Lo que caracteriza al
momento presente es la afición por el catastrofismo. El alarmismo está de moda
y el apocalipsismo se extiende a toda
velocidad en las opiniones de los ciudadanos y de los militantes partidistas.
En el campo político, aligerado de su
eje derecha/izquierda y sus referencias tranquilizadoras, dos partidos
informales del miedo comparten la gestión y la explotación de las dos pasiones
dominantes: el antipopulismo y el ecologismo.
El catastrofismo
antipopulista es contemporáneo al alarmismo climático, que se encamina al
apocalipsismo. Si en el discurso de las élites el populismo es el nombre del
“partido del Mal” que ha reemplazado a la vez al fascismo y al comunismo, sin
minorar la real amenaza islamista, el ecologismo es el nombre del nuevo
“partido del Bien”, que tiene gran éxito entre la juventud y hace llorar a los
progres con sus visiones del fin del mundo.
En unos términos más
matizados: al nuevo “partido de lo Peor” con sus contornos difusos (los
“populistas”) se opone a partir de ahora el “partido de lo Mejor”, un partido
sin fronteras, el partido del ser viviente y de la diversidad, nuevos nombres
de lo sagrado. El enemigo absoluto tiene, por tanto, dos caras: la del
“populismo”, el destructor astuto de la democracia y el contaminador criminal
del planeta que tiende, entre los integristas ecoloanimalistas, a confundirse
con la especie humana por entero, intrínsecamente criminalizada. Contra el
diablo “populista” se levanta la gran diosa “verde”: el primero tiene a todo el
mundo en contra, la segunda parece seducir a todos. Las conversiones a la
gnosis ecologista se multiplican, de la extrema izquierda a la extrema derecha
pasando por el centro, tradicionalmente oportunista. ¿Cómo resistir ante ese
nuevo “saber que salva”? Hay algunas excepciones a la regla, digamos, unos
herejes: unos populistas de derecha o de izquierda, orgullosos de serlo, y unos
“climáticoescépticos” declarados, seguramente temerarios o provocadores. Pero
son tratados como unos sospechosos, irresponsables o ignorantes, delincuentes o
malvados. Se les aparta y designa como enemigos del medioambiente, de los
animales (animales humanos incluidos) y vegetales.
Afirmada por la ola verde-juvenil,
encarnación de la juventud simpática en política, la temática alarmista de la
“urgencia climática” se ha convertido en el único fundamento del nuevo
imperativo categórico de la moral política. Esa ola unifica a los que “piensan
bien” y saben lo que es cierto. El ecologismo salvador y redentor oscila entre
el estatus de una seudopolítica y el de una doctrina pospolítica en el
escenario del gran espectáculo planetario. En cuanto al antipopulismo, funciona
como un sustituto del pensamiento político en la era de lo impolítico, el del
triunfo de la comunicación, de las noticias falsas, de las posiciones engañosas
y del espíritu conspiracionista. Proporciona a todos los que tienen miedo de
perder algo la ilusión reconfortante de estar del lado correcto del Bien y de
lo Verdadero.
La seducción del
catastrofismo se sostiene en que es irrefutable y fuertemente movilizador, pero
también en el hecho de que las políticas que puede inspirar no son nunca
penalizadas. Eso garantiza una comodidad intelectual permanente a los iluminados
que se alegran esperando el fin del mundo y denunciando a los culpables del
crimen supremo, el crimen contra el “clima” y “el ser viviente”.
Los antipopulistas
virtuosos, en su lugar, encuentran su felicidad cotidiana acusando a los
potenciales asesinos de la democracia o, en Francia, de la República. La nueva
unión de la izquierda se forja alrededor del gran relato del hundimiento y la
redención ofrecida por los ecologistas, mientras que la unión de la derecha y
de la izquierda pulverizadas se hace sobre la base de un programa antipopulista
común.
Por un lado, unos
piadosos adeptos de una nueva religión de la salvación, y por otro unos
soldados ideológicos que defienden como pueden un racimo de partidos asediados.
Olvidado el “crimen contra la humanidad”, ya no quedan más que dos grandes
crímenes: el crimen contra “la democracia” y el crimen contra “el planeta”. El
catastrofismo segrega el maniqueísmo como el hígado segrega la bilis. Encierra
a los espíritus en las abstracciones y las fórmulas vacías. Es la venganza
irónica de Polemos: las doctrinas de
combate han tomado el color del Bien. Queda el pobre horizonte virtuoso de la
“convivencia multicultural”, nuestro último opio para todos, es decir el ideal
confuso de la coexistencia pacífica y feliz del león y la gacela, del lobo y el
cordero, de los humanos y de otros seres vivientes (todos dotados de una
“dignidad intrínseca”), al cual se añaden las síntesis fantaseadas del
ecologismo y del progresismo, o las uniones sagradas del laicismo y del multiculturalismo
en nombre del “respeto”, virtud sintética residual. La búsqueda del bienestar
de cada ser vivo como única regla de acción. El ideal burgués proyectado sobre
todo lo que vive, pero socializado y estatalizado. Y el Estado de bienestar
planetario como horizonte deseable.
Se nos empuja a
comprometernos con urgencia en los dos bandos buenos, bajo pena de convertirnos
en reencarnaciones del “maldito” de Sartre. Se permite encontrar irrespirable
esta atmósfera surgida del activismo frenético de los boy-scouts al servicio del “planeta” y de la “democracia”, y
también de aspirar a una pausa, propicia para la reflexión. ■ Traducción: Esther Herrera Alzu. Fuente:
Le Figaro