Más
que una respuesta o una afirmación, la identidad contiene, en primer lugar, una
pregunta: “¿Quién soy yo?”. Y una respuesta que es aún más vaga porque esta
identidad no nos dice nada sobre el tipo de sociedad, de gobierno y de sistema
económico a construir.
En
el verano de 2004 publiqué un editorial en la revista Éléments en el que observaba que “la globalización estimula las
tomas de conciencia identitarias en la misma medida que aquella tiende a
erradicar las identidades”, lo que venía a decir que la noción de identidad
tenía un buen futuro ante la globalización. Añadía que la noción de identidad
puede conducir tanto a lo mejor como a lo peor, inspirar la xenofobia más
agresiva o el servicio al bien común más desinteresado.
Dos
años más tarde, en un pequeño libro dedicado totalmente a esta cuestión,
“Nosotros y los otros. Problemática de la identidad”, que después fue publicado
en italiano, alemán y español (editorial Fides), intentaba desarrollar tres
ideas muy simples: primera, que la cuestión de la identidad no se plantea más
que cuando esta identidad está amenazada o perdida (no nos preguntamos sobre la
identidad cuando ésta se disfruta plenamente); segunda, que la identidad es de
naturaleza fundamentalmente dialógica, porque implica una relación (un
individuo o un pueblo no tiene identidad si se encuentra solo o aislado);
tercera, que la identidad no es lo que no cambia nunca en nosotros, sino lo que
nos permite cambiar en cualquier tiempo siguiendo siendo nosotros mismos.
La identidad de los
identitarios
El
tema de la identidad está hoy omnipresente, tanto en la vida cotidiana como en
la vida pública, incluso si hay que distinguir aquí la identidad de las
minorías (bien admitida) de la identidad de las mayorías (siempre bajo
sospecha). Algunos, ya sean de derechas (sobre todo) como de izquierdas
(ocasionalmente) se definen ahora como “identitarios”. Su enfoque está
perfectamente justificado, sus acciones son tan espectaculares como bienvenidas
y las escandalosas medidas represivas que se abaten sobre ellos no hacen más
que reforzar la simpatía por ellos.
El
uso de la palabra “identitario” incita, sin embargo, a la reflexión. Resulta
conveniente, sin duda, para los movimientos políticos, a los militantes
comprometidos en una lucha sobre un tema concreto (contra la inmigración, por
ejemplo). Puede, por el contrario, ser difícilmente asignado a una escuela de
pensamiento y menos todavía buscar la teorización a partir de una concepción
del mundo. Intentaré decir por qué.
La
noción misma de identidad, por esencial que pueda ser, sigue siendo muy vaga,
aunque sólo sea porque designa, a la vez, lo que nos distingue de los otros y
lo que nos hace semejantes (“idénticos”) a algunos de nosotros. En cuanto
intentamos capturar su sentido, se nos escapa.
¿De qué Europa
hablamos?
Como
todo el mundo sabe, la identidad no es unidimensional, tiene múltiples facetas:
tenemos la identidad lingüística, una identidad filosófica o religiosa, una
identidad etnocultural, una identidad profesional, una identidad sexual, una
identidad de convicciones y valores, etc. Todas estas facetas se articulan más
o menos bien entre ellas, pero nunca les damos la misma importancia a todas
ellas. Algunas nos parecen más fundamentales que otras. Estas son las que
motivan nuestros compromisos y nuestras solidaridades. Y estos compromisos y
solidaridades no serán los mismos salvo en aquellos que tienen muchas cosas en
común.
Entiendo
perfectamente que, en el caso de los “identitarios”, es la identidad nacional,
cultural o civilizacional, la que resulta privilegiada. Se trata de defender la
identidad de la nación o la identidad de Europa, lo cual me resulta
eminentemente simpático. Pero esto no resuelve el problema, porque todavía hace
falta decir en qué consiste esta identidad, lo que puede hacerse desde ideas
muy diferentes, incluso opuestas. La Francia de Clovis no es necesariamente la
misma que la de la Comuna, la Europa de los grandes hombres y la Europa de los
pueblos no son tampoco la misma cosa.
Pero
hay algo más importante. Defender Europa no nos dice nada sobre la filosofía a
la que debemos adherirnos, cuál es el tipo de sociedad que deberíamos
establecer, qué forma de gobierno deberíamos adoptar, qué sistema económico
deberíamos esforzarnos en construir. La razón es bien simple: en el curso de su
historia, Europa lo ha inventado todo. Ha dado nacimiento a las filosofías más
opuestas, a los sistemas económicos y políticos más contradictorios también. La
paleta propuesta es tan amplia que decirse “europeo” no es suficiente para
permitirnos elegir. La identidad no se orienta hacia ningún sistema político o
filosófico en particular. No resulta adecuada, entonces, para designar una
escuela de pensamiento.
De la estima y la
adoración de sí mismo
Frente
a las grotescas incitaciones al “arrepentimiento”, algunos se dicen “orgullosos
de ser europeos”. ¿Por qué no? Pero aparte de esto, ¿está bien elegida la
palabra? La moda de los “orgullos” nos ha llegado de los Estados Unidos de América,
especialmente con el Gay Pride. Sin embargo, en inglés, el término “pride”
significa tanto “orgullo” como “dignidad” o incluso “arrogancia”, lo que me
parece preocupante. Y más fundamentalmente, ¿podemos decir “orgulloso de ser
europeo”? Personalmente, yo me considero un ser afortunado, extremadamente
afortunado, por ser europeo. Pero no estoy “orgulloso” de ello. Se puede,
eventualmente, estar orgulloso de lo que hacemos (o intentamos hacer), de lo
que hemos realizado por nosotros mismos. Pero ¿y de lo que no hemos hecho?
¿Podemos estar “orgullosos” de tener brazos y piernas? Bien mirados, “orgullo”
y “arrepentimiento” son de la misma naturaleza. En materia de identidad, el
arrepentimiento consiste en flagelarnos por culpas que no hemos cometido, el orgullo
en reivindicar logros de los que nos hemos sido los autores.
Llamarse
“identitario” es también situarse resueltamente en una perspectiva de pura
subjetividad ―esa misma metafísica de la subjetividad que ha conducido al
narcisismo contemporáneo. En tal perspectiva, el “nosotros”, se arriesga a
convertirse en una simple adición de “yoes”: el ego colectivo, el
individualismo de las naciones. Un “yo” alargado, una subjetividad tanto más
exacerbada en cuanto se expresa en un clima de fiebre obsidional. De la estima
de sí mismo, que es necesaria, se pasa a la adoración de uno mismo (o de sus
orígenes), que es detestable. Para salir de la subjetividad, hace falta no sólo
batirse en nombre de una pertenencia (un pueblo, un país, una cultura, etc.),
sino en nombre de una concepción del mundo que, entre otras, justifique la
defensa de las pertenencias, lo que no es la misma cosa. Defender su pueblo
está bien. Luchar contra el sistema que mata (todos) los pueblos, está mejor
todavía.
Un pueblo no es sólo
un stock genético
Defender
su pueblo es también defender, al mismo tiempo, su naturaleza y su cultura,
porque en el hombre los dos aspectos son indisociables. Esto implica,
simultáneamente, separarse de los partidarios de una concepción puramente
“étnica” de la pertenencia, que confunden los genes por kilogramos, y de los
“ciudadanos del mundo”, que creen que los pueblos no existen, sino que se
construyen a partir de la nada. Un pueblo no es solamente un stock genético,
sino que, en primer lugar, es una historia, es decir, una serie de
acontecimientos y de metamorfosis. Spengler recordaba que es la historia la que
crea los pueblos, y no a la inversa. Añadía que lo que pone en forma a un pueblo no
es el origen en común, sino la idea de que sus diferentes componentes son
capaces de defenderlo en común.
No
es suficiente, en efecto, transmitir la herencia de aquellos que nos han precedido,
hay que transmitir también la capacidad de actuar que ellos tuvieron en su
época. Esto es, fundamentalmente, las prácticas que hacen de los hombres lo que
son. La identidad, en definitiva, no es tanto lo que eres sino lo que haces con
lo que eres. ■ Fuente: Éléments pour la civilisation européenne