común, y que nos ordena acoger al Otro ‒en
este caso a los inmigrantes‒ como un ejército de libertadores, al grito de ¡bienvenidos!
¿De
qué nos libera? De nuestra mala conciencia. Es la primera vez que un ejército
de ocupación es recibido como libertador. Los periodistas, los artistas ‒los
“artistócratas, decía Philippe Murray, que desprecian el “tercer estado” que
somos todos nosotros‒, los profesores, los trabajadores sociales, todo ese pandemoniun de traidores de comedia, de
demonios de pequeña estatura, de fariseos de la bondad, de gnomos intercambiables,
apelando al espíritu de humanidad, si es necesario, incluso ante los
tribunales. Imposible iluminar su puesto sin caer sobre uno de ellos. Se creen
pecadores y confesores. Es el conformismo en todos los niveles. Ellos razonan
igual que los bancos de sardinas que se desplazan, sin desviarse ni un ápice de
la línea del “partido”. Es el pensamiento gramófono, decía Orwell. Están en un
bucle permanente, recitan sus letanías sobre la diversidad, la ciudadanía. Un
cuello de botella de buenos sentimientos e ideas cortas. La combinación
molecular de la ignorancia y de la arrogancia. Toda pasa por allí. Un verdadero
desfile. Las tartas de crema del antirracismo, los lugares comunes victimistas,
los clichés sobre la miseria, etc.
Entonces,
¿de dónde proviene este lenguaje que se ha apoderado del alma europea, esta
suavidad en la cual se disuelve como en una emulsión? Bien, el Big Other, eso que Jean Raspail llama Big Other, tiene una larga y vieja
historia, solo que, hasta hace poco, esta historia no había tenido ninguna
incidencia. Pero después de medio siglo ha adquirido una importancia
desmesurada.
Genealogía del mal
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Remontándonos
en el tiempo, resulta difícil de ocultar el comienzo de nuestra era, marcado
por el advenimiento del cristianismo, que va a da lugar a una primera expresión
del “otro” contenido en el amor evangélico del prójimo. Pero se hará valer,
justamente, que la existencia del prójimo, nunca excluye el amor por lo próximo
ni tampoco el amor por lo mismo. Y, además, esta nueva religión ‒la
idealización de la figura del “otro”, que adopta indiscutiblemente numerosos
motivos del Nuevo Testamento‒ se despliega en un mundo tardío, crepuscular,
ampliamente postcristiano, en todo caso, descristianizado y superado por el
devenir.
Creo
más bien, que debemos asignar un comienzo a esta historia, que hay que hacerla
arrancar desde el choque que produce el descubrimiento de América. Ciertamente,
ya había, hasta ese momento, extranjeros con los rasgos del bárbaro: el romano
para el griego, el germano para el romano, el moro para el cristiano, el mongol
para el veneciano Marco Polo. Pero para descubrir al Otro, el otro total, la
alteridad radical, hay que esperar a 1492 y Cristóbal Colón: el descubrimiento,
en el fuerte sentido de la palabra, de América, el cual produjo, en retorno, un
electroschock. Es en este contexto,
el del descubrimiento del Nuevo Mundo, donde hay que situarse para comprender
cómo la figura del otro entra en colisión con la conciencia europea, o más bien
a la inversa. Para lo mejor y para lo peor.
En
Francia, es Montaigne, el gran Montaigne, quien será el primer intérprete ‒casi
se podría decir el primer teórico. Montaigne reinvierte, y tiene razones para
hacerlo, la pareja de bárbaros y civilizados, del Otro y del Mismo, en un
célebre pasaje de sus Ensayos titulado “Los caníbales” (téngase en cuenta que
España ya había tenido un poco antes a Bartolomé de las Casas, que se puso del
lado de los indios durante la controversia de Valladolid). Montaigne se inspira
en un breve episodio de la colonización francesa de Brasil, lo que entonces se
llamaba la “Francia antártica”, para demostrar cómo la Europa civilizada
inmersa en las guerras de religión no era menos bárbara que las poblaciones
antropófagas del sur, sino incluso más, porque éstas se conformaban con asar
ocasionalmente algunos cuerpos para comerlos, mientras que los franceses
montaban inmensas hogueras para quemarlos, esperando que se asaran en los
infiernos.
Montaigne
plantea los elementos del lenguaje de lo que se convertirá, mucho más tarde, en
filosofía y en antropología, la alteridad. Florecerá en el siglo XVIII, segundo
acto de nacimiento, cuando las Luces, y con ellas la buena sociedad, abordarán
el tema del buen salvaje, de la vida campestre y las robinsonadas. Sueños
oníricos que entonces se producían en los salones de la aristocracia. Es este
mundo al que Rousseau se refiere en su Émile:
“Desconfiad de esos cosmopolitas que buscan lejos en sus libros los deberes que
ellos desprecian de cumplir. Tales filósofos aman a los tártaros para dispensarse
de amar a sus vecinos”.
Los
siglos XIX y XX proseguirán este sueño de virginidad y de inocencia en las
antípodas. Pensad en Gaugin en la Polinesia, Stevenson en Samoa, en el
estupefaciente e irónicamente premonitorio Los inmemoriales, de Victor Segalen,
que narra la forma en que los tahitianos habían traicionado a sus dioses para
abrazar los nuestros (realmente, ésta es la amenaza que pende sobre nosotros
los europeos, abrazar el Dios, los usos y las costumbres, el lenguaje, de
nuestro colonizador, el Otro). Se puede añadir a esto el descubrimiento de las
artes primitivas en plena crisis del arte al principio del siglo XX.
Los efectos perversos del relativismo
cultural
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Pero
toda esta genealogía del Otro habría permanecido sin consecuencias, políticamente
hablando, si hubiésemos mantenido un elogio del exotismo, de lo bucólico y lo
lejano. En la operación, habríamos descubierto, no sólo al Otro, sino también
la existencia de una pluralidad de mundos distintos y distantes. De ahí saldría
la noción de relativismo cultural. Ya la conocemos. Todas las culturas valen lo
mismo, El relativismo cultural, la crítica del etnocentrismo, no pertenecen,
propiamente, más que al espacio occidental. No escucharéis, por ninguna parte,
a ningún nativo, ningún indígena, cualquiera que sea su cultura, afirmar que
todas las culturas valen lo mismo. Al contrario, ellos discriminan las culturas
siguiendo un orden de preferencias. Habitualmente, las sociedades tienen la
tendencia a valorizar su propia cultura y a desvalorizar las del extraño (salvo
casos raros de fascinación).
En
muchos sentidos, este relativismo cultural fundamenta la superioridad de
Occidente. Esta superioridad consiste en dudar de su propia superioridad. Es un
rasgo eminentemente socrático. En los comienzos de la filosofía griega, hay un
enfoque crítico que está en el origen mismo del método científico. Arranca a la
comunidad del ciclo de determinaciones, aun a riesgo de perderse en un
relativismo ambiental. Toda la filosofía griega está atravesada por la
tentación del escepticismo, incluso en Sócrates. Pero Sócrates, sin embargo,
nos pone en guardia contra el escepticismo de los sofistas. Sin duda, esto será
bueno. Consistirá en decir que “el sólo sabe que no sabe nada”. Debemos retener
la lección. Si lo propio de Europa es el enfoque crítico (y, por la misma
razón, autocrítico), este enfoque debe seguir siendo positivo, constructivo y
detenerse solamente en el límite de la autodenigración. “Es bueno que una
nación sea fuerte en tradición y en honor para encontrar el coraje de denunciar
sus propios errores ‒decía Albert Camus en sus Crónicas argelinas. Pero no debe
olvidar las razones que todavía tiene para autoestimarse. Es peligroso, en
cualquier caso, exigirle que se confiese culpable y que se condene a una
perpetua penitencia”.
Esta
penitencia afectará a las sociedades europeas después de 1945. Al margen del
marxismo y en las vísperas de las descolonizaciones, un nihilismo textual, bajo
los trazos de la teoría crítica, gana los espíritus. La alteridad y la
diferencia invaden poco a poco el campo filosófico. De paso, la teología
deviene expiatoria, la sociología miserabilista, la etnología dolorista.
La
universidad se pone al día, antes de difundir este nihilismo textual en la
subcultura mediática. Mención especial a la sociología, que va a rastrear las
representaciones y los estereotipos del extranjero, sin ver que ella misma está
construyendo nuevas representaciones para imponer un estereotipo positivo del
extranjero, para, en última instancia, celebrar al extranjero que hay en
nosotros. Porque todos somos inmigrantes, todos somos extranjeros. (Continuará...)