Los retos y los peligros
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El
mayor peligro al que se enfrenta Vox es convertirse en el partido de Madrid. La
evidencia de que es imprescindible acabar con las autonomías no tiene que dar
la imagen de un retorno a un centralismo que nadie quiere. La necesaria
racionalización del desbarajuste autonómico no debe impedir el autogobierno en
pequeña escala, siempre bajo controles mucho más severos y efectivos que los
del absurdo Estado de las autonomías que hemos sufrido en el último medio
siglo. La recentralización del país no implica que todo el aparato
administrativo resida en la capital, sino que debería suponer una mayor
asunción de responsabilidades por provincias, municipios y comarcas, a las que
se les debería dar un fuero en el que, sobre todo, se insistiera en la
responsabilidad económica y en el control minucioso por parte de la
administración central. El Estado autonómico ha significado la sustitución de
un centralismo por diecisiete. Descentralizar de esta manera, con provincias y
comarcas, sí que supondría un autogobierno mucho más profundo y popular que el
de las nefastas oligarquías autonómicas y, además, con un nivel de amenaza para
la nación insignificante comparado con las taifas regionales que tan
irresponsablemente se han creado por el régimen vigente.
La
necesidad de intervenir en Cataluña durante largos varios años supone ya intuir
que Vox debe tener un plan para devolver a los catalanes a España, al
sentimiento nacional, que difícilmente será compatible con un centralismo al
estilo del siglo XIX. Las regiones como Cataluña, Vasconia y Navarra deben
disponer de órganos forales propios que, sujetos a un control verdaderamente
efectivo del Estado, les permitan mantener sus peculiaridades y sus regímenes
especiales en el caso de los antiguos territorios forales. El foralismo siempre
ha sido una encomiable tendencia entre los pueblos del norte y resulta un firme
valladar frente a los separatismos. Si Vox se empeña en un centralismo
madrileño estará perdido.
El
otro peligro que acecha a Vox es convertirse en una derecha neoliberal y atlantista,
en una reedición del aznarismo. Para eso ya está el Partido popular y su marca
blanca Ciudadanos. El sector más dañado por el régimen del 78 son las clases
medias modestas, los autónomos y los pequeños comerciantes, agricultores y
funcionarios. Y no olvidemos a la clase obrera española nativa, a los parados y
a todas las personas a las que la oligarquía en el poder ha arruinado sistemáticamente
en los últimos veinte años. Ese público no es liberal ni quiere que Madrid sea
una imitación de Londres. Ese público quiere que al pan, se le llame pan y al
vino, vino. Ese público quiere que se ponga coto a las grandes empresas y a los
bancos, a la Unión europea y a las finanzas internacionales. Ese público no
quiere que se sigan arrancando olivos, que se pague por no trabajar y que se
subvencionen peonadas inexistentes, mientras se machaca a impuestos al autónomo
y al empleado por cuenta ajena, gravando a los que de verdad crean y producen.
Ese público quiere un capitalismo bajo control y una oligarquía domesticada,
que obedezca a las leyes y se someta al Estado, como hacen ellos. Ese público
defiende la educación y la sanidad estatales y rechaza los embelecos de las
privatizaciones. Alejarse de las prédicas neoliberales anglosajonas es otra de
las necesidades de Vox. Si se ponen a jugar a la “derechona”, al atlantismo y
al neoliberalismo, esa gente no se acercará a Vox y seguirá a las otras formaciones
políticas.
Y
hace falta un gran designio cultural. No sólo un programa para salir del mal
paso en el que nos han dejado las oligarquías del 78, sino una transformación
radical de la forma de entender España que vaya incluso más allá de la simple
política. Hay que regenerar la imagen del patriotismo español, que no puede
seguir ligado a la banderita, a las sevillanas de los señoritos repeinados y a
la cabra de la Legión. Hay que presentar un proyecto alternativo al del
omnipresente marxismo cultural; ganar las cátedras, los teatros y las salas de
conciertos; atraer a filósofos, escritores, pintores y hasta a cantantes de
rock. Porque, sin un cambio en las mentalidades que vaya más allá del simple
rechazo a lo existente, Vox será un estimable partido político, pero carecerá
de porvenir.
La
presencia institucional es necesaria para hacer valer los valores morales y
culturales de nuestra vieja nación, pero también para renovar sus ideas. Hay
que refundar España sobre las ruinas de lo que este régimen ha arrasado. Para
eso hace falta algo más que política, aunque sin poder municipal, autonómico o
nacional no se podrá edificar nunca una alternativa sólida a lo existente. Vox
es el inicio de algo que debe ir más allá de la gestión de la cosa pública y de
la dignificación del Estado; forma parte de un movimiento que surge en toda
Europa bajo formas diversas y que damos en llamar identitarismo, que es la
alternativa radical a la ideología liberal-libertaria y postmarxista que
imponen los grandes poderes transnacionales. Se trata de un combate sin
concesiones en el que las enemistades son irreductibles entre dos conceptos del
mundo –no sólo de la política– mutuamente excluyentes. Eso supone para Vox una
radicalidad en los principios que se agudizará a medida que los retos sean más
graves, cosa que resulta inevitable dada la tendencia general de nuestra época.
Ese será el futuro inmediato de Europa y, en cierta medida, del mundo. De la
unión de todas esas tendencias diversas, pero convergentes, es de donde podrá
surgir una Europa europea. No es sólo España lo que se defiende con Vox, es la
existencia de una civilización amenazada de muerte por unas élites apátridas e
irresponsables.
La necesaria radicalidad
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Vienen
tiempos recios. Los próximos meses
verán un resurgir del frente separatista al que se unirá la campaña de la
izquierda en el poder para acabar con el Estado unitario. Además, estos
esfuerzos se conjuntan con la incansable ofensiva cultural de la corrección
política y del mundialismo que la sostiene. Los términos del debate político
empiezan a ser de España contra Anti-España. Vox se halla en una situación excepcional:
es la única fuerza política que defiende la patria sin compromisos vergonzantes
con sus enemigos. Esto le da una trascendencia que va más allá de sus
resultados electorales. Vox obliga a los partidos mayoritarios de la derecha a
no traicionar al país si no quieren perder votos. Por otro lado, la existencia
evidente de los enemigos de la nación española permite definir con claridad qué
es lo que se quiere destruir y a quién hay que combatir. La ofensiva de los
separatistas de estos dos últimos años se caracteriza porque ellos han
declarado a España como su enemigo y han tomado determinaciones políticas
abiertamente hostiles contra la comunidad nacional. No ha hecho falta designar
un enemigo, ha sido España la que ha sido declarada enemigo por los separatistas y eso, paradójicamente, ha fortalecido
y consolidado el sentimiento nacional, que es un espíritu de reacción que pronto pasará a devenir en afirmación y combate.
Vox
no debe ceder ni contemporizar. En una situación de enemistad esencial, Vox no
puede moderarse, lo que le haría indistinguible de la derecha liberal y le
restaría el apoyo de las masas, ni diluir su mensaje en el agua turbia de la
corrección política, que es el discurso del enemigo. Tanto la imaginaria
República catalana, como la más que posible III República española, están
concebidas como un campo de pruebas del globalismo en sus aspectos más
radicales, de ahí que nos sorprenda ver a destacados miembros de la “nueva derecha
europea” apoyar semejantes iniciativas como si fueran aventajados discípulos de
Foucault.
Vox
es un partido predominantemente masculino, que obtiene sus apoyos de los
sectores damnificados por la globalización y que encarnan todo aquello que,
desde la izquierda extrema hasta la derecha liberal-conservadora, se rechaza
por incorrecto. Su estrato social es
interclasista, un conjunto de un millón de electores potenciales que abogan por
impugnar la dictadura de la ideología de género, discutir la imposición de una
falsa memoria histórica, denunciar el
gran reemplazo migratorio, luchar contra la islamización del país, defender a
las clases medias frente a la oligarquía financiera y política o luchar contra
el papel corrosivo del feminismo en la destrucción demográfica de España y en
la disolución de su estructura social básica: la familia. Todo ello supone una
evidente incorrección política por su
naturaleza misma. Si, además, se
defienden las causas populares que el discurso ideológico dominante persigue
estúpidamente, como la caza, las fiestas tradicionales o la proscripción del
noble arte del toreo, no queda la menor duda de que Vox es la antítesis de los
valores de las fuerzas dominantes en España.