La crítica a
la modernidad, en tanto que expresión de la excepción occidental de
civilización, en tanto que expresión del liberalismo (político y económico) y
en tanto que manifestación del progreso, surge por todas partes.
Los Verdes
cuestionan el productivismo desde mitad de los años 70.
Los
partidarios de la "posmodernidad" quieren terminar con los “grandes
relatos” de legitimación historicista.
Los
comunitaristas anglosajones afirman que el modelo liberal empuja a los
individuos a alejarse unos de otros.
Podríamos
multiplicar los ejemplos. Sin embargo, sólo nos interesaremos por las críticas
que emanan de las facciones más radicales (tanto de izquierda como de derecha)
del espectro político, las cuales asocian el rechazo de la modernidad con el
rechazo de América. Son los antimundialistas de ambos lados.
Antiprogresismo
y antioccidentalismo
El rechazo de
la ideología del progreso es concomitante con un rechazo de la modernidad
liberal. El advenimiento de la modernidad no es, como querían los filósofos de
la Ilustración, un ascenso lineal, feliz y fácil en todos los planos. En
efecto, el desgarramiento de la vida tradicional produce, en un primer tiempo,
casi tanto desorientación y sufrimiento como esperanza y enriquecimiento. Este
proceso provoca fuertes rechazos, y la crítica de la modernidad, tanto
política, económica, como filosófica, es uno de ellos. Históricamente, la
modernización es el proceso de cambio de las sociedades tradicionales de Europa
occidental (después, norteamericanas) iniciado a finales del Renacimiento y
enseguida extendido a las otras esferas civilizacionales. Sin embargo, debemos
precisar que la noción de progreso, frecuentemente asociada al concepto de
modernidad política, es anterior.
La crítica de
esta modernidad occidental se acopla, en los discursos que nos interesan, a las
críticas de otros conceptos nacidos también en la Ilustración o muy próximos a
ella: el progreso, el liberalismo, el materialismo y, sobre todo, el
individualismo. Para algunos autores antimundialistas, el liberalismo es visto
como una enfermedad degenerativa del mundo moderno. En efecto, estas personas,
tanto de izquierda como de derecha, quieren desarrollar una crítica todavía más
radical de la modernidad e invertir la clásica proposición: el pasado no es
inferior al presente y al futuro, sino, al contrario, superior a ellos. Desde
entonces, la modernidad se convierte, en estos argumentarios, en una especie de
monstruo proteiforme de donde provienen todos los males, es decir, los
“antivalores”, de los que los Estados Unidos serían su principal propagador. En
efecto, los discursos americanófobos hacen elogio de un cierto conservadurismo,
incluso del arraigo, trascendiendo todas las divisiones políticas.
Desde la
extrema derecha a la extrema izquierda, existe una contestación radical de la
modernidad. Esta es concebida como el reino del individualismo, como el triunfo
de la totalidad económica, como la hegemonía de la financiarización neoliberal,
incluso como la uniformización, la masificación de las prácticas sociales y de
los hábitos de consumo. Así, Peter Sloterdijk ha podido escribir que “el último
hombre es el consumidor místico, el usuario integral del mundo”, mientras que
el filósofo belga, católico y maurrasiano, Marcel de Corte habla, en cuanto a
la sociedad liberal, de “disociedad”. Existe así una convergencia intelectual,
en nombre de un combate contra los “antivalores” occidentales (concretamente,
un combate antiamericano), entre una cierta derecha radical no-conformista,
comunitarista, antitotalitaria y orgánica, y una izquierda, también radical,
no-marxista, o postmarxista, alternativa, libertaria y comunitarista. Las dos
convergen en el mismo rechazo de la ideología democrática-capitalista, en la
cual el progreso promete bienes y bienestar terrestres. Rechazan el optimista
dinamismo que la caracteriza y condenan las valores que esa ideología comporta
en su seno: la emancipación individual, la secularización general de los
valores, la diferenciación de lo verdadero, lo auténtico, lo bello, lo
bueno…
Numerosos
sociólogos han caracterizado el surgimiento de la modernidad como un proceso de
larga duración que va en el sentido de un creciente individualismo, como un
Weber fustigando, siguiendo a Nietzsche, a los “últimos hombres” del
capitalismo burgués y protestante, con “un caparazón duro como el acero” y sus
veleidades de uniformización y nivelación de la cultura. Por este hecho, el
mundo moderno es percibido, en estos discursos, como el reino de los
“antivalores occidentales”, como el reino del egoísmo y del relativismo.
Izquierda
y derecha
Una parte de
los círculos antimundialistas se clasifican en lo que Stéphane Rials llama la
"derecha esencial", pudiendo identificarse esta última con la derecha
legitimista de René Rémond. Defendiendo un aspecto espiritual y los valores
contrarrevolucionarios, esta derecha desarrolla una radicalidad antimoderna y
antihumanista, condenando los “antivalores” modernos. La otra parte deriva de
la izquierda radical europea, incluso occidental. También desarrolla una
radicalidad antimoderna, una condena de la pérdida de los “valores”, una forma
de espiritualismo, así como un elogio de las comunidades arraigadas. Esta “izquierda
reaccionaria”, si bien no cuelga por sus raíces de un pasado
contrarrevolucionarios, no por ellos conceptualiza menos una visión antimoderna
del mundo, que se reúne, paradójicamente, con los discursos
contrarrevolucionarios.
Si los
círculos de extrema derecha y los de extrema derecha se alejan y se oponen, no
dejan de existir entre ellos lugares de convergencia en sus respectivos
márgenes, a veces contagiosos y creadores de porosidades doctrinales. La
“americanofobia” es uno de ellos. Esta última es la expresión de una nostalgia
de una sociedad cerrada sobre ella misma: los discursos americanófobos hacen
elogio de un cierto conservadurismo, incluso del arraigo, trascendiendo las
divisiones políticas. Sin embargo, debemos retener que en estos medios, tanto
de extrema izquierda como de extrema derecha, si bien pueden comunicarse,
continúan siendo conjuntos distintos con sus diferencias, incluso con
importantes divergencias tanto textuales como genéricas. Las convergencias de
personas de los dos lados, de hecho, son efímeras y fundadas sobre puntos
concretos, como el antisionismo o el anticapitalismo neoliberal.
Los
americanófobos, por tanto, son hostiles al materialismo, al capitalismo, a la
uniformización del mundo y a la mundialización, todo ello encarnado en el
modelo norteamericano. El objetivo sería universalizar la primacía absoluta de
la sociedad mercantil y del igualitarismo individualista. Algunos, en los
medios izquierdistas de la posguerra, aunque también será postulado por una
franja de la derecha radical, llegarán a afirmar que la difusión del “american
way of life” es una conquista cultural deliberada: imponiendo su cultura,
los Estados Unidos imponen implícitamente su visión del mundo. El capitalismo
mundializado pondría en peligro, según ellos, el terreno cultural sobre el cual
las civilizaciones y las democracias se desarrollan: los valores de
transmisión, de solidaridad, de vínculo social, etc. Los Estados Unidos son así
presentados, a la vez, como una potencia imperialista, un vector de aculturación
de las poblaciones, un antimodelo societal, una “anticivilización” que impone
su cultural. Prestan también al liberalismo como una ideología que se basa
exclusivamente en la libertad, sea esta económica o política, una libertad que
pone en peligro los modelos holistas y orgánicos de las sociedades
tradicionales. La modernidad es situada aquí bajo el signo del proceso
alimenticio de la digestión, por retomar la expresión de Nietzsche: un mundo
vacío de sentido, básicamente materialista y cuyo símbolo lo representan los
Estados Unidos.
Por el
contrario, los círculos antiliberales y antimundialistas promueven una especie
de “conservadurismo de los valores” que se manifiesta en el regionalismo, en el
arraigo, el elogio de las diferencias, contra la “macdonalización” del mundo,
la “cocacolonización”. Esta visión del mundo se manifiesta, sobre todo, en le
extrema izquierda de los decrecentistas, los antimundialistas y los localistas,
y en la extrema derecha en el seno de la Nueva Derecha y en el movimiento
identitario. Ambos se refieren doctrinalmente a un conjunto de ideas sostenidas
por los movimientos antiproductivistas, anticonsumistas y ecologistas
radicales. En ellos, el siglo XX, marcado por el modelo occidental de
desarrollo, deviene en el siglo del derroche. Los círculos de la derecha
radical y del altermundialismo desarrollan, así, tesis muy próximas, incluso
similares, en lo que concierne a la crítica de los Estados Unidos. Estos medios
han sido influidos en los años 80 por los teóricos del pensamiento
comunitarista anglosajón, viendo en ellos una de las formas posibles de
superación de una modernidad acabada, el modelo comunitario situado en una
perspectiva holista.
Elogio de
las comunidades
Además, las
tesis comunitaristas permitirían formular las respuestas a la disolución del
vínculo social, característica de nuestra época individualista. Según sus
defensores, ofrecen también a las personas que lo deseen no separarse de sus
raíces, mantener vivas sus estructuras de vida colectiva, y no tener que pagar
su respeto por una ley común mediante el abandono de la cultura que les es
propia. De hecho, la doctrina comunitarista tiene una filiación ideológica con
los anti-Ilustración o antiiluminstas. Puede servir así para conceptualizar un
antiindividualismo antimoderno. Es el caso de Alain de Benoist, que define el
individualismo, al que llama también atomismo, de la forma siguiente: “sujeto
desvinculado, independiente en relación a sus semejantes, porque se siente
obligado a encontrar en sí mismo sus esenciales razones de ser”, para
desesperación y rechazo del autor.
Por tanto,
existe una convergencia intelectual entre una derecha radical no-conformista,
comunitarista, antitotalitaria y orgánica, y una izquierda no-marxista, o
postmarxista, alternativa, libertaria y comunitarista, también radical. Esta
aproximación real fue particularmente sorprendente entre el círculo de Alain de
Benoist y el equipo de la revista Telos, Heredera de Jürgen
Habermas y la Escuela de Frankfurt, sobre todo con su director, Paul Piccone.
También puede señalarse la confluencia de la Nueva Derecha con el Movimiento
antiutilitarista (MAUSS) liderado por Alain Caillé, encontrando grandes
similitudes en sus temáticas: antiuniversalismo, antieconomicismo,
tercermundismo, ecologismo radical, decrecentismo, localismo. No obstante, este
encuentro acabará en una polémica entre Alain de Benoist y Alain Caillé, a
pesar de que la Nueva Derecha integrará en su doctrina estas temáticas y sus
referencias intelectuales.
Una lucha
antiimperialista
Última gran
convergencia intelectual entre los círculos izquierdistas y derechistas: el
combate antiimperialista, tomando “imperialismo” en su dimensión
norteamericana, que se presenta como el “país del bien” y de la “guerra justa”.
Estos círculos condenan también la tendencia de los Estados Unidos a
presentarse como una “nación elegida” que, a través de su “destino manifiesto”
busca guiar al mundo por el camino del bien. Estos puntos de aproximación
ideológica, a veces concretizados por la aproximación de los intelectuales,
fueron facilitados por la última guerra contra Irak y el control norteamericano
del petróleo de la zona. En efecto, los antimundialistas vieron en esa guerra,
no una voluntad de liberar al país de su dictador, sino una voluntad deliberada
del imperialismo político y económico de los Estados Unidos. Este combate se
confunde también con la lucha contra el neocolonialismo occidental, un tema
recurrente de la extrema izquierda desde hace más de sesenta años, y un nuevo
caballo de batalla para la derecha radical antiamericana desde los años 70.
Esta visión de la política americana fue favorecida por la agresiva política
extranjera de la administración estadounidense. Esta idea se verá reforzada por
el hecho de que los neoconservadores norteamericanos (Robert Kaplan, Charles
Krauthammer, Max Boot, etc.) escribieran y reiteraran que los Estados Unidos
disfrutaban de un poder sin paralelismos, debiendo usar y abusar sin complejos
de su fuerza para reorganizar el mundo a su manera y antojo, solos o con
aliados de circunstancias.
Este rechazo
de la hegemonía norteamericana se manifiesta también en un rechazo de los
derechos humanos. En efecto, estos círculos han elaborado una crítica original
de los derechos humanos, paralela a su rechazo de América. Esta impugnación del
valor de los derechos humanos los percibe como un instrumento de dominación del
Occidente blanco, pero sobre todo de los Estados Unidos, sobre los diferentes
pueblos… Esta crítica es antigua: Carl Schmitt, una de las grandes referencias
de los estos círculos, tanto de derecha como de izquierda, pudo escribir que
“los derechos fundamentales, en sentido estricto, no son más que derechos
liberales del hombre como personal individual”.
De hecho, los
derechos humanos están vinculados, a la vez, a un reconocimiento del individuo
en tanto que entidad autónoma y al universalismo uniformizador, que se impone
de forma hegemónica, independientemente de la cultura, la historia y el
contexto en el cual se impone. Es el lado abstracto del universalismo el que es
violentamente criticado. Los derechos humanos van también en contra de un mundo
multipolar, de un mundo que defiende el relativismo cultural tan querido por
Claude Lévi-Strauss o Robert Jaulin. En efecto, los antimundialistas, defendiendo
la diversidad de las culturas, la diferencia, contra la uniformización
occidental, el universalismo, se unen a los dos antropólogos. Según ellos, la
ideología de los derechos humanos, universalista, no sería más que un factor de
aculturación y de dominación, erigiéndose Occidente en juez moral del género
humanos. En los años 70, los derechos humanos serán utilizados como arma contra
el bloque soviético. Después de la caída del Muro de Berlín en 1989, los
derechos humanos serán utilizados contra los Estados que se oponen a la
voluntad mesiánica y hegemónica de los Estados Unidos. Los antimundialistas,
profundizando en este análisis, concluyen que la utilización de los derechos
humanos por Occidente no es más que un medio de afirmar su superioridad sobre
el resto del mundo y, por tanto, sobre las sociedades no occidentales. La
civilización occidental, la civilización madre de la cultura americana, se
habría convertido así en el mal absoluto.
Se observa,
así, una convergencia intelectual entre una derecha radical no-conformista y
una izquierda no-marxista, o postmarxista, alternativa y también radical. Los
antimodernos de derecha y algunos miembros de la contracultura derivada de Mayo
del 68, han desarrollado una crítica similar de la modernidad occidental. Esta
similitud está ligada a un efecto de generación. También ha sido facilitada por
un juego de referencias intelectuales comunes. Pero, sobre todo, los discursos
antimundialistas revelan una visión pesimista y nostálgica del mundo en la que
la “americanofobia” juega un importante rol estructurante. ■ Fuente: Temps Présents