En los años 80 del pasado siglo, el economista
Pierre Rosanvallon observaba, a través de la puesta en marcha de la “política
de desregulación” (liberación de los precios, reducción de la intervención
pública, disminución de las reglamentaciones…), “un renacimiento de las ideas
liberales”.
Este mismo economista, señalando la coherencia de los
trabajos teóricos del liberalismo” y su “capacidad real de reducción intelectual”,
ponía en guardia a la opinión: “hace falta, nos decía, tomar seriamente a
Rawls, Nozik, Buchanan y todos sus epígonos. No se trata sólo de una moda
pasajera”. Los años 90 confirmaron este diagnóstico.
Esta configuración era inevitable: ante el debilitamiento
del pensamiento marxista y de la política en general, un paseo intelectual se
abría ante el liberalismo, nueva ideología dominante, incluso “pensamiento
único” para algunos (Ramonet).
Antes de que el fin de siglo coronase este “nuevo dispositivo
ideológico”, el mundo, viviendo en una dimensión bipolar reductora, mantenía,
un poco todavía, la ilusión de una apariencia de pluralismo. Ahora, este tiempo
ha desaparecido: el liberalismo ha impuesto al conjunto del planeta su discurso
y sus prácticas, penetrándonos de una lógica y una perspectiva mono o unidimensional,
es decir, totalitaria.
Frente a esta nueva ortodoxia, frente a este nuevo dogma
mono-teísta, está claro que proponer evocar “los errores teóricos del
liberalismo”, se impondría, evidentemente, ante los ojos de algunos como una
pura provocación, o incluso como un desafío peligroso en razón de su
presunción. Pero es obligado recordar las iniciativas y las numerosas
producciones que hoy en día van en este sentido.
Una de ellas fue iniciada en 1981 por un grupo de
universitarios y de investigadores (economistas, sociólogos y antropólogos)
que, bajo el impulso de un hombre, Alain Caillé, crearon un movimiento y una
revista de su mismo nombre: el MAUSS (Mouvement
Anti-Utilitariste dans les Sciencies Sociales).
Rindiendo homenaje, por su denominación, al sociólogo y etnólogo
Marcel Mauss, y formado en su origen sobre la base de un “sentimiento de difusa
enfermedad en ciertos profesores e investigadores que sufren un encierro en sus
respectivas disciplinas”, el MAUSS se constituyó, sobre todo, en el rechazo del
“creciente peso de las explicaciones y legitimaciones de tipo económico en las
disciplinas y en la práctica”.
Enlazando con la revista vanguardista de ultraizquierda
creada por Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, “Socialismo o barbarie”
(1949-1965), Caillé y sus colaboradores no han dejado, desde 1981, de
concentrar sus análisis, sus críticas y sus ataques contra los errores de la
economía en general, y de su doctrina liberal en particular. En el “Manifiesto
del MAUSS” (crítica de la razón utilitaria), el sociólogo hacía este
llamamiento: “habiendo constata-do la fragilidad de la ciencia económica y sus
pretensiones explicativas, el antiutilitarismo no significa nada más… que
antieconomicismo”.
Sería aquí demasiado largo examinar los análisis y las
explicaciones sobre el utilitarismo y el antiutilitarismo: la densidad y la
complejidad de los trabajos del MAUSS no lo permiten, so pena de simplificación
y de reduccionismo. Pero cabría mencionar, por ejemplo (y éste es el punto
fundamental), que “toda la doctrina del utilitarismo (filosofía mercantil)
subordina deliberadamente la política a la economía” (J. Touchard), en una
palabra, que “utilitarismo” rima invariablemente con “economicismo”.
¿A que nos lleva a prestar atención entonces el
antieconomicismo? La primera precisión es que el antieconomicismo no significa,
en ningún caso, “antieconomía”. Se trata no de denunciar la economía en tanto
que tal, sino más bien, a través de esta corriente, de invertir la dominación
hegemónica de esta última como ideología y como hecho dominante de
civilización, de contestar su pretensión de invadir toda la esfera política y
social.
Una óptica antieconomicista implica, por consiguiente,
aprehender la economía no como una teoría, sino más bien como una práctica
revisable y adaptable, es decir, como un medio, no sometido a leyes generales y
universales.
Recordando que ella es una disciplina empírica (F. Perroux),
y no experimental, que comienza por la observación orientada, por la
teorización, por la formulación de hipótesis y la elaboración de variados
modelos, se tiende a resituar la economía, al menos, en el ámbito de las
mentalidades, a restituirla, especialmente, al servicio de la política.
Porque como bien señala Engelhard, “desde Adam Smith, lo
económico ha absorbido lo político, pretendiendo tomar en consideración todos
los comportamientos humanos”, para así posicionarse como “el único medio real
de la sociedad” (Guillaume Faye), como su núcleo central.
Tal postulado, bien entendido, ha tenido sus mayores efectos
sobre las mentes y los comportamientos: aprehender las sociedades no
consistiría ya en percibirlas como conjuntos humanos viables, es decir,
armónicos y consensuales, sino como máquinas u organismos productivos y
mecánicos, no teniendo otra finalidad que el crecimiento del bienestar
material, además de tener como resultado la mercantilización de las relaciones
sociales, ni otra lógica que la de querer asociar “los valores de las personas
proporcionalmente al valor de los bienes mercantiles que ellas poseen” (A.
Caillé).
Esta visión de una sociedad comprendida únicamente en un
sentido instrumental y utilitario deriva directamente del economicismo, fruto
del liberalismo. Éste siempre tiene dos caras (una política, otra económica),
pero podría, en realidad, ser aprehendido globalmente. Fundado generalmente
sobre la denuncia de un papel demasiado activo del Estado y sobre la
valorización de las virtudes reguladoras del mercado, el liberalismo toma al
individuo como medida de la sociedad. Este último, presentado como “un todo
perfecto y solitario” (Rousseau) se nos aparece como un actor racional y
neutro. Modelo abstracto por excelencia, se comprende igualmente cómo se
acomoda en todo punto al diagnóstico liberal, puesto que él le permite
liberarse de la misma noción de “contexto social” o de “hecho social”, y en el
mejor de los casos, de no considerarlo sino como un “sistema de interacciones
mecánicas” (Rosanvallon).
Desde entonces, toda perspectiva holística se encuentra
evacuada, se sustituye el interés colectivo por el solo juego de los intereses
particulares, y la sociedad sólo tiende a reducir todas las preocupaciones y
aspiraciones de los hombres a un intercambio entre bloques de intereses (Thomas
Molnar), de intereses principalmente económicos.
Este esquema es confirmado por John Rawls; para él, la
sociedad se resume en “una empresa cooperativa encargada de producir las
ventajas mutuas”.
No olvidemos, a este respecto, que “el liberalismo
económico, que reposa sobre los principios de riqueza y de propiedad” es, según
Touchard, “el fundamento doctrinal del capitalismo”. Si en la práctica se apoya
sobre una economía de empresarios y sobre los mecanismos del mercado, su
filosofía o su esencia (y esto es lo que debemos retener) reposa, en última
instancia, sobre “el primado de los valores económicos” (J. Baechler); valores
orientados hacia lo que Aristóteles denominaba la “crematística”, es decir, esa
incesante voluntad de acumular capital, esa lógica del enriquecimiento,
enriquecimiento devenido él mismo en su propio fin, igual que lo económico
deviene en fin del hombre.
En tales condiciones, podemos decir exactamente con Thomas
Molnar, que “el liberalismo que tiende irresistiblemente a la privatización”
(del espacio social) corresponde y engendra “un esquema transnacional de los
asuntos”.
Es justamente frente a este “creciente valor de la dimensión
económica de la vida colectiva” y a “esta lógica productivista-hedonista (…)
que tiende a minar el proyecto político constitutivo de la idea de nación” (D.
Schnapper), que el MAUSS se ha dado como objetivo buscar otros fundamentos
normativos para la sociedad distintos de ese modelo mercantil y utilitarista,
rehabilitando especialmente la cuestión de la política, “cuestión previa a
todas las demás” (Caillé).
¿Cómo se restablece entonces esta rehabilitación de la
política? Esta es la gran originalidad del dispositivo maussiano. A fin de
operar una reinversión paradigmática de un imaginario utilitarista omnipresente
en las ciencias sociales, y más generalmente en la vida y en el pensamiento
moderno, Caillé nos propone honradamente volver a la luz del “don”, concepto a
la vez ordinario y común, pero también de una indudable complejidad,
complejidad en la medida de que resulta clave tratarlo adecuadamente, porque,
insiste el sociólogo, de lo que se trata, frente al liberalismo, es de
“repensar el estatuto de la vida”.
Mientras que el liberalismo, como hemos visto, “presupone la
autonomía y la objetividad pura de los individuos” (de los individuos idénticos
e intercambiables, es decir, desencarnados y sin alma) y considera a la
sociedad como un simple espacio parcelarizado y atomizado, resultado de la
agregación contable de los comportamientos individuales, la Weltanschauung maussiana, por su parte,
nos reenvía a un enfoque antropológico, político y sociológico de las
relaciones sociales más auténticas y más dinámicas. Alain Caillé, a propósito
del desarrollo, recuerda con convicción: “Antes de ser económicas, las vías
son, en primer lugar, políticas y simbólicas”.
Detengámonos, por consiguiente, aunque sea brevemente, en
esta noción de la “política” como actividad y como función.
En general, la evocación de “la política”, para la mayoría
de nosotros, se traduce por la idea de un “sistema de poder instituido”, poder
que tiene por objetivo el “monopolio de la violencia legítima” que implica la
puesta en marcha de un dispositivo poseedor de una capacidad de limitación y de
dominación: esta instancia se encarna, por ejemplo, en la figura del Estado.
Asimismo, si retomamos los análisis de Julien Freund, la
política podría definirse como “la actividad social que se propone asumir por
la fuerza, generalmente fundada sobre el derecho, la seguridad exterior y la concordia
interior de una unidad política particular, garantizando el orden en medio de
la lucha…”.
Si este enfoque es susceptible de satisfacer la opinión de
un jurista o de un politólogo, no sucede ciertamente lo mismo para un
sociólogo. A este respecto, Caillé reacciona precisamente como un sociólogo.
Para este último, conviene justamente reafirmar “la necesidad de pensar una
dimensión de la política que no se reduzca al Estado” ni a una relación
sistemática “mando/obediencia”.
Hannah Arendt abrió la vía: para la discípula heideggeriana,
la política, “necesidad imperiosa para la vida humana”, “trata de la comunidad
y de la reciprocidad entre seres diferentes”.
Notemos aquí que ya no es cuestión de “dominación” ni de
“violencia” (incluso legítima), sino más bien de “reciprocidad”, es decir, de
intercambio y de confianza mutual, elementos que configuran un esquema propio
en la socialidad primaria.
Es en esta perspectiva que Alain Caillé trata de aprehender
la política: en efecto, la política constituye, según el sociólogo, “el momento
instituyente de la relación social” (momento transocial), a saber, que se trata
de ese espacio-tiempo decisional de ligazón entre diversos órdenes, cultural,
social, económico y político, una decisión o acto de voluntad soberano que, por
su autoridad hace que esa sociedad sea ella misma y no otra distinta (“elección
autorreferencial de una sociedad por ella misma”, o incluso “autoinstitución de
la relación social global”), y que nos permite así ratificar esta “aceptación
colectiva de vivir-juntos-colectivamente”.
Lo descubrimos así netamente: por una parte, un proyecto
político, preocupado por unir, por unificar, y cuya tarea y objetivo consisten
en “garantizar la vida en su sentido más extenso” (Arendt); por otra parte, un
orden económico y su competencia, “factor de divisiones y rivalidades entre los
grupos” (Schnapper).
Tal óptica nos conduce, evidentemente, a considerar el pensamiento
liberal como un pensamiento esencialmente antipolítico. En efecto, como lo
había señalado Carl Schmitt en su época, “bastante sistemáticamente, el
pensamiento liberal elude o ignora (el Estado y) la política para moverse en la
polaridad característica y siempre renovada de dos esferas heterogéneas: la
moral y la economía…”. Y añadía: “esta desconfianza crítica hacia (el Estado y)
la política se explica por los principios de un sistema que exige que el individuo
sea siempre un terminus a quo y un terminus ad quem”.
Desde ese momento, la cuestión que surge es la de saber: ¿cómo?,
¿cómo realizar ese objetivo de la “política”? ¿Cómo proporcionar e instituir
ese momento fundador? ¿Cómo alcanzar esa proyección esencial de la unión y de
la existencia colectiva, sin que suprima a la persona ni sacrifique a los
individuos?
Aunque hostil a toda visión sobresocializada, Alain Caillé
recuerda, sin embargo, que “la interacción social no se produce nunca entre
individuos indiferenciados”, sino más bien “entre individuos ya caracterizados
por su pertenencia a grupos particulares”. Y podría ser a través del “don” que
esta interacción se realizara.
Esta solución, como la mayoría de los ejes de búsqueda, no
constituyen, digámoslo para entendernos, ninguna panacea. Algunos quizás las
estimarán seductoras intelectualmente, pero al mismo tiempo irrealizables,
ilusorias o estrafalarias sobre el plano político. Sin querer disgustar a estas
personas, estas apreciaciones no reenvían finalmente sino a un simple juicio de
valor. En efecto, nada en las ciencias sociales o humanas en general permite
decir que una solución sea, en sí misma y a priori, falsa o errónea, y que su
contraria sea la detentadora de la verdad.
Se olvida con demasiada frecuencia que las ciencias humanas
son todas ciencias históricas, cuyos discursos se sitúan en los marcos
espacio-temporales determinados y expresan singularidades socioculturales
específicas, y que, por tanto, no pueden pretender, real y razonablemente,
llegar a una total objetividad. Pero este olvido siempre parece que concierna a
la “economía política” (el liberalismo). Desvinculado ya de los procesos
experimentales, nos impone verdaderamente “un nuevo totalitarismo escolástico
fundado sobre concepciones abstractas, apriorísticas y separadas de toda
realidad…” (Maurice Allais). Mismo sin son tapaderas perceptibles, como observa
Malinvaud, por su parte, que “muchos de sus teóricos trabajan sobre modelos
puramente abstractos y se dispensan así de confirmar sus conclusiones mediante
una confrontación con los hechos”, lo que, convengamos, continúa siendo el
mejor medio para apropiarse del monopolio de la verdad.
Así, nosotros sabemos, con G. Busino, por ejemplo, que las
ciencias humanas producen no un saber verdadero y universal en sí mismas, sino
solamente un saber sólido, coherente y convenientemente ajustado en relación a
una cierta realidad, y que el ideal de objetividad absoluto (cientificidad) en
la materia deriva cada vez más en pura utopía: las ciencias humanas y sus
teorías, recordémoslo, no producen, de hecho, más que “normas
intersubjetivamente reconocidas”.
Así, para concluir este debate que enfrenta finalmente dos
juicios de valor (teorías liberal y antiutilitarista), ¿por qué no ser un poco
audaces y osados para poner en marcha, a partir de un modo de empleo (parcial),
este dispositivo propuesto por el MAUSS?: después de todo, ¿no sería el mejor
medio de verificar el acierto y la mesura de los análisis en cuestión?