“Los
filósofos del género viven en el cielo y no en la tierra. La condición humana,
la condición pobre, encarnada, dividida, falible, no les sienta muy bien” (1).
Tanto la ambición del presente libro como el registro libre y atrevido que lo
caracteriza están retratados en estas palabras. Se trata de un argumento contra
la indiferenciación angélica, a favor de la alteridad y la asimetría. Como
muchos otros, Bérénice Levet se encontró con su adversario no tanto en la
academia, sino en la calle, en los medios educativos, culturales, mediáticos o
políticos por los que este expande su proyecto de transformación. Pero, ¿qué
es, exactamente, lo que ha encontrado ahí y contra lo cual dirige este ensayo?
No se trata de un rechazo a la diferenciación contemporánea entre sexo y
género. Existe un tipo de discurso que se vuelca contra dicha distinción, que
toma por concesión inaceptable el vocablo mismo del género. De eso no hay en
Levet trazo alguno. Ella se enfrenta a una variante específica de la teoría de
género, pero en expansión, y con pretensiones totalizantes, en que ser hombre o
mujer se vuelve algo indiferente o intercambiable. Este es el Género (las
mayúsculas son de Levet, que distingue así su diatriba de la legítima reflexión
sobre el género).
También el
resto solemos toparnos con “los emisarios del Género” en esos espacios y
medios, más que en cursos teóricos sobre sus orígenes o su sustento. Dicho
encuentro puede tener múltiples consecuencias, desde su adopción acrítica hasta
un rechazo igualmente visceral. Quien, en cambio, busca un juicio que, aunque
severo, pueda ser razonado, tiene obstáculos no menores por delante. La
literatura favorable suele tener la extraña ambición de querer cambiar el mundo
con una prosa apenas inteligible; las reacciones adversas, en cambio, tienen
sus propios problemas: desde su simple incomprensión de los registros de la
discusión, hasta su tono puramente reactivo. Entre estas reacciones Levet deja
caer este ensayo, cuyo registro es eminentemente polémico: Levet nos habla de
un “desconocimiento y un desprecio fundamental por la condición humana” en el
mismísimo “corazón del Género”. Pero este tono no nos debe ocultar el hecho de
que su argumento es tan filosófico como polémico. Entiende el conflicto entre
partidarios y enemigos del Género no como el de oposición entre los defensores
de la libertad del individuo a un lado y los del orden natural y divino al
otro, sino como un conflicto entre concepciones del hombre y de su mundo. El
eje principal en el cual aborda dicho conflicto, como no es de extrañar, es el
clásico marco de la relación entre naturaleza y cultura.
Parece saltar
a la vista que nuestra condición de mujeres y hombres, tal como otras
dimensiones de la vida, tiene algunos aspectos naturales y otros culturales. La
discusión contemporánea sobre el género se levanta, desde luego, contra la
aparente ignorancia de sus predecesores respecto de esta dualidad. Descuidando
esta dualidad, se habría puesto todo el énfasis en el lado de la naturaleza;
las diferencias culturales se habrían, pues, naturalizado. Así, los papeles
socialmente asignados se tratarían cual si fuesen algo inmutable como la
eternidad. No está en absoluto de más notar que Levet concuerda con esta
crítica: la “captura de la identidad sexual por la naturaleza”, la “creencia en
una continuidad perfecta entre el sexo biológico y el comportamiento sexual” es
algo que considera tan errado como la tentación simétrica. En el mismo sentido,
y de la mano de Margaret Mead, este ensayo reconoce la historicidad de lo
masculino y lo femenino, el hecho de que aprendemos a ser hombres y mujeres.
Pero el
ensayo se dirige desde luego al otro polo: Levet dispara contra la desaparición
del concepto de naturaleza de la ecuación, un alegato contra el intento por
concebir a la persona como un ser originalmente indiferenciado que solo es
hombre o mujer en el sentido de desempeñar ciertos papeles. No se trata,
entonces, de negar la historicidad o el carácter cultural del género, ni de reducir
lo masculino y lo femenino a la diferencia anatómica o fisiológica. La
divisoria de aguas guarda relación, más bien, con las conclusiones que se sacan
de esta historicidad. No hay, pues, disputa alguna con un feminismo de la
diferencia, pero sí un enfrentamiento con la idea de que la identidad sexual
tenga un carácter puramente performativo: “en el hombre, naturaleza y cultura,
lo dado y la libertad, se entrelazan. Hay que mantenerlos juntos: se nace mujer
y se deviene mujer”. Si hay un orden natural (un modo de hablar que Levet de
hecho rehúye), sería algo de lo que la humanidad se tiene que apropiar. Dado
este contexto polémico, puede resultar iluminador precisar las maneras en que
Levet interactúa con distintas etapas de la historia del Género.
Levet ante el feminismo
y el género
“El feminismo
no puede ser exonerado de toda responsabilidad de la acusación y erosión del
modelo occidental”. Tanto para Levet como para la mayoría de la gente, los
cambios políticos y culturales relacionados con el Género se encuentran bajo el
alero del feminismo. Sin embargo, alguien podría preguntarse legítimamente qué
relación puede tener la dilución de los sexos con la defensa de los derechos de
las mujeres. Familiarizar al lector con la historia del movimiento feminista, y
con algunas de sus reflexiones teóricas más significativas, nos ayudará a
comprender tanto las tesis que Levet rechaza como su propia propuesta.
No resulta
sencillo encontrar una definición pacífica de la palabra “feminismo”, ni hay
claridad absoluta entre los autores acerca de qué textos pueden ser llamados
feministas con propiedad. En cuanto a su uso masivo, posiblemente comenzó en
1882, cuando la francesa Hubertine Auclert, integrante del movimiento
sufragista, publicó un artículo en la revista La Citoyenne (“La ciudadana”) en la que denominaba “feministas” a
todas sus correligionarias. La prensa acogió de buen grado el término y el
movimiento político sufragista se identificó con el nombre de feminismo. Sus
semillas intelectuales, sin embargo, se encontraban en textos desde hacía
siglos. Las cartas de Laura Cereta, en pleno humanismo renacentista, hacen
énfasis en el problema de la educación y la situación de la mujer. A mediados
del siglo XVI, Cornelius Agrippa y Thomas Elyot se ocupaban de redactar
defensas del valor de las mujeres. Lucrezia Marinella inauguró el siglo XVII al
escribir en 1601 La nobleza y excelencia de la mujer y los defectos y vicios de
los hombres. En 1691 Sor Juana Inés de la Cruz enviaba al obispo Manuel
Fernández su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, sosteniendo que el acceso a
los estudios y la educación no debe tener en cuenta el sexo, sino la aptitud
para aprender. Olympe de Gouges redactó en 1791, dos años antes de ser
decapitada, la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana; al año
siguiente Mary Wollstonecraft presenta su Vindicación de los derechos de la
mujer. John Stuart Mill escribe El sometimiento de la mujer en 1869 que, junto
a La emancipación de la mujer, de su esposa Harriet, conforman los Ensayos sobre
igualdad sexual. Tales antecedentes habían reafirmado a las mujeres en el
siguiente principio: ellas pueden participar de las decisiones públicas tanto
como los hombres, porque tienen el mismo valor y capacidades que ellos.
Las
exigencias de las sufragistas fueron acogidas por diversos países entre
mediados del siglo XIX y los años 30. Con ese objetivo logrado, algunas autoras
comenzaron a notar que la razón que subyacía a las desigualdades en la esfera
pública era su posición de desventaja frente a los hombres en el ámbito
privado. Virginia Woolf revela en Una habitación propia (1929) las dificultades
que tiene una mujer para conseguir desarrollar un trabajo intelectual decente,
cuando no le es lícito entrar a una biblioteca sin permiso, o no cuenta con
recursos propios —como una habitación y un escritorio— para poder trabajar sin
infinidad de interrupciones. El cambio de enfoque desde lo público a lo privado
marcó el paso de la primera ola del feminismo a la segunda. En este contexto de
reflexión acerca de la desigualdad diaria y corriente entre mujeres y hombres,
entra en escena la figura de Simone de Beauvoir y El segundo sexo (1949), que
es considerado hasta hoy como la biblia del feminismo.
Toda la
empresa filosófico-histórica de Simone de Beauvoir descansa en una distinción
entre la mujer y lo que la sociedad ha hecho de ella. En eso consiste su
célebre frase “no se nace mujer, sino que se llega a serlo”. Se han hecho
varias interpretaciones de ese pasaje con el que Beauvoir abre el capítulo Infancia,
pero, por lo pronto, lo que quiere establecer es una diferencia entre “la
mujer” y “lo femenino”. Pareciera que una mujer es ese ser humano que nace con
determinadas características físicas, que experimenta ciertos cambios a medida
que se desarrolla, y que es capaz de engendrar y amamantar. Algo no muy
diferente de la hembra animal. Pero lo femenino sería algo construido. De
acuerdo con Beauvoir, la cultura (masculina) ha inventado un modelo ético y
estético sobre la hembra, y esta se ha sometido y acostumbrado a él. Pero ese
modelo es contingente, es decir, no proviene necesariamente de la hembra.
El segundo
sexo le dio al feminismo postsufragio un norte nuevo y mucho más complejo: el
de buscar un cambio cultural que liberara a la mujer de los roles que
tradicionalmente, y a la medida masculina, se le habían atribuido. Una
verdadera igualdad entre hombres y mujeres no se agotaba en darles a las
últimas derecho a votar, sino también autonomía respecto de sus propias vidas
en todos los ámbitos posibles. A Beauvoir le interesa la libertad sexual de la
mujer, pero le interesa —quizá incluso más— su independencia económica. Para la
filósofa francesa, el feminismo tiene puestas sus esperanzas en las mujeres
profesionales, inteligentes y económicamente independientes. La libertad sexual
tiene sentido, desde su perspectiva, como parte de un proceso general de
igualdad entre los sexos. La mujer debe tener la posibilidad de buscar y
acceder a la sexualidad no en tanto “propiedad” del marido, ni en tanto
potencial madre, sino que esa búsqueda debe provenir, para ella al igual que
para el hombre, de una conexión con su propio deseo y placer.
En ese
sentido, la libertad sexual es parte de una lucha contra el patriarcado, es
decir, contra la concepción de la sociedad, sus instituciones y la
interpretación de sus valores desde el prisma del varón (5). Pero la expresión
“no se nace mujer” tuvo recepción en un feminismo que no tenía por objeto
únicamente la abolición de los modelos patriarcales. La feminista materialista
francesa Monique Wittig leyó la idea beauvoireana de modo radical: si no se
nace mujer, es porque la diferencia sexual no tiene nada de natural, sino que
es el fruto de relaciones opresivas de dominación. Estamos acostumbrados a
considerar la división de los sexos como algo natural. La metafísica nos
instruye acerca de afecciones propias de la sustancia que instauran diferencias
sexuales. La ciencia nos provee datos acerca de las diferencias biológicas
entre ambos. Y la economía marxista nos recuerda que hay una división natural
del trabajo en la familia (6). Pues bien, la heterosexualidad tiene entonces
una base económica: la mujer no es sino una máquina productora de capital
humano, y el hombre luego se apropia del producto de su “trabajo”. Mutatis
mutandis, la mujer es una esclava. Así pues, la categoría de sexo, la
distinción entre hombres y mujeres, es fruto de una economía heterosexual, y la
lucha de clases toma aquí la forma de lucha de sexos. Para Wittig, “lo único
que se puede hacer es resistir por sus propios medios como prófuga, como
esclava fugitiva, como lesbiana” (7). Para la autora, la lesbiana “no es una
mujer”, por supuesto. Con la defensa sistemática del lesbianismo por parte de
Monique Wittig y otras autoras, parte del feminismo adopta una bandera de
lucha, no ya contra el patriarcado, sino contra el heteropatriarcado. En otras
palabras, el lesbofeminismo arremete no contra el sistema social mirado
exclusivamente desde el lente masculino, sino contra una sociedad enfocada
desde el hombre heterosexual y la mujer bajo su dominio. Así, el lesbianismo
resulta una alternativa (la única) de abolición del sistema. La francesa
publica sus textos entre los años 60 y 90, en pleno auge del movimiento de
liberación homosexual, y la teoría feminista establece alianzas con el naciente
colectivo LGBT.
Hacia los
años 90, la mujer había abandonado ya en buena medida su rol exclusivo y a
tiempo completo de madre, esposa y dueña de casa. En gran parte de Occidente,
las mujeres estudiaban y trabajaban, participaban en las mismas actividades que
los hombres, y tanto la anticoncepción como el aborto empezaban a extenderse
del modo en que lo había concebido el feminismo de segunda ola. Buena parte de
la libertad que Simone de Beauvoir había soñado para las mujeres se había logrado.
Sin embargo, la puesta en cuestión del estatus ontológico de la categoría
“mujer” agitaba las aguas para dar lugar a una tercera ola del feminismo: la
del feminismo posmoderno.
La segunda
ola había buscado una caracterización de la condición femenina, en el entendido
que las mujeres compartían una cierta experiencia vital que las unificaba y que
les daba un objetivo común por el cual luchar. El feminismo de tercera ola
quiso distanciarse de sus predecesoras, porque ya no cree en una “condición
femenina”, ni en las “mujeres”. La tercera versión del feminismo traslada el
énfasis desde la colectividad a la individualidad. En ese sentido, es un
feminismo sin mujeres. Este es el punto que Levet tiene en consideración al
afirmar que “el Género presenta esta ‘superioridad’ sobre el feminismo
tradicional, a saber, que él no se limita a la causa de las mujeres”. Al Género
acomodado en la tercera ola del feminismo no le interesa la experiencia
“común”, sino ante todo la experiencia misma, individual e intransferible. Le
bastan individuos que hayan sufrido, actual o históricamente, algún tipo de
marginación o abuso por parte de algún tipo de grupo de poder. Lo mismo da si
son mujeres, gays, trans, intersex, neutroix o gender fluid. De lo que se trata
es de hacer justicia y darles visibilidad a grupos identitarios que se sienten
discriminados de alguna manera. La tercera ola feminista es intrínsecamente
inclusiva de todos los individuos que se sienten oprimidos por causa de su
identidad y, en ese sentido, por su género. Este concepto es abordado en su
sentido más amplio, el de construcción de la identidad. Por esa razón, el
feminismo de tercera ola se aviene con relatos de tipo “experiencias íntimas”,
biográficas: al exhibirlas, se posiciona en su rol de justiciero de las
individualidades.
Como antaño,
el feminismo se desarrolla en la calle y en la academia. La tercera ola
“callejera” es políticamente anárquica, y muestra signos constantes de
contradicción en sus discursos y objetivos. Esto último es esperable, puesto
que, al acoger todas las individualidades y las vivencias íntimas,
necesariamente integra lo contradictorio: las experiencias pueden no responder
a grandes teorías explicativas de la vida humana. Así, mientras unas feministas
pueden levantarse contra los acosos sexuales, otras están de modo simultáneo a
favor de la pornografía. Habrá movimientos como Femen o Free the Nipple,
mientras otros querrán anular el concurso de Miss Reef. Algunas lucharán por la liberación de la palabra, otras
se manifestarán contra la enseñanza de Pablo Neruda en las aulas. Algunas
reconocerán la contradicción entre estos distintos momentos, otras intentarán
presentarlos como expresión consistente de una misma lógica. Y desde luego hay
cierta lógica que abraza esa contradicción: “Las ideas del feminismo de tercera
ola acerca de la identidad abrazan las nociones de contradicción, multiplicidad
y ambigüedad, fundamentándose en la crítica posmoderna de las ideas acerca del self unificado, de la teoría, y
comprometiéndose con la naturaleza fluida del género y de la identidad sexual” (8).
El desarrollo
académico tiene un papel fundamental en el feminismo de tercera ola, como lo
tuvo Beauvoir respecto de la segunda. El feminismo de las identidades tomó,
desde luego, el cuestionamiento wittigeano de la categoría “mujer”, pero
incluyó ante todo la filosofía de Friedrich Nietzsche, Michel Foucault y
Jacques Derrida, y el psicoanálisis al modo lacaniano. Los textos de esta
índole encontraron eco en la autora norteamericana Judith Butler (9). Valiéndose
de un bagaje importante de teorías filosóficas y psicoanalíticas
contemporáneas, en su primera obra, El género en disputa (1990), Butler da
forma filosófica a lo que Teresa de Lauretis había llamado teoría queer (10). A grandes rasgos, esta
teoría postula que no hay una diferencia relevante entre el sexo y el género.
Si normalmente se comprende lo primero como la constitución biológica del
individuo, y lo segundo como el significado cultural que toma el sexo, la
teoría queer sostiene que la escisión
descansa en una falsa noción de naturaleza, y que ambas categorías (no solo el
género) deben pensarse como construcciones culturales. Judith Butler sostiene
que el género es una actividad performativa que logra su objeto mediante la
reiteración paródica o dramática de actos estilizados. Esto quiere decir que el
significado cultural de lo “femenino” o lo “masculino” se debe a la repetición
constante de cierto tipo de acciones dramáticas (vestimenta, modos de hablar y
actuar, etc.) que terminan por convertir al sujeto en femenino o masculino.
Butler piensa que la feminidad o masculinidad no se explican por una estructura
natural previa, sino más bien al revés: la estructura de “hombre” y “mujer” es
producida por esa reiteración de actos “con estilo” femenino o masculino. Eso
crearía en nosotros una ilusión de naturaleza que no existe, menos aún de modo
binario. En rigor, como el género es una actividad, podemos pensar en una
infinidad de géneros construidos que no respondan al binarismo al que estamos
acostumbrados.
Bérénice
Levet se ha encontrado con el Género presentado de esta forma. Responsabiliza a
las autoras de la segunda ola, en concreto a Simone de Beauvoir. Aunque la
francesa no tenía la menor intención de olvidar la condición sexuada del ser
humano, y en muchos pasajes intenta rescatar la profundidad de las diferencias
existenciales entre los hombres y las mujeres, Levet piensa que su afán por
liberar la condición femenina de la naturaleza de la mujer-hembra dejó
preparado el caldo de cultivo para la teoría de Judith Butler. En efecto, la
norteamericana hizo concluir a Simone de Beauvoir que, si el sexo y el género
son términos tan diferentes, y si la mujer construida no proviene
necesariamente de la hembra, entonces no hay razón para pensar que la “mujer” es
la construcción cultural correlativa al cuerpo femenino, ni que el “hombre” es
el correlato cultural del cuerpo masculino (11). En ese sentido, “Beauvoir no
ha hecho más que llegar a mitad de camino”, dice Levet (12).
Para Levet,
sin embargo, el interés por los asuntos de Género es más vital que académico.
Ella, que es fenomenóloga de formación, cuenta que la teoría de Género le
resultaba perfectamente indiferente, convencida de que solo se trataba de
peculiares indagaciones intelectuales que difícilmente permearían la
cotidianeidad. Su preocupación por los fundamentos metafísicos del Género
surgió más bien a raíz del creciente impacto de la teoría queer en las políticas públicas, en los reportajes mediáticos, en
las modificaciones de los proyectos educativos desde la primera infancia en
adelante. Como muchos, Levet “tropezó” en la vía pública con el Género,
moldeado por la teoría queer. Pero,
¿qué le resulta preocupante de él?
Los críticos
del Género se agrupan en torno a distintas inquietudes. ¿No se niega aquí de
plano la biología? ¿Y no está esa biología en la base misma de la vida humana
en general y de la vida social en particular? ¿No pierde todo sentido el
discurso del Género una vez que pensamos en los sencillos fenómenos de la
reproducción y la generación? ¿No lleva la implementación de este ideario en la
educación incluso a la vulneración de los derechos de los padres? ¿No trae
también consigo, y más temprano que tarde, alguna vulneración de la libertad
religiosa? Y, si no se trata de la libertad religiosa, ¿no es la mismísima
libertad de expresión la que no pocas veces es puesta en jaque por respeto al
Género? (13). Este tipo de preocupaciones suelen estar en la primera línea de
las objeciones que circulan en estos debates; se encuentran, sin embargo, conspicuamente
ausentes de este ensayo. La desaparición del erotismo y de la gratitud
constituyen el foco central del texto de Levet, porque intuye que “en el
corazón del Género, hay un ascetismo, un puritanismo decidido a cortar las alas
del deseo heterosexual que no debería dejarnos indiferentes” (14). Veamos, en
lo que sigue, en qué sentido Levet piensa que el Género emprende contra el eros
heterosexual y el aprecio por lo dado.
Levet y los problemas de
la aplicación del género
“La confusión
de los géneros, la disolución de estas dos entidades, el hombre y la mujer,
conduce a la extinción de la pareja original y de la sexualidad que ella
postula, la heterosexualidad”. El ensayo de Levet tiene por objetivo, entre
otras cosas, mostrarnos la relación intrínseca que el Género establece entre
orientación e identidad sexual. A ojos del Género, la sociedad que valora la
heterosexualidad y la establece como norma padece una alienación cultural. Los
individuos creen —erróneamente— que el deseo que sienten se dirige hacia
alguien del sexo opuesto, cuando en realidad no hay sexos fijos por naturaleza,
sino que estos dependen de una identidad de género que es esencialmente
construida. Dado esto, no hay nada de natural en las relaciones heterosexuales:
estas son resultado de siglos de conformación con una norma ficticia impuesta,
que ha derivado en una mayoría heterosexual y una minoría homosexual marginada (17).
En suma, el deseo heterosexual responde a una identidad inauténtica, sometida a
paradigmas culturales normativos. La heterosexualidad mayoritaria es fruto de
la heteronormatividad (18).
Ahora bien,
como efecto de esa (in)moralización del deseo heterosexual, “el Género le corta
las alas al deseo”. El deseo del Género está desprovisto de todo erotismo, de
todo juego de seducción, coquetería y alteridad entre los sexos. Sin embargo,
eso no significa que se busque la anulación total del deseo, como Levet parece
concluir (19). Para el Género, la relación con el deseo es foucaultiana: los
deseos y placeres encuentran sentido en una ética del sí mismo (20). Para que
el individuo descubra y trabaje su relación consigo, la presencia del otro es
totalmente innecesaria, o al menos instrumental. En ese contexto adquiere
sentido la referencia de Levet a Beatriz Preciado (hoy, Paul B. Preciado), que
llama a una “huelga del útero” como resistencia a cualquier penetración, el
reemplazo del pene por el consolador y el de la vagina por el ano. Adquiere
sentido también su referencia a Gayle Rubin, que sueña con un mundo sin géneros
ni sexos, donde el placer sexual no tenga absolutamente ninguna relación con la
anatomía. Como es lógico, el Género parece olvidar aquí que la misma anatomía
es responsable del placer. La reasignación de sexo, por ejemplo, implica (al
menos por el momento, y mientras la técnica no supla ese “desperfecto”) una
renuncia importante al placer sexual (21).
Por su parte,
a Bérénice Levet, nacida en la tierra de Gustave Flaubert y Víctor Hugo, le
inquieta seriamente el destino del erotismo y del romanticismo que durante
tantos siglos Francia se había preocupado de cultivar, y de los que alguna vez
fue ícono mundial. “Probablemente nunca hubiera escrito este ensayo si no
sospechara que detrás de la teoría de Género y su implementación práctica y
política, está la aspiración de terminar con una cultura que ha puesto tanto
cuidado en los juegos del amor y también en su lado trágico, el drama de los
sexos, inherente a la alteridad y a la asimetría sexuales”. En efecto, el
Género tenderá a convertir tanto a Madame Bovary como a Cosette en pobres
víctimas de las matrices culturales heterosexuales, a quienes más convendría
haber liberado que conquistado.
Conducida por
Hannah Arendt, Levet también muestra preocupación por uno de los efectos más
profundos de la aplicación del Género, a saber, la pérdida de gratitud. Un
regalo implica la existencia de elementos que escapan a nuestro arbitrio. Hay
una cierta belleza, desde la que se origina la gratitud, en la recepción de un
don que nos sorprende. La propia filosofía germina de la sorpresa por lo dado,
que toma en el filósofo la forma de admiración y pregunta por el ser que se le
presenta sin que él lo haya buscado. Levet muestra cómo los pensadores del
Género, en cambio, introducen no solo la sospecha nietzscheana, sino el
desprecio y la “rebelión contra todo dato de la existencia, tanto natural como
cultural”. Al Género le repugna la idea de que algo pueda escapársele, de que
existan aspectos en su propia constitución que no dependan de su voluntad, y
más aún que aquellos datos tengan algún significado relevante que pueda limitar
la infinitud de posibilidades que cada individuo tiene ante sí. Por esa razón,
la misma noción de naturaleza toma aspecto de violencia, de norma impositiva y
dictatorial; y un defensor de la validez e irreductibilidad de lo dado se
presenta inexcusablemente como un enemigo de la libertad.
El Género
quiere creer en un individuo absolutamente causa sui. Ahora bien, o uno es
causa de sí mismo desde el principio, o no lo es en absoluto. El ser humano
debe “llegar a ser lo que es”, según el corolario de Nietzsche. En ese sentido,
las normas, los roles asignados y las identidades impuestas (los nombres y
pronombres, pues como pensaba Derrida, las palabras crean la realidad que dicen
nombrar) lejos de facilitar la tarea, la entorpecen. De ahí la resuelta
aplicación de los principios del Género en los programas escolares y
preescolares. Ante todo, se trata de dejar “florecer” a nuestros niños para que
ellos descubran quiénes son, aliviados de las odiosas cargas impositivas que insistimos
en asignarles. “La gran ilusión de nuestro tiempo —señala Levet— es pensar que
se puede construir lo que sea a partir de nada. No es la libertad, la
originalidad, la inventiva de nuestros niños lo que se favorece al amputarlos
de todo lo dado y al abandonarlos a sí mismos”. Y un niño abandonado a sí mismo
es, ante todo, un niño abandonado.
El nihilismo
creacionista del Género parte de la premisa de que tanto la naturaleza
biológica sexuada del cuerpo como la herencia cultural de los roles de género
son herramientas de dominación y alienación de individuos originariamente
indeterminados. En terminología foucaultiana, los discursos tradicionales sobre
la sexualidad buscan normalizar a los cuerpos en estructuras binarias
aparentemente fijas y estables con el objeto de dominarlos. Es, desde luego,
una proposición que puede encontrar correlato en situaciones históricas de
discriminación de personas y de desigualdad injusta entre los sexos, pero cuya
premisa no es problematizada. Desemboca además en la conclusión de que
diferencia e injusticia son dos caras de la misma moneda. Pues bien, reflexiona
Levet: hemos logrado en buena medida superar la situación de innegable
inferioridad en que se encontraban las mujeres. Además, hemos luchado contra la
homofobia y la transfobia (al menos en su sentido etimológico, ya que según el
Género es imposible dejarlas atrás de un modo diferente al que él propone).
¿Por qué debemos además deconstruir los esquemas heterosexuales y los roles
tradicionales de género? ¿Por qué la heterosexualidad debe entenderse como
alienación, y por qué la femineidad o masculinidad deben ser abolidas? Para el
Género, la pregunta es blasfema, pero para el filósofo no solo es legítima,
sino necesaria. No es en absoluto evidente que haya más de dos sexos, ni que el
cuerpo sexuado sea consecuencia de la formación de nuestra identidad. Tampoco
es evidente que la forma cultural que toma nuestra sexualidad deba estar
desarraigada de nuestra biología, ni que el magnetismo entre dos individuos
biológica y culturalmente diferenciados sea una especie de alienación. En
realidad, nuestra experiencia sugiere algo diferente.
Es posible
que los teóricos del Género opongan dos contraargumentos a la sola formulación
de estos puntos. El primero es que la biología, en un acto de honestidad, ha
debido replantearse el asunto de la dualidad de los cuerpos. Los cromosomas no
se dividen en XX y XY, sino que hay varios cuerpos cuyos cromosomas son XXY.
Los intersex (en sus muchas
expresiones) problematizan seriamente las dos categorías de genitales. Las
hormonas no siguen el orden que la ciencia heteronormativa intenta asignarles.
La vasta obra de la bióloga Anne Fausto-Sterling debería bastar para reforzar
este punto. El segundo contraargumento insistiría en sospechar de la
experiencia como origen de la verdad. ¿Acaso podemos asegurar que esa misma
“experiencia” que decimos recoger no está de antemano teñida por construcciones
culturales? ¿Qué certeza existe de que la “realidad” que señalamos con el dedo
y de la que intentamos dar razón no sea ya un producto de las razones que
intentaremos darle, influidos por las estructuras en las que estamos
encerrados?
Al primer
contraargumento Levet responde sin adentrarse en cuestiones de orden
científico. No cree que nuestra necesidad fundamental sea la de contar con una
mejor “biología de la diferencia de los sexos”, sino más bien con una
fenomenología de la misma (24). “Esta es la razón por la que concierne al arte
y a la literatura —que no explican nada, sino que cuentan, señalan con el dedo,
dejan hablar a la experiencia— educarnos en esta área”. Mientras la literatura
crítica del Género padece a veces de excesivo interés por las diferencias
anatómicas entre hombres y mujeres, a Levet le interesa la educación que
podemos recibir de una cultura arraigada en la experiencia. Esa respuesta nos
lleva a su vez necesariamente al segundo contraargumento. Aristóteles diría:
“Es ignorancia el desconocer de qué cosas es preciso y de qué cosas no es
preciso buscar una demostración. Y es que, en suma, es imposible que haya
demostración de todas las cosas (se caería, desde luego, en un proceso al
infinito, y por lo tanto, no habría así demostración)”. El Género incurriría en
un círculo infinito si pretendiera demostrar que la realidad no es aquello que
se nos presenta, sino lo que hemos querido que se nos presente. También sería
posible plantearle esa misma objeción, y preguntarle cómo puede estar seguro de
que la realidad es la ausencia de división binaria de la que intenta dar razón.
En ese estado de paralización, habría una total imposibilidad de demostrar ni
decir nada en cuanto al género, y el Género como pensamiento se desmoronaría.
No vale alegar que todo es contingente y después reificar las propias
categorías: ellas están sometidas a la misma contingencia que aquellas que
critica.
Levet, por su
parte, agrega que “si durante tanto tiempo se ha entendido que la mejor arma
contra los prejuicios, los estereotipos, los automatismos del pensamiento era
la formación de la razón entendida como logos, es decir, la transmisión del
lenguaje y el arte de la argumentación rigurosa, parece que, a partir de ahora
la inoculación de una idea prefabricada, indiscutida, indiscutible, se impone
como particularmente eficaz”. Pues bien, si para poder decir alguna cosa
debemos ceñirnos a la realidad captada en la experiencia, entonces es necesaria
una filosofía que parta desde ella. Esta es la propuesta de Levet, y recomienda
la fenomenología como filosofía para replantearse los “indiscutidos e
indiscutibles” postulados del Género.
Una mirada alternativa
Levet no
escribe como quien mira el fenómeno de la sexualidad humana desde fuera, para
ver si nuestras categorías tradicionales son verdaderas. Opta aquí más bien por
situarse desde dentro, para desde ahí inquirir sobre el sentido de lo vivido.
Mira buscando entender por qué tantas generaciones han tenido ciertas ideas o
instituciones como adecuadas para la interpretación de su propia experiencia.
Se pregunta así por nuestro legado histórico, por “las representaciones que
hemos injertado a este dato de la dualidad de los sexos”. Así, incluso si las
diferencias entre hombres y mujeres fuesen enteramente construidas, Levet no
vería ahí razón para deconstruirlas. Ve, por el contrario, razón para un
intenso afán por comprender y defender esa diversidad de sexos y los “tesoros
de experiencia” que ella alberga.
Su marco de
referencia en tal empresa es la obra de Hannah Arendt, Maurice Merleau-Ponty y
Albert Camus. En ellos la autora encuentra inspiración para recuperar el rumbo
de la dialéctica sexual que hemos tenido desde siempre, y que el Género ha
pretendido abolir. Como es lógico, este ensayo no pretende adentrarse en la
lectura de ninguno de estos autores, como tampoco detenerse en la de los
pensadores del Género, sino más bien proponer un trayecto filosófico que retome
la realidad del cuerpo sexuado. Es en este tipo de filosofía donde Levet busca
“una réplica que no tome prestados de Dios o de la teología sus argumentos, ni
de la neurobiología o de otras ciencias sus motivos”. Las palabras de otro
francés, Gilles Lipovetsky, son tal vez las que mejor recogen este propósito.
Levet lo cita afirmando que ya ha llegado la hora de “renunciar a interpretar
la persistencia de las dicotomías de género en el seno de nuestras sociedades
como arcaísmos o ‘retrasos’, inevitablemente condenados a desaparecer bajo la
acción emancipadora de los valores modernos. Lo que se prolonga del pasado no
es enclenque, sino que es portado por la dinámica del sentido, de las
identidades sexuales y de la autonomía subjetiva”.
Salvo por
Arendt, este es un trasfondo intelectual distintivamente francés. Tomar en
cuenta dicho contexto permitirá comprender ‒y mirar con algo de distancia‒
algunas aseveraciones del texto. Levet se manifiesta repetidamente sorprendida
de que el Género haya acabado por hacer una entrada triunfal en Francia. Al
lector puede costarle algún esfuerzo comprender las razones de tal sorpresa,
cuando pocas cosas nos parecerían tan esperables en la tierra de Deleuze,
Blanchot y Derrida. Ya hemos mencionado antes la fuente de su sorpresa: la
creencia en que “más que cualquier otro país, Francia ha sabido exaltar esta
irreductibilidad de los sexos, exacerbar las diferencias en lugar de
neutralizarlas, sin sacrificar la igualdad”. Pero si esta tesis tiene alguna
plausibilidad, ella no se extiende a las hiperbólicas formulaciones de Levet:
“Francia se distingue en el concierto de las naciones occidentales por su apego
a esta alteridad esencial y a la intriga vinculada a ella”.
Enmarcar el
texto en su contexto francés permite también que algunas tesis sobre el avance
de la igualdad entre los sexos se lean en su justo mérito. Cuando la autora asegura
que la igualdad entre mujeres y hombres ha sido lograda, o que en nuestro mundo
ya nadie niega visibilidad a las minorías sexuales, su afirmación desde luego
puede sonar más plausible como afirmación sobre Francia que como afirmación
sobre Chile. Sin embargo, cometemos un error si reducimos estas frases de modo
exclusivo a un contexto en el que resulten plausibles. Levet las formula
también contra la inscripción del Género en un relato de emancipación continua.
Esta preocupación no ha de extrañar. Levet se enmarca ‒no solo con este ensayo,
sino también con su posterior El crepúsculo de los ídolos progresistas‒, dentro
del surgimiento en Francia de una filosofía política que no teme criticar los
dogmas progresistas 29. Y aquí tal término ha de entenderse no en un sentido
despectivo, sino refiriendo a la literal creencia en una necesaria dirección de
la historia hacia una emancipación mayor. Inscrita en ese registro, la
discusión sobre el género se vuelve un discurso sobre expectativas
constantemente defraudadas por no haber alcanzado aún la plena
intercambiabilidad entre hombres y mujeres.
En ese
sentido, desde luego estamos ante un ensayo que trasciende con mucho su origen
francés y que puede interpelar también a lectores de nuestras tierras.
Cuestiones de idiosincrasia y de historia introducen matices locales en la
discusión, pero el hilo conductor de la misma es antropológico. Las cuestiones
que toca este ensayo atraviesan por lo mismo nuestra cultura y atañen también
la discusión legislativa nacional. Pero en esa discusión faltan voces. Sobran
los discursos reivindicatorios y abunda la opinión pública; el discurso
académico existe, pero muchas veces acaba en un silencio conformista, o en un
ciego entusiasmo ante el Género. Con todo, estas discusiones nos acompañarán presumiblemente
por décadas, y sumar las voces faltantes es crucial si queremos claridad sobre
asuntos tan decisivos. Algunas de esas voces ‒en particular las que buscan
orientar la legislación‒ tienen que ofrecer algo así como soluciones. Pero no
solo se debe saber qué discurso oponer al Género, sino también reconocer esta
materia como una sobre la cual nos debemos sentar a pensar. Ensayos como el de
Levet merecen nuestra mirada y generan el espacio de libertad necesario para
tal tarea.
Notas.
1. Bérénice
Levet, Teoría de Género o el mundo soñado de los ángeles (Santiago: IES, 2018).
5 La palabra
“patriarcado” no se encuentra en Simone de Beauvoir. El término fue acuñado en
1970 por Kate Millet en su libro Política sexual para referirse a ese mundo,
hecho a la medida del hombre, que Beauvoir se había esforzado por describir.
6. Friedrich
Engels escribe en su El origen de la familia, propiedad privada y estado que
“la división del trabajo es en absoluto espontánea: solo existe entre los dos
sexos. El hombre va a la guerra, se dedica a la caza y a la pesca, procura las
materias primas para el alimento y produce los objetos necesarios para dicho
propósito. La mujer cuida de la casa, prepara la comida y hace los vestidos;
guisa, hila y cose. Cada uno es propietario de los instrumentos que elabora y
usa: el hombre, de sus armas, de sus pertrechos de caza y pesca; la mujer, de
sus trabajos caseros”.
7. Una de las
críticas más frecuentes que se le hace al feminismo de Wittig es que su alternativa
contra la dominación no es efectiva, porque nada obsta a que haya otro tipo de
estrategias de dominación, también económicas, en un mundo lesbiano paralelo.
8. L.
Heywood, The Women’s Movement Today, an
Encyclopedia of Third-Wave Feminism (Westport, Greenwood). El concepto de self alude a la autoidentidad del
individuo.
9. Se ha
puesto en duda que la fórmula de Wittig sea directamente precursora de la
teoría de Butler, por tratarse de un enfoque materialista marxista que no se
encuentra en la norteamericana. Sin embargo, los mismos textos de Butler
sugieren una influencia importante por parte de la lesbofeminista francesa, aun
cuando la fórmula butleriana se enmarque más bien en una filosofía del
lenguaje.
10.
Originalmente, la palabra queer significa
“extraño”, “anormal”, “raro”. Según cuenta Elsa Dorlin en Sexo, género y
sexualidades, la palabra se usaba a principios del siglo XX para tratar
peyorativamente a los homosexuales, y se introdujo luego en la subcultura LGBT
para designar a los que ponían en escena, en actuación, todo tipo de
identidades y conductas sexuales: se trataba de “prácticas queer”. Tales prácticas se llevaron a la pantalla grande en 1990
con la película Paris in Burning, que puso sobre la mesa el problema de la
dudosa naturalidad del género. Un año más tarde, Teresa de Lauretis, teórica
feminista italiana, denominó “teoría queer”
al trabajo intelectual que se interroga acerca de la condición teatral de las
identidades sexuales.
11. Cf.
Judith Butler, El género en disputa (Barcelona: Paidós).
12. Aquí cabe
subrayar una vez más que la escisión radical entre sexo y género no se
encuentra en el proyecto beauvoireano. La francesa era partidaria de insistir
en que un ser humano solo puede ser sexuado, que “al rechazar los atributos
femeninos no se adquieren los masculinos; ni siquiera la invertida logra
hacerse hombre: es una invertida”. Véase Simone de Beauvoir, El segundo sexo
(Buenos Aires: Random House, 2016); o que “siempre habrá entre el hombre y la
mujer ciertas diferencias; al tener una figura singular, su erotismo, y por
tanto su mundo sexual, no podrían dejar de engendrar en la mujer una
sensualidad y una sensibilidad singulares. Sus relaciones con su propio cuerpo,
con el cuerpo masculino, con el hijo, no serán jamás idénticas a las que el
hombre sostiene con su propio cuerpo, con el cuerpo femenino y con el hijo; los
que tanto hablan de “igualdad en la diferencia” darían muestras de mala
voluntad si no me concedieran que pueden existir diferencias en la igualdad”.
Ella no pensaba que la liberación de la mujer pasara por negar las relaciones
de erotismo y complicidad con el hombre. Pero Butler llevó a Beauvoir al
límite: si se busca desligar el género construido del sexo biológico, ¿qué
opción queda sino asumir que no tienen ninguna relación? Al género no le queda
ninguna atadura: puede desplegarse a voluntad del sujeto.
13. Una obra
que abarca varias de estas preguntas es Ryan Anderson, When Harry Became Sally: Responding to the Transgender Movement
(Londres y Nueva York: Encounter Books, 2018). Véase también: Stephen Road, Taking Sex Differences Seriously (California:
Encounter Books, 2004) para la relación entre la biología humana y la vida en
sociedad; y Leonard Sax, Why Gender
Matters (Nueva York: Harmony Books, 2017) para la relación entre género,
infancia y educación.
14. La
orientación sexual y la identidad sexual son conceptos diferentes, usualmente
enmarcados en discusiones distintas. La orientación sexual hace alusión al
género hacia el cual una persona se siente sexualmente atraída. Un heterosexual posee una orientación
sexual distinta de la de un homosexual,
un bisexual (que se siente atraído
por hombres y mujeres por igual), un pansexual
(al que le resulta indiferente el género de su pareja sexual, y que no reduce a
hombre o mujer, sino que integra la gama más amplia de posibilidades) o un
asexual (que no siente atracción sexual alguna). La identidad sexual, en
cambio, dice relación con el género al que una persona dice pertenecer en su
fuero interno. En esta categoría, el cisgénero
(es decir, quien no percibe disconformidad entre su sexo y su género) es
distinto del trans, del neutrois (que no se percibe de ningún
género en particular), o del gender fluid
(que siente que su identidad de género es fluida y cambiante). El intersex, por su parte, posee
características físicas de ambos sexos, por lo tanto, puede identificarse con
cualquiera de los dos, con un tercero, o con ninguno.
17. Notará el
lector que “ficticio” y “cultural” son sinónimos. El Género no solo quiere
desligarse del dato natural, sino también de la herencia cultural, como se verá
más adelante.
18. La
palabra “heteronormatividad” hace alusión a la norma cultural y moral que
establece la relación sexual heterosexual como obligatoria, y la única natural
posible.
19. En
efecto, Levet declara que “el Género se lanza en una cruzada contra el deseo
heterosexual”, y que hay una “obsesión y una repugnancia del deseo”. Quizá sea
necesario matizar esas afirmaciones. No es que los emisarios del Género quieran
eliminar el deseo de la faz de la tierra. Lo que buscan es más bien erradicar
la norma heterosexual de la cultura, para que los deseos y placeres estén
liberados de todo esencialismo. Al liberar las identidades de todo correlato
biológico fijo, se desata también el deseo en todas sus formas.
20. Para
Foucault, los griegos poseían una regla ética que se ha olvidado. En La
hermenéutica del sujeto explica que la clásica fórmula del Oráculo de Delfos,
“conócete a ti mismo”, va acompañada y precedida por otra no menos importante:
“cuida de ti mismo”. Este precepto implica dos cosas: volver la mirada desde lo
exterior hacia uno mismo, y además aprender a actuar sobre sí. De aquí derivan,
dice Foucault, una serie de prácticas y técnicas que buscan operar sobre el
propio individuo para transformarlo. Foucault las llama “técnicas de sí”, que
buscan un gobierno de sí mismo en tanto objeto de los propios actos. El mandato
de cuidar de sí mismo es además políticamente relevante: no se puede gobernar a
los otros sin un pre-vio autocuidado. Ahora bien, las técnicas de sí para el
francés están lejos de comprenderse dentro de un código de normas prohibitivas.
Se trata de una “intensificación de la relación con uno mismo por la cual uno
se constituye como sujeto de sus actos”. Ver en Historia de la sexualidad, tomo
III: el cuidado de sí. (Madrid: Siglo Veintiuno Editores). Constituirse en
sujeto de los propios actos, y así por tanto también en objeto de sí mismo, no
implica que haya un “sí mismo” domeñado, dispuesto a rebelarse apenas se
presente la oportunidad: “es la [fuerza] de un placer que toma uno en sí mismo.
Aquel que ha llegado a tener finalmente acceso a sí mismo es para sí mismo un
objeto de placer”. En ese contexto, los deseos y placeres (aunque para el
último Foucault los placeres externos son secundarios) están, en primer
término, orientados al cuidado de sí.
21. Cabe
aclarar que la renuncia al placer sexual se limita al campo de la genitalidad.
La reasignación de sexo no impide otros modos de satisfacción sexual.
24. Levet no
aborda la pregunta por la diferencia sexual desde la biología, pero hay
numerosos estudios científicos que se hacen cargo de ella. Buena parte de esos
estudios están recogidos en dos volúmenes de la revista científica The New Atlantis (Sexuality and Gender 2016-2017). En ellos se recogen
investigaciones acerca de las diferencias sexuales, homosexualidad,
transexualidad e intersexualidad. La mayoría de ellos deriva en la modesta
conclusión de que no hay evidencia científica para indicar que el género no
tiene relación con el sexo biológico. El Género no desconoce estos trabajos,
pero los invalida a ojos del público general, acusándolos de falta de seriedad
y errores metodológicos. En realidad, el problema es que para el Género estos
estudios no son imparciales, sino que sus hipótesis y pruebas están moral y
culturalmente cargadas con antelación. Son, en definitiva, una manifestación
científica de la heteronormatividad. En cambio, otros trabajos como los de
Fausto-Sterling rompen con esa norma, y promueven el camino hacia un individuo
desligado de estructuras naturales fijas. Sin embargo, una verdadera
imparcialidad tendría que reconocer que los estudios de Anne Fausto-Sterling
ponen su foco, cual lupa, en las excepciones anatómicas y las interpretan como
el caso que anula toda regla.
29. Bérénice
Levet, Le crépuscule des idoles
progressistes (París: Stock, 2017).