El
librecambio está en cuestión. En Europa, dos terceras partes de los encuestados se
oponen a un tratado transatlántico de libre comercio con los Estados Unidos,
igual que al tratado de librecambio con Canadá. Y una gran
potencia, la América de Donald Trump, encarna el retorno al proteccionismo. Las
élites mundiales empiezan a tener miedo. La economía, dicen, va a colapsarse,
¡es la guerra!
La opinión pública se ha mostrado, durante mucho tiempo, muy reticente al respecto, aunque ello no tenga influencia en el curso de las cosas.
Ha
llegado la hora de las objeciones. Por un lado, Donald Trump anuncia la
instauración de tasas aduaneras sobre las importaciones de acero y aluminio a
los Estados Unidos. Responde así a una demanda de su electorado popular. Por
otro, los representantes de la Unión europea han firmado con Japón el acuerdo
de librecambio “más importante jamás negociado” (según palabras de la Comisión
europea). Su puesta en marcha no debería conocer ningún obstáculo porque,
contrariamente a los tratados precedentes, éste no tiene necesidad de ser
ratificado por los Parlamentos de cada uno de los 27 Estados miembros. Donald
Tusk incluso veía en este tratado un acto de resistencia: “Nosotros hacemos
frente común contra el proteccionismo”, declaraba entonces. ¿Resistencia de las
élites librecambistas contra los pueblos vinculados a sus fronteras? Para
entender las claves, debemos comprender que el debate que opone librecambismo y
proteccionismo no es de naturaleza puramente económica. Al contrario, son dos
visiones antagónicas del mundo las que se enfrentan.
Los costes ocultos del librecambio
Empecemos,
sin embargo, por aclarar el debate económico. Para sus defensores, el argumento
a favor del librecambio es simple. Cuando un panadero vende una baguette por un
euro, puede deducirse que, desde su punto de vista, un euro tiene más valor que
una baguette, y para el cliente, la baguette más valor que el euro. Las dos
partes, por lo tanto, salen ganando con el intercambio, siempre que no
encuentren ningún obstáculo o limitación para hacerlo. La lógica liberal
extiende este razonamiento a toda persona y a todo bien. Tan pronto como hay un
intercambio, para el liberalismo, se produce un beneficio mutuo. Restringiendo
las posibilidades de intercambio, se restringe el bienestar de los individuos.
De ahí la condena del proteccionismo. Fundamentalmente, el razonamiento es de
naturaleza abstracta; no es cierto para todo el mundo, cualquiera que sea su
lugar o su identidad, ni para todo bien o mercancía. En la lógica liberal,
todos los individuos, concebidos como partes en el intercambio, son
ontológicamente los mismos, y todos los bienes son mercancías cuyo valor es revelado
por el cambio.
Sin
embargo, este argumento ha sido objeto de grandes críticas. En efecto, la
defensa liberal del librecambio olvida la existencia de “costes ocultos” (lo
que los economistas denominan “externalidades”). Cuando dos individuos intercambian
entre ellos, su decisión tiene efectos potenciales sobre terceros. Un ejemplo
típico es el de la contaminación. Al comprar algo de ropa producida en Asia, en
lugar de hacerlo en la localidad próxima, el individuo comprador contribuye a
la contaminación de los mares (porque es necesario el transporte por barco).
Sin embargo, este coste no es soportado por ese individuo, sino por la
sociedad, o más específicamente, por un cierto número de comunidades locales
cuyo medioambiente se degrada. Las dos partes en el intercambio no tienen
razones para tener en cuenta estos costes ocultos cuando deciden el
intercambio, porque no lo van a soportar directamente. Además, cuanta más
distancia suponga el intercambio, más difícil, si no imposible, será la
cuantificación de estos costes.
Estos
costes ocultos son de naturaleza muy diversa: costes medioambientales, costes
sociales (pérdida de vínculos sociales cuando desaparece el comercio de
proximidad), costes estratégicos (cuando un país pierde sus industrias de armamento),
etc. Una vez que se reconoce la existencia de estos costes ocultos, el
proteccionismo ya no es una aberración, sino una necesidad. Frente a la
abstracción de la lógica liberal, el proteccionismo es lo que permite
reintroducir lo concreto, lo particular, lo comunitario, lo político, en el
intercambio. Es el reconocimiento de que los intercambios económicos están
necesariamente "incrustados" en una estructura social que los engloba
(Karl Polanyi). Todo lo que disloca esta estructura social es precisamente lo
que da lugar a costes ocultos. Por lo tanto, el proteccionismo es también la
aceptación de que las cosas tienen un valor en sí mismas (dentro de una
comunidad), y no sólo un valor subjetivo para el individuo. En otras palabras,
las cosas no son sólo mercancías.
El librecambio frente a los hechos
Desde
la perspectiva liberal, los costes ocultos del librecambio son siempre
considerados como insignificantes en relación a sus beneficios. Esto quizás
fuera cierto en la época en que el comercio se efectuaba mayoritariamente a
escala local; pero ya no es el caso en la época en que la mayoría de los
sectores económicos están mundializados. Las aberraciones son innumerables:
cebollas importadas de Australia, pescado de Escandinavia, carne del Magreb,
etc., son reexportados después sobre el mercado europeo. Las consecuencias son
conocidas: contaminación de los mares y de la atmósfera, desaparición acelerada
de especies animales y vegetales, pero también disolución de los vínculos
comunitarios, soledad, etc. En este sentido, los beneficios tradicionalmente
atribuidos al librecambio por los economistas están demasiado sobrevalorados.
No se tiene en cuenta más que lo que se cuantifica (las ganancias para las dos
partes) y se olvida lo que no se cuantifica (los costes para terceros).
Otra
forma de rechazar las abstracciones de la teoría librecambista es la de
recurrir a la historia concreta. Uno de los principales y grandes historiadores
de la economía en el siglo XX, Paul Bairoch, demostró que, históricamente, “el
proteccionismo es la regla, el librecambio la excepción” (Mitos y paradojas de
la historia económica, 1994). Sobre los continentes europeo y americano, las
barreras aduaneras casi siempre han existido de forma muy significativa. A la
inversa, los países menos protegidos comercialmente han sido los países del
Tercer mundo, que como sabemos continúan siendo los más pobres. Bairoch,
además, rompió algunos de los mitos más arraigados sobre el proteccionismo.
Así, la crisis de 1929 no fue causada por un resurgimiento del proteccionismo.
En efecto, las medidas proteccionistas adoptadas por los Estados Unidos son
posteriores al desencadenamiento de la crisis: el proteccionismo fue, pues, una
consecuencia, no la causa de la Gran Depresión. De manera quizás incluso más
interesante, en un período más amplio, Bairoch demostró la existencia de una
correlación positiva entre proteccionismo y desarrollo económico. Aunque no hay
aquí necesariamente una relación de causalidad, este hecho (confirmado después
por numerosos economistas) es lo suficientemente importante como para
desestabilizar profundamente la doxa
del libre comercio.
El proteccionismo, ¡es la guerra!
Frente
al auge de las reivindicaciones proteccionistas siempre hay un argumento
contundente: las barreras aduaneras serían, dicen, el preludio de la guerra.
¿No nos amenazan ya, hoy en día, contra la “guerra aduanera” anunciada por
Trump? Aunque la idea del “dulce comercio” como factor de paz es bastante
antigua (Montesquieu, Condorcet), ya hace mucho tiempo que ha sido refutada. La
“primera mundialización” de los años 1870-1914, caracterizada por una gran
apertura comercial, desembocó en la Primera guerra mundial. Más recientemente,
la creciente apertura comercial iniciada en los años 1990 no ha sido acompañada
de una disminución de los conflictos armados. Como mínimo, no existe una
correlación sistemática entre el los intercambios comerciales y los
enfrentamientos militares.
¿Por
qué el intercambio económico no es un factor de paz? Allí se derrumba otro
dogma del liberalismo: la idea según la cual el intercambio es “libre” y “no
obligatorio”. Esta idea deriva, frecuentemente, de una ilusión, ligada a una
incapacidad para pensar las relaciones de poder. Al respecto, un hecho es
históricamente interesante: bajo las apariencias de paz, el librecambio sólo
aparece, a menudo, para sellar la dominación (casi siempre militar) de un
imperio. Se puede, así, trazar la historia de los dos últimos siglos. En primer
lugar, como lo demuestra Bairoch, la única potencia expresamente librecambista
en el siglo XIX fue Gran Bretaña, en el momento en que su dominio marítimo era
casi planetario. Durante este período, los Estados Unidos nunca estuvieron a
favor del librecambio. Sólo se convirtieron al libre comercio a partir de 1945,
fecha en la que se instala su dominio militar sobre una buena parte del globo.
Hoy, las críticas más violentas de la política aduanera de Trump proceden de un
imperio en auge, China. Más simplemente todavía, resulta sencillo reconocer que
todos los tratados de librecambio son negociados entre gobiernos que buscan
obtener concesiones mutuas. No es, pues, sorprendente que las grandes potencias
políticas puedan convertirse en grandes potencias comerciales. Otra señal: la
mayor parte de los contratos comerciales raramente son firmados en mercados
libres, sino durante las visitas oficiales de los jefes de Estado.
Una
vez que aceptemos la idea de que el librecambio oculta una forma de
imperialismo, podremos revertir el mantra liberal y, con un punto de provocación,
afirmar que “el librecambio es la guerra”. Esta guerra no es frontal, sino
larvada, porque precisamente opone a adversarios en distinto plano, uno de los
cuales no puede permitirse una confrontación directa. La guerra es cultural,
porque a los pueblos se les imponen bienes y servicios que no habían solicitado.
Vemos ahí un claro límite del pensamiento liberal. La lógica del intercambio
libre y no obligatorio prohíbe pensar en la dimensión política de la actividad
humana. Pero ésta no desaparece. Reaparece claramente, no ya arraigada en la
vida local de una comunidad que se protege, sino como una dinámica imperial. En
este sentido, el librecambio quizás pueda ser una nueva fuente de conflictos
directos: cuando un pueblo se ve desposeído de su identidad, crece el
resentimiento frente a los demás pueblos.
El librecambio como visión del mundo
Si
el proteccionismo está en el centro de todos los programas
"populistas" coherentes, es porque el librecambio al que se opone es,
ante todo, una visión del mundo. En este sentido, la distinción entre
liberalismo político y liberalismo económico, es simplemente ilusoria. Incluso
si el librecambio fuera el régimen más eficaz económicamente (lo que es muy
dudoso), no sería, automáticamente, aceptable políticamente. Como ya hemos
señalado, el librecambio es, fundamentalmente, la visión del mundo según la
cual todo está mercantilizado, es decir, todo es una mercancía y, por tanto,
todo es intercambiable, un espacio donde no existe más valor que en el
intercambio. Lo que tradicionalmente estaba o está en el fundamento de una
comunidad política y es valorada como tal por las culturas y las identidades
particulares debe ser barrido para que sólo subsista el mercado. Según la
famosa fórmula del editorialista norteamericano Thomas Friedman, el mundo del
librecambio es “plano” (the world es flat):
no hay dimensiones, ni diferencias, ni singularidades. Todo vale porque todo es
intercambiable.
Esta
tendencia del librecambio a aplastar lo que permanece diferenciado es muy clara
en todos los tratados internacionales recientemente suscritos. En efecto,
contrariamente a lo que se cree con frecuencia, su único objetivo es el de
reducir los derechos aduaneros; estos últimos ya han desaparecido ampliamente.
Un componente menos conocido de estos tratados concierne a lo que púdicamente
se llaman las “barreras no tarifarias”, es decir, toda disposición no fiscal
que pueda obstaculizar los intercambios. Esto incluye, por ejemplo, las cuotas
pero, de una manera mucho más peligrosa, las normas o las denominaciones
locales de origen. En cuanto a las normas, abundantemente debatidas en el
proyecto de tratado transatlántico, un exportador americano podría estimar que
las normas medioambientales europeas le penalizan injustamente. El librecambio
consistiría, entonces, en abandonar estas normas medioambientales o sanitarias.
Así se explican, por ejemplo, los temores sobre la llegada al mercado europeo
de productos OGM (organismos modificados genéticamente), carne vacuna con
hormonas, pollos tratados con cloro, etc. En fin, respecto a las denominaciones
locales (denominaciones de origen controladas o protegidas), en muchos casos
deberían suprimirse. A título de ejemplo, las famosos “nueces de Grenoble” son
hoy producidas en los Estados Unidos y en China.
El retorno del proteccionismo
Cualesquiera
que sean las decisiones adoptadas por Donald Trump en materia comercial, al
menos tienen el mérito de relanzar un urgente debate. En Hungría, donde Viktor
Orbán ha puesto en marcha, desde 2010, medidas tendentes a favorecer a las
empresas nacionales en detrimento de las extranjeras, más fuertemente gravadas,
ningún colapso se ha producido. Más bien al contrario, el desempleo ha
alcanzado las cotas más bajas históricamente: el 3,7% frente al 11% antes de
alcanzar el poder; el déficit público ha sido reabsorbido y la deuda del país
con el FMI ha sido íntegramente reembolsada. La defensa de la economía nacional
es vista como parte integrante de una política identitaria.
Por
lo tanto, ha llegado el momento de hablar seriamente del proteccionismo. A la
espera de un cambio de nuestras políticas comerciales, es necesario comprender
que el proteccionismo no puede ser reducido a un mero asunto de derechos
aduaneros. También puede encarnarse más localmente, más concretamente: para los
productores de un territorio, creando una denominación de origen; para una
colectividad, favoreciendo los proyectos locales en sus ofertas, etc. En este
sentido, frente al librecambio, que es mundial por naturaleza, el
proteccionismo puede experimentarse localmente. Es, más allá de la economía, la
protección de una identidad particular. ■ Fuente: Éléments pour la civilisation européenne