La realidad de una Europa cristiana se explica, entonces, por la
adaptación del catolicismo a las mentalidades europeas permeables a la ley de
los “pueblos del desierto”.
Cuando el cristianismo es el de las Cruzadas, el de
la Reconquista, de las Órdenes militares (templarios, hospitalarios,
teutónicos, Santiago, Calatrava, Alcántara, etc.), se presenta como heredero
del viejo ideal heroico y guerrero de la tradición indoeuropea, y esta
adaptación le alinea con aquellos que, conscientemente o no, visten con una
justificación cristiana el instinto étnico de los europeos. Porque, tanto en
España como en Tierra Santa, los caballeros medievales combatían al sarraceno.
Es decir, a aquellos que no tienen la misma religión, pero también, y sobre
todo, a aquellos que no eran europeos.
Esta lucha perduró, después de la toma de Constantinopla por los turcos
(1453), que marca el fin del Imperio bizantino, continuador durante mil años de
la ideología imperial, césaropapista, heredera del Imperio romano y de una
cultura griega ancestral (los bizantinos se decían romanos, pero utilizaban
para hacerlo una palabra griega. Romaioi,
puesto que ellos hablaban griego, y de ahí deriva el Roumi que utilizan los musulmanes para designar a los cristianos…
es decir, a los europeos).
La amenaza de invasión que pesaba sobre Europa se concreta a partir del
siglo XV: los turcos, “destinados a ser la pesadilla plurisecular de Europa”
(Jacques Le Goff), penetran en el corazón del continente anexionando Serbia
(1459), Bosnia (1463), Herzegovina y Albania (1467), Hungría (1526). Viena es
asediada en 1529 y luego en 1683. La reconquista europea permitió liberar
Hungría (1699), Valaquia y Moldavia (1737), Rumanía y Serbia (1789). Habrá que
esperar al siglo XIX para que Grecia sea liberada de lo que los cretenses
llaman todavía hoy “el tiempo de la esclavitud” (lo que expresa claramente sus
sentimientos respecto a los turcos, sobre todo cuando escuchamos el tono con el
que pronuncian esta expresión…).
Creta, ocupada por los turcos desde 1647 hasta 1898, ilustra notablemente
el doble carácter ‒cristiano y europeo‒ de la lucha contra los otomanos. La
Iglesia Ortodoxa, cuyo emblema, el águila bicéfala (que se encuentra en las
armas imperiales de Austria y Rusia), pertenece a la más alta tradición
heráldica europea, fue el alma de la resistencia cretense. Uno toma conciencia
cuando está delante del monasterio de Toplou, que se parece más a una fortaleza
que a una casa religiosa.
Y fue en el monasterio de Arkadi donde un millar de cretenses (en su
mayoría mujeres y niños, pues los hombres estaban en el maquis) resistieron
durante dos días a 12.000 turcos, antes de saltar por los aires, junto a sus
asaltantes, en el arsenal de pólvora donde se habían refugiado. Añadamos que la
resistencia al turco, en Creta, manifestó la solidaridad entre los europeos,
puesto que, en 1669, combatientes europeos en una tropa francesa defendieron La
Canée y resistieron durante mucho tiempo un largo asedio, detrás de las
fortificaciones edificadas por los venecianos y el arquitecto veronés Michel
Sanmicheli, antes de ser sumergidos por la marea turca, favorecida por una
superioridad numérica aplastante.
La ósmosis llevada a cabo con el pueblo cretense por la Iglesia ortodoxa
se explica en gran parte por la capacidad de esta institución para adaptarse a
las mentalidades populares. Un ejemplo, entre otros (pero particularmente
significativo): el báculo del primado de Creta lleva dos serpientes
entrelazadas, es decir, el símbolo a la vez de Asklepios, el dios griego de la
medicina, y de Hermes-Mercurio, dios del conocimiento y guía de las almas.
Cuidar el cuerpo y el alma, sanarlos si es necesario, he aquí una misión que la
Iglesia ortodoxa quiso asumir, plenamente consciente de ser así fiel heredera
de una espiritualidad más antigua que ella misma.
Es por esta razón que, hoy, el combate de los serbios contra los bosnios
y los albano-kosovares, cabeza de puente turca, debe ser el combate de todos
los europeos dignos de este nombre, porque se inscribe en el marco de una larga
y antigua lucha que continúa ante nuestros impotentes ojos (el Vaticano, a
veces, parece tener conciencia de ello, incluso publicó un documento donde era
declarado “no-oportuno” el matrimonio de una cristiana con un musulmán).
En Kosovo y en Bosnia-Herzegovina, como en los barrios y suburbios de las
grandes ciudades y villas occidentales, donde los europeos se han convertido en
minoría, llevar la cruz es, para algunos europeos, una forma de decir que
rechazan la dominación musulmana, tomando partido por su bando, el de Europa.
Recuperaciones
y adaptaciones
La Iglesia Católica, por su parte, hace mucho tiempo que ha tomado
conciencia de que su destino estaba ligado al de Europa. Uno de los más grandes
Papas de la historia eclesiástica, Gregorio I (590-604) daba, en el año 600, un
prudente y juicioso consejo a San Agustín, encargado de la evangelización de
los bretones (la Bretaña medieval es la actual Gran Bretaña): “Es imposible
proceder a una extirpación total de los hábitos en las almas todavía rudas por
razón de que querer llegar a un lugar muy elevado no se logra sino paso a paso,
poco a poco, y no mediante pasos agigantados”. De ahí las consignas concretas
en cuanto a los métodos a utilizar: “Los templos consagrados a los ídolos en
esta nación no deben ser destruidos, sino solamente los ídolos que se
encuentran en ellos”. Tras la purificación de los lugares por aspersión de agua
bendita, se instalará el culto cristiano allí donde antes le había precedido el
culto pagano: “En efecto, si estos templos están edificados sólidamente, hay
que sustraerles del culto a los demonios y afectarlo al servicio del verdadero
Dios. De esta forma, esta nación, viendo que sus templos no han sido
destruidos, extirpará el error de su corazón, y conocerá y adorará al verdadero
Dios, y se reunirá con mayor facilidad en los lugares acostumbrados”. Dicho de
otra forma: conservamos el contenedor, pero cambiamos el contenido…
Sucedió lo mismo con las fiestas rituales que seguían con el sacrificio de
bueyes, que hasta entonces eran, para los celtas, un rito de comunión con sus
dioses. Había que conservarlas, tomando simplemente la precaución de ponerlas
bajo el signo de la cruz: “Así ellos no sacrificarán estos animales al diablo,
sino que los inmolarán para su propia alimentación y en la lengua de Dios,
rindiendo agradecimiento a la abundancia en la que se encuentran a aquél que
les dispensa cualquier cosa. Y, mientras degustan los placeres externos, ellos
consentirán más fácilmente la alegría interior”.
San Gregorio Magno toma así claramente posición contra el afán destructor
de algunos evangelistas depuradores que, como San Martín, no dejaron de
destruir sistemáticamente todos los lugares de culto pagano (lo que es la
exacta explicación de las exhortaciones bíblicas requiriendo al “pueblo
elegido” la orden de aniquilar, al mismo tiempo que a los pueblos paganos,
también sus lugares de culto y todo atisbo de sus creencias).
La inteligente recuperación preconizada por Gregorio I, por lo tanto, fue
una empresa asumida sistemáticamente por la Iglesia. Fue mucho más eficaz en
tanto que cubría también el campo político. La empresa comenzó con Constantino,
el emperador romano que, en el siglo IV, se adhirió al cristianismo para
obtener el apoyo de los cristianos contra sus competidores en la carrera hacia
el poder imperial. Fue canonizado aun cuando su cristianismo era muy ambiguo:
esperó a estar en su lecho de muerte para ser bautizado y recibir el “pasaporte
espiritual” de Eusebio de Nicomedia, obispo arriano… por tanto herético. J.
Rudent observa: "La tradición, llevando a Constantino a los altares, ha
honrado a un curioso santo: asesino de su padre Maximiano, de su hermano
Licinio, de su hijo mayor Crispo, de su mujer Fausta e incluso, en el año 336,
del hijo de Licinio”. Pero qué importa, si ello permitió al cristianismo tomar
el poder en Roma. Esta conquista del poder político y del poder cultural ‒los
dos se acomodan el uno al otro‒ podría haber sido cuestionada por la
desaparición del Imperio romano de Occidente (476). Pero Clovis se presentó
para reiterar el pacto entre poder político y poder religioso.
Mientras que también recibió el bautismo para obtener el apoyo de las
eficaces redes católicas en su empresa de eliminación de sus rivales, los otros
reyes germánicos (visigodo, burgundio, alamán), él fue proclamado fundador de
una Francia “hija mayor de la Iglesia”, porque gracias a él el catolicismo se
impuso como la religión oficial del reino de los francos, frente a la ruda
competencia del arrianismo. Carlomagno, que no siguió para nada los consejos
legados por Gregorio I, puesto que optó por conducir a los sajones al
catolicismo por la vía del genocidio (masacre de los prisioneros de Verden,
deportaciones, capitulaciones eligiendo entre el bautismo o la muerte), fue
canonizado, en el siglo XII, en el marco de los tratados entre el Papado y el
Emperador Federico Barbarroja, el cual, para lavar su imagen, se proclamó
heredero de Carlomagno.
Cristianismo
e identidades
El catolicismo se impuso en Europa sumergiéndose en el molde de las
mentalidades europeas, impermeables a un judeocristianismo demasiado marcado
por sus orígenes semíticos. Lo cual supuso la adopción de esquemas mentales
ancestrales, como la tripartición funcional indoeuropea. Georges Duby la
analizado con maestría en un libro capital, Les
trois ordres ou l´imaginaire du féodalisme: definiéndola como una exigencia
fundadora de un orden social equilibrado, la repartición de los hombres en oratores (“los que rezan”), bellatores ("los que combaten”) y laboratores ("los que
producen"), los prelados Adalberon de Laon y Gérard de Cambrai, a
principios del siglo XI, inscriben su elaboración doctrinal en un marco que se
remonta a la más alta Antigüedad indoeuropea.
Pero ellos no hacen más que retomar una intuición ya bien afirmada en la
Regla de San Benito, padre del monaquismo occidental y declarado, en 1964,
“patrón de Europa” por el Papa Pablo VI. Esta regla exigía, en efecto, a los
monjes benedictinos que repartiesen su actividad cotidiana en tres actividades
indispensables para el equilibrio del hombre: el trabajo manual (la parte del
cuerpo), el trabajo intelectual (la parte de la mente) y la oración (la parte
del alma). Se pueden añadir otros ejemplos de la repartición funcional en las instituciones
católicas, siendo una de las más espectaculares el Orden del Temple, que
comprendía entre sus filas a sacerdotes, caballeros y artesanos (hermandades de
oficios), mientras que la cruz roja de la cruzada se tejía sobre blanco y negro
en el estandarte de guerra del Temple.
La Europa cristiana de la Edad Media era portadora de una escala de
valores muy querida por los europeos, pero que debía muy poco al cristianismo
de los orígenes: el heroísmo encarnado por los santos guerreros (Santiago
Matamoros, patrón de la reconquista contra los sarracenos y protector de los
peregrinos en el Camino de Santiago de Compostela, San Jorge, San Miguel, San
Mauricio),, el culto de la belleza representado por los constructores de
catedrales, el amor por la naturaleza representado por una San Francisco de Así
celebrando en sus poemas su “hermano sol”…
La fase medieval de la historia del cristianismo fue determinante en la
formación de las mentalidades, porque marcó duraderamente las mentes y los
espíritus: no hay que olvidar nunca que la Edad Media representa mil años de
historia, diez siglos, cuando sólo cinco siglos nos separan hoy del mundo
medieval…
Por supuesto, que hay errores, que no podemos olvidar: son perseguidos
los intelectuales que proclaman los derechos de la libertad de pensamiento
8pelagio y sus continuadores), el panteísmo (de Scot Erígena a Amaury de Bene,
David de Dinant, Maestro Eckart… y tantos otros), y todas las otras rebeliones
del espíritu contra los dictados del pensamiento único… Pero el pueblo ‒aunque
él cuenta entre sus filas con muchos heréticos‒ es globalmente seducido por los
ritos que responden a su sed por lo maravilloso: las pompas de la liturgia, el
juego de un decorado fastuoso, iluminado por los cirios y perfumado por el
incienso, el mágico encanto de una lengua misteriosa (el latín), que ellos
escuchaban pero no comprendían, pero que, decían los frailes, permitía dialogar
con Dios, el encuadramiento del fiel que, desde el bautismo al funeral,
franqueaba las etapas más importantes de su vida en el marco de una casa de
Dios…
Ciertamente, este condicionamiento psicológico por medio de puestas en
escena espectaculares ha suscitado un buen número de críticas. San Bernardo, en
el siglo XII, tuvo duras palabras para fustigar a estos monjes cluniacenses que
transformaban el interior de sus iglesias con una decoración teatral
(capiteles, esculturas, pinturas y cortinas), tan fascinante para los ojos de
los fieles, como para todos aquellos que, en la duda, olvidaban meditar y
rezar… Otros, ya fueran francamente heréticos como los valdenses o los cátaros,
o en el límite de la herejía como algunos franciscanos “espirituales”,
denunciaban un Iglesia demasiado rica, demasiado ávida, demasiado poderosa,
demasiado pretenciosa, que mostraba su lujo con insolencia mientras que sus
clérigos predicaban la pobreza. Pero, frente a las exigencias de austeridad de
los ritos y de los lugares de culto establecidos por las Reformas”, en el siglo
XVI, la Iglesia de la Contrarreforma y del concilio de Trento se sumó al uso de
una decoración fastuosa y colorida: el arte barroco utiliza con profusión
querubines angelicales, dorados y redondos, racimos de uvas y soles triunfantes
para celebrar la graciosa belleza de un mundo feliz. Resta que la cuestión del
libre arbitrio ‒y de su incompatibilidad con la gracia agustiniana‒ desemboca
en el siglo XVII en el rigor jansenista y la respuesta de los jesuitas. Pero,
en el mismo tiempo, estos debates teológicos están lejos de una religiosidad
popular marcada por una “mentalidad paganizante” (Jean Delumeau) y, contra las
manifestaciones de un “folclore manchado de espíritu pagano” (ciclos
estacionales, fiestas fuego, mascaradas y carnavales), los clérigos intentan
reaccionar, en particular contra las hogueras de San Juan, tan dionisíacas que
provocaban necesariamente el “libertinaje”.
Al hacerlo, la jerarquía católica olvidaba que el pasado pacto entre el
cristianismo medieval y el sentido de lo maravilloso, venía de una larga
memoria que garantizaba a la Iglesia una base popular. No sin ambigüedades,
incluso de compromisos, bien entendido. Pero las contradicciones eran vividas
sin mayor dificultad: es el mismo Botticelli quien pinta Vírgenes con el niño
(espléndidas, por otra parte) y Venus.
Todo esto permite decir que la Europa cristiana ha sido una realidad.
Ciertamente superficial, ciertamente frágil, ya que el esfuerzo misionero,
constantemente renovado, tuvo que aplicarse más en la Europa de los siglos
XVIII, XIX y XX, que en tierras lejanas... donde, por otra parte, se plantea la
cuestión de la adaptación de un cristianismo europeo a mentalidades exóticas en
todos aquellos continentes donde predicadores y pastores desembarcaron como
portadores de la Verdad.
Pero un fenómeno señala la complejidad de las relaciones entre el
cristianismo y Europa. En efecto, en la Europa del siglo XX, el cristianismo ha
contribuido a reforzar ciertos combates identitarios. El proceso es, a decir
verdad, bastante antiguo. El husismo en el siglo XV para los checos, el
luteranismo en el siglo XVI para los alemanes, insertó una dimensión religiosa
sobre un movimiento de emancipación de los pueblos respecto de la Iglesia
romana, acusada, con razón, de imponer una pesada tutela centralizadora y
uniformadora frente a las reivindicaciones de autonomía. Pero, por otra parte,
el catolicismo jugó también un papel motor espiritual objetivamente aliado con
una explosión de identidad política en los polacos, los irlandeses, los
carlistas españoles y algunos otros… El fenómeno, en el siglo XX, revistió una
nueva intensidad en relación con la tiranía soviética. Todo el mundo sabe, por
ejemplo, que el sindicato Solidarnos, a principios de los años 80, recibió un
decisivo apoyo de la jerarquía católica, hasta el punto de que el presidente
Lech Walesa aparecía como el portavoz de la Iglesia romana, lo cual, por otra
parte, contribuyó a su fracaso cuando intentó ser reelegido, pues la sociedad
polaca cambió rápidamente después del colapso del bloque soviético.
Hay que señalar que la adecuación entre identidad nacional e identidad
católica puede tener efectos perversos: el apoyo de Roma a los católicos
croatas contra los serbios ortodoxos fue, desde el punto de vista europeo, una
aberración, porque debilitar a los serbios, defensores de la identidad europea
frente al islam (bosnios, albano-kosovares, turcos) es criminal.
El balance
Hoy, ¿qué pasa con la referencia a una Europa cristiana?
Aquí es necesario referirse a lo que Alain de Benoist llamó "La
estrategia de Juan Pablo II". Una estrategia basada en la
"nueva evangelización" de Europa y organizada en torno a un
postulado: existe una identificación total de la cultura europea y la cultura
cristiana. Esta afirmación ya lo había hecho Pío XII y después Pablo VI. Pero
Juan Pablo II la retomó y sistematizó, con un vigor particular, afirmándola de
forma perentoria, por ejemplo, declarando que la identidad europea,
“incomprensible sin el cristianismo”, no puede existir sin él. Por
consiguiente, sólo la Iglesia puede dar un “alma”, por tanto, una existencia, a
Europa. Juan Pablo II es retransmitido, en esta predicación de tono
voluntariamente profético, por los jerarcas católicos, algunos de los cuales
aportan una nota muy personal. Así, por Lustiger, del que sabemos es uno de los
más ardientes defensores de un retorno del cristianismo a sus fuentes judaicas,
el cual declaraba que la riqueza de Europa es haber recibido “el mensaje de la
palabra bíblica”, siendo así que Europa no podría concebirse más que en razón
de su nacimiento e infancia por el cristianismo que permanece orgánicamente
ligado al judaísmo y al universalismo secular. En suma, a la tradicional
cuestión “¿Atenas o Jerusalén?”, Lustiger responde: "¿Atenas? No la
conozco…".
Esta temática desemboca en paradojas que pueden tener un carácter
decisivo. Así, mientras Juan Pablo II declaraba en Compostela: “Yo lanzo hacia
ti, vieja Europa, un grito lleno de amor; reencuéntrate a ti misma, sé tú
misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces”. Este llamamiento, en cualquier
caso, patético, reposa (y esto no debe ignorarse) en una contraverdad
histórica. Las raíces de Europa, en efecto, se sumergen en un pasado
infinitamente más antiguo que el cristianismo. No es con crisis de memoria como
puede escribirse la historia.
Propulsando a través de sus textos y discursos, la fórmula de la
"nueva evangelización", Juan Pablo II intentaba crear un nuevo celo
misionero destinado a cristianizar en profundidad (¿recristianizar?) a los
pueblos europeos, oficialmente ya bastante cristianos. Lo que viene a reconocer
que hoy, como ayer, el cristianismo europeo es un barniz superficial ‒mientras
que algunos observadores remarcan la intensidad con la cual, en otros
continentes, los cristianos, más o menos recientes, manifiestan sus
convicciones. La estrategia de Juan Pablo II se apoya sobre un obstáculo de
gran tamaño: la noción de la Europa cristiana es una idealización y condenada a
seguir como tal, porque es contradicha por una simple pero fuerte realidad, a
saber, la existencia de sociedades europeas amplia y profundamente
descristianizadas. Contrapartida, muy probablemente (aunque no sea más que un
factor entre otros, porque el fenómeno es complejo) de una acción de
despaganización del catolicismo, puesto en marcha por el modernismo y
oficializado por Vaticano II. Esta política se traduce en el abandono de un
tradicionalismo festivo que durante mucho tiempo fidelizó a los practicantes,
aunque sólo fuera por la vía de una liturgia y de unos rituales que jalonaban
la vida de los individuos (bautismo, comunión, matrimonio, funeral) y que, por
tanto, eran referencias socialmente estructurantes.
Además, el Papa y los jerarcas católicos más asociados con su estrategia,
como Lustiger, comenzaron a reapropiarse de la ideología de los derechos
humanos, explicando que su fundamento es cristiano, no siendo la ideología de
las Luces más que una transposición laicizada del universalismo cristiano. Lo
cual es totalmente exacto.
Disponiendo así de un cuerpo doctrinal ofensivo, Juan Pablo II se
autorizaba a distribuir concilios y mandamientos a la sociedad civil y a los
responsables de las instituciones políticas. La Iglesia reivindica así un
magisterio moral. Es decir, que, pese a las sutilezas y las precauciones en la
forma de presentar las cosas, se trata de volver, incluso si uno rechaza este
término, a la buena y vieja teocracia: por la voz de su representante en la
tierra, el Papa, el Dios bíblico rige las sociedades humanas que deben, para
ser salvadas, seguir los preceptos de la Ley. La Iglesia tiene la vocación, hoy
como ayer, en decir a los hombres lo que deben pensar y cómo deben conducirse.
Porque, señala Jean-Louis Schlegel (Esprit, noviembre 1990), “el Papa (…)
parece conservar en su mente el modelo (…) de una sociedad política regentada,
en sus valores colectivos e individuales, por la Iglesia”. Lo que es la
continuación de una muy antigua ambición, fuente de conflictos que se remontan
a los orígenes de la Iglesia, siendo uno de sus principales episodios, en la
Edad Media, la lucha a muerte entre el Imperio y el Papado (Lustiger sabe de lo
que hablamos, porque él denuncia “los modelos imperiales derivados del
paganismo”).
Este imperialismo religioso conduce al fino analista a una constatación,
tan simple como fundamental: el cristianismo, sea cual sea su evolución a lo
largo de los siglos, continúa siendo una visión del mundo puramente dualista,
distinguiendo dos dominios diferentes en esencia, el del creador y el de la
creación y sus criaturas, sumisas, obligatoriamente sumisas a su creador. Es
aquí donde el cristianismo está en contradicción absoluta con un genio europeo
basado en la afirmación de la necesaria libertad y de la unidad intrínseca del
mundo.
¿Europa es cristiana? Solamente cuando acepta someterse a una ley que le
es extraña (y extranjera) porque nació en el Sinaí. Esta Europa jamás será
nuestra. ■ Fuente: Terre & Peuple