El reclutamiento de los
primeros cristianos
Evocar la calidad humana de los primeros cristianos y sus motivaciones es
plantear el problema del reclutamiento de la Iglesia de los orígenes. Los
cristianos sentían la iluminación de la omnipotencia divina. Pero Gibbon,
discretamente, pone en paralelo la tranquilidad del alma de los que, habiendo
“hecho bien”, tienen “su propia conciencia”, y el carácter atormentado del
nuevo converso que se precipita hacia una redención tanto más deseada en cuanto
ella le libera de una pesado pasado: "Las personas que en el mundo habían
seguido, aunque de manera muy imperfecta, las leyes de la benevolencia y
honestidad, se contentaban con la opinión de su propia rectitud; y la
satisfacción tranquila que experimentaban les hacía menos susceptibles a esas
emociones repentinas de vergüenza, dolor y terror que daban lugar a
maravillosas conversaciones. Guiados por el ejemplo de su divino maestro, los
misioneros del Evangelio se dirigían a los hombres, y sobre todo a las mujeres,
que, cargados con el peso de sus vicios, frecuentemente sentías sus efectos”.
Es para enfatizar el carácter patológico que inconscientemente nos muestran
algunos apologistas en los cristianos que ellos describen, en los que el
“heroísmo” puede interpretarse, en lenguaje médico, en términos de neurosis
masoquista. Reclutando sobre todo en lo que bien podríamos llamar el
“lumpenproletariado” de la sociedad romana, el cristianismo reclutó con mayor
facilidad a los partidarios que pudieron encontrar en la austera “santidad” de
sus reglas de vida, una revancha secreta contra los poderosos, los ricos, los
burgueses… en suma, los damnificados. Gibbon señala, con cierta malignidad,
este fenómeno de transferencia: “Los últimos rangos de la sociedad se adjudican
el mérito de despreciar la pompa y los placeres que la fortuna les ha negado.
Tal afectación siempre es fácil y agradable. La virtud de los primeros
cristianos con frecuencia estaba cubierta por su pobreza y su ignorancia”.
Incluso si, progresivamente, el cristianismo se implanta en las esferas superiores
de la sociedad romana, sus caracteres mesiánicos, proféticos, apocalípticos
siempre les aportaban ‒hace diecinueve siglos como en la actualidad‒ la
adhesión de aquellos para los que el fin del mundo, esperado, o incluso
acelerado por el terrorismo, era, ante todo, una revancha contra la propia
vida: son los débiles y los enfermos a los que les encanta decir que la lucha y
la salud son inmorales.
Gibbon fue un iniciador y un guía para todos aquellos que se inclinan por
la responsabilidad del cristianismo en el fin del mundo romano. Su obra se
inserta en el marco del movimiento de emancipación que empujó, en el siglo
XVIII, a numerosos intelectuales a liberarse del conformismo cristiano.
Liberación rápidamente cuestionada, puesto que el orden moral instaurado en la
Europa de 1815 impidió, durante varias generaciones, el desarrollo de una nueva
escuela histórica capaz de continuar, y profundizar, en la obra de Gibbon. El
siglo XIX ‒se olvida a menudo‒ pudo ver el vigoroso regreso, tras las sacudidas
revolucionarias, de una Iglesia segura de ella misma hasta la arrogancia,
multiplicando las misiones en el campo, las predicaciones mundanas y las
iniciativas “sociales” en las villas y ciudades, para asegurarse el control
intelectual y moral del pueblo cristiano y, sobre todo, de las élites. Mucha
valentía y perseverancia tuvo Ernest Renán para romper este corsé y retomar la
pista trazada por Gibbon, al objeto de realizar una obra que, incluso hoy, es
un ejemplo para los espíritus libres.
Renán, el maestro
Renán estudia la colisión entre la Iglesia primitiva y el mundo romano.
Su diagnóstico es severo: “A medida que el Imperio cae, el cristianismo se
eleva”. Renán conoce bien las raíces semíticas del cristianismo, como profesor
de hebreo, y ve, ante todo, en la introducción del cristianismo en el seno del
mundo romano, la confrontación de dos visiones del mundo incompatibles: “La
vida antigua, vida exterior y viril, vida de gloria, de heroísmo de civismo,
vía de foro, de teatro, de gimnasio, es derrotada por la vía judía, vía
antimilitar, oscura, pálida, callada. La política no permite que los hombres
estén separados de la tierra. Cuando el hombre decide aspirar solamente al
cielo, ya no hay país aquí abajo. No se hace una nación con monjes o yoguis; el
odio y el desprecio no preparan para la lucha de la vida”. El carácter
internacional y apátrida del cristianismo, que tan frecuentemente es citado en
la Antigüedad en las quejas de los paganos, al mismo tiempo que es reivindicado
con ostentación por ciertos apologistas está, para Renán, en la base del
divorcio, inevitable, entre cristianismo y civismo: “La Iglesia es la patria
del cristiano, como la sinagoga es la patria del judío; el cristiano y el judío
viven en el país donde se encuentran como si fueran extranjeros (…) El
cristiano no se regocija por las victorias del imperio; los desastres públicos
le parecen una confirmación de las profecías que condenan al mundo a perecer a
manos de los bárbaros y del fuego”. Antimilitarismo, alteración de las
estructuras sociales, profetismo apocalíptico: frutos venenosos que nace, sobre
el suelo del imperio, de la semilla cristiana. Ciertamente, Renán ve claramente
lo que concierne al anuncio del fin de los tiempos: tras las primeras generaciones
(las de la “espera”), la comunidad cristiana se adapta a la supervivencia de un
mundo en suspensión y, como todas las adaptaciones, ésta entraña compromisos
con el entorno ambiental. Pero el espíritu de los orígenes se perpetúa en
aquellos que pretenden seguir fieles a la pureza primitiva, una necesidad
contra la jerarquía acusada de moderantismo (podíamos decir hoy, de
“aburguesamiento”). La espera de un fin del mundo inminente desemboca
lógicamente en un rechazo de las reglas de vida consuetudinarias y de los
vínculos sociales. ¿Por qué, entonces, se pregunta Renán, se reprocha al
“montanismo” herético, encarnar una de las profundas tendencias del
cristianismo? ¿Cómo no ver que Tertuliano no hace más que plantear la
conclusión lógica de la necesidad de una ruptura de los lazos terrestres, que
está en la base de toda escatología?
Un siglo de
investigaciones
En Francia, el estudio del cristianismo primitivo ha sido objeto de
controversias desde finales del siglo XIX a principios del siglo XX, cuando el
fondo de la crisis modernista sacudió duramente el edificio católico y el
conflicto entre la Iglesia y el Estado tomó gran amplitud. Paul Allard, en una
Historia de las persecuciones, publicada de 1884 a 1890, desarrolló, con la
aprobación de la jerarquía, una argumentación que era, más o menos, la de los
antiguos apologistas. Enfrente, la crítica histórica dispone ahora de una
pléyade de talentos. Autores, cuyos compromisos ideológicos son, por otra
parte, muy diversos, se reencuentran para inclinarse, sin concesiones al
conformismo católico, sobre la historia de la Iglesia primitiva. Lo que les
conduce, inevitablemente, a estudiar sus relaciones con el Estado romano. Todos
llegan a la misma conclusión: la mano de los cristianos se encuentra en cada
fase de la agonía del mundo antiguo.
La razón es simple: los cristianos se desinteresaban, no podían sino
desinteresarse de lo que podía suceder en el mundo de los hombres, puesto que
el único y verdadero mundo era el de Dios, ese reino que va a llegar y que
anunció Jesucristo. Aquí está, señala Alfred Loisy, el fondo de las enseñanzas
de Jesús: “No es sin motivo que los Evangelios definieran sus enseñanzas con la
misma fórmula: “Arrepentiros, porque el reino de Dios está cerca”. Pero esta
simple indicación, por otra parte comprensible, es lo que conocemos como más
cierto de su doctrina. Podemos considerarlo como cierta, porque es incluso el
elemento fundamental de la fe de los primeros sectarios de Jesús, de los que
continuaron su obra después de su muerte, proclamándolo Cristo, y porque el
trabajo posterior de la tradición cristiana, siempre ligado a este dato
inicial, ha consistido en sucesivos retoques y matizaciones del mismo
principio, el advenimiento del gran reino. Sabemos, además, que en ella se
resumía la esperanza judía y que Jesús estaba llamado, según los suyos, a
realizarla”. De ahí, por otra parte, el carácter profundamente subversivo,
apátrida y totalitario del cristianismo, que aparece como tal en la propaganda
de los primeros cristianos.
De ahí también el lento trabajo de zapa cumplimentado, durante tres
siglos, por el cristianismo. Georges Sorel, el brillante teórico del
sindicalismo revolucionario, publicó en 1901 La ruina del mundo antiguo. Título
revelador: el hombre que ejerció sobre las grandes corrientes ideológicas del
siglo XX una influencia incontestable, vio claramente el papel determinante
jugado por la ideología cristiana, que “sembró por todas partes los gérmenes
del quietismo, de la desesperanza y la muerte”. Lo que llama la atención de
Sorel, él que se preocupa de cuestiones económicas y sociales, es que la suerte
material de la comunidad de trabajo constituida por todo grupo humano parece la
última preocupación de los ideólogos del cristianismo primitivo. San Jerónimo
le ofrece un ejemplo: “Él no cree en el futuro del mundo; cree firmemente que
el fin está próximo; es para una inminente e inevitable catástrofe para lo que
nos prepara; desde ese momento no hay lugar para preocuparse por las reformas
económicas: Hay dos causas, según Sorel: “Por un lado, los doctos constataban
que era imposible realizar la sociedad cristiana tal y como la habían
construido sus dogmáticos; por otro lado, veían que los males de la existencia
eran tan grandes que era verdaderamente absurdo buscar prolongar la duración de
una sociedad profundamente malvada e incorregible; a partir de entonces era
necesario desear el fin del mundo”.
Sorel ve en el "sentido de la historia de los cristianos un legado
del judaísmo”. Es un punto de vista compartido por Charles Guignebert,
precisando, sin embargo, en qué la noción de reino prometido a los primeros
cristianos podía ser ambigua: “Es cierto que los primeros cristianos no estaban
mejor iluminados que nosotros sobre la representación que convenía hacerse del
reino, puesto que, en lugar de atenerse a una enseñanza precisa, como habrían
hecho de haberla recibido, la dejaron al libre campo de su imaginación. Ellos
inventaron el milenarismo: los justos convertidos en inmortales o resucitados
debían vivir durante mil años sobre la tierra bajo el ojo vigilante de Dios y
gobernados por Cristo en la paz y en la abundancia. Esta grosera
materialización del reino todavía tenía partidarios en tiempo de San Agustín”.
Guignebert, con la autoridad que le dan treinta años de enseñanza de la
historia del cristianismo en la Sorbona y la independencia de un espíritu
libre, pone de relieve la diversidad, la complejidad de las corrientes de
influencia que pudieron existir ‒y oponerse‒ en la primitiva Iglesia. E insiste
con fuerza en la total incompatibilidad que se reafirmaba, con el transcurso de
las épocas, entre la escala de valores de los cristianos y la de la Ciudad
antigua simbolizada por Roma.
El cristianismo se presenta, primeramente, como un separatismo, puesto
que legitima la secesión de hecho de las comunidades cristianas en relación con
la sociedad romana. A. Bouché-Leclercq, que publica en 1911 La intolerancia
religiosa y la política veía claramente la existencia de un principio de
ruptura irremediable: “Estas sociedades viven ya bajo la ley de Dios: hacen de
las leyes del imperio la criba de lo que ellas pueden aceptar y de lo que ellas
deben reprobar”.
La persecución de los
justos
Desde la generación de Loisy y Guignebert, los historiadores han escrito
mucho sobre el fin del mundo antiguo. Crisis demográfica, política, financiera,
económica, social, moral, intelectual, religiosa, incluso climática: cada autor
pretende encontrar en una de ellas la causa decisiva de la caída de Roma. Cómo
no comprender que, de hecho, esta caída se debió a un conjunto de factores,
cuya combinación fue fatal. Si bien parece cada vez menos posible explicar por
una sola causa la catástrofe, al menos es necesario constatar que ciertas
fuerzas de destrucción jugaron un papel decisivo. Es cristianismo es una de
ellas y los historiadores contemporáneos lo reconocen. Así, Marcel Simon
muestra claramente que ninguna comunicación real ‒y, por tanto, comprensión‒
podía haber entre cristianos y paganos, cuando escribe sobre los apologistas:
“No pudieron convencer a sus interlocutores de que hablaban el mismo lenguaje.
Sus recursos a la revelación bíblica y a la profecía, que constituye, más que
los argumentos filosóficos, el verdadero fundamento de su fe, era ininteligible
para un pagano. Subordinando la ley humana a la ley divina y a los imperativos
de su conciencia, ellos demostraban que su lealtad, tan sincera como fuera, no
era, sin embargo, incondicional". El mesianismo apocalíptico y la escatología
heredadas del judaísmo marcaron con su sello al cristianismo primitivo, de tal
forma que los cristianos pudieron aparecer como los “enemigos del género
humano” ‒según la expresión utilizada por varios autores paganos. Jacques
Moreau, autor más favorable a las tesis católicas, reconoce que, en las Escrituras
y en los textos de los Padres de la Iglesia, «la persecución no aparece
solamente en una perspectiva humana, sino que es la condición necesaria, sobre
el plano sobrenatural, de la salvación del pueblo de Dios y de los hombres
piadosos. Esta creencia, de origen judío, encuentra su más bella expresión en
el “sermón de la montaña”. Los apóstoles son enviados en misión entre los
hombres como ovejas entre los lobos; ellos serán juzgados, golpeados,
traicionados, odiados, vagando de ciudad en ciudad, sólo podrán ser salvados si
perseveran hasta el final. La persecución de los justos es uno de los signos
que, con la aparición de falsos mesías, las guerras, los cataclismos y las
hambrunas, anuncian el fin de los tiempos; aparece, en la perspectiva
escatológica de los Evangelios, como una ineluctable necesidad; las Actas y las
Epístolas celebran con orgullo a las Iglesias cuyas tribulaciones y
sufrimientos son dignos del reino de Dios».
La santa insumisión
Los cristianos que se arrojan al verdugo afirman que ellos obedecen una
ley que no es de este mundo. Es en esto, precisamente, que ellos son
profundamente subversivos. “Afirmando, escribe Michel Meslin, que el
cristianismo, prolongación acaba del judaísmo, era primeramente monoteísta,
rechazando los cristianos los cuadros de una sociedad religiosa y política
fundada sobre estructuras politeístas. Pero, sobre todo, apoyando que la ley
divina trascendía a las leyes establecidas por los hombres, con lo que ellos
atentaban contra la integridad del Imperio”. Incluso los historiadores que,
como André Piganiol, veían en las invasiones germánicas la causa determinante
del fin del mundo romano, admiten que la quintacolumna cristiana, exaltando la
santa insumisión, apuñaló por la espalda a los últimos defensores del Imperio.
La jerarquía eclesiástica podía, en el imperio devenido en cristiano, transigir
con los principios cuando parecía que lo esencial no era cuestionado. Ello no
impedía que aquellos que pretendían encarnar la conciencia del cristianismo no
pudieran olvidar que el orden divino exige la desaparición de esta voluntad de
poder que simbolizaban las águilas romanas.
Cuando un historiador contemporáneo decide abrir otra vez el dossier del
fin del mundo romano, las piezas que encuentra son abrumadoras contra los
cristianos, incluso si el autor afirma no querer tomar partido. Esto es lo que
sucede con Santo Mazzarino, que pretendía, publicando El fin del mundo antiguo
(1973) interesarse simplemente por “los avatares de un tema historiográfico”.
Pero, al final de su estudio, sus constataciones son reveladoras. Es el
desprecio y el odio por el Imperio, ya presentes en el Comentario sobre Habacuc,
que se expresan en la obra de un Comodiano, escritor cristiano del siglo III,
el cual se regocija de las desgracias romanas. Alrededor de 407, en su famoso
Comentario sobre Daniel, San Jerónimo justifica el desmantelamiento del
Imperio: “Nosotros decimos lo que nos han transmitido los autores de la
Iglesia: en el fin del mundo, en el tiempo en que el reino de los romanos deba
ser destruido, habrá diez reyes que se repartirán el mundo romano”. El fin de
los tiempos se inscribe así tanto en la ideología ortodoxa como en la de las
sectas heréticas que ponen en movimiento a las “masas fanatizadas del África
donatista, de la Siria nestoriana y del Egipto monofisita”.
Algunos autores han querido minimizar la responsabilidad cristiana
afirmando que el “apocalipsismo” de los primeros tiempos no era extensible a
todos los cristianos, y que fue desvaneciéndose con el acceso del cristianismo
al poder, en el marco del Imperio constantiniano. Es el inmenso mérito del
profesor Louis Rougier haber demostrado, en el curso de su obra, que la
incompatibilidad entre el cristianismo y el "genio del Occidente”, fruto
de la tradición grecorromana, era total. Ya sea en la Antigüedad o en la Edad
Media, la ideología cristiana no pudo sino producir sistemas de pensamiento
marcados por el dogmatismo. Sólo faltaba que la Iglesia evacuase el mensaje
subversivo de sus orígenes para que el cristianismo ‒convertido en catolicismo,
es decir, lo contrario de la utopía anarquizante de los Evangelios‒ pudiera
aclimatarse al suelo europeo. El profesor Rougier hizo de maestro inspirando
una nueva escuela histórica, crítica y positiva, que, resituando la evolución
del cristianismo en la historia de las mentalidades, espera desembarazar su
estudio de los postulados ideológicos y de las tomas de partido apriorísticas
que todavía lo oscurecen y lo obstaculizan. Lo cual está vinculado con una
reflexión sobre el futuro de nuestro mundo.
Porque los gérmenes de la muerte que agotaron poco a poco el organismo
romano no han desaparecido. Laicizado, el mesianismo judeocristiano ha dado
nacimiento a la iglesia marxista, con sus dogmas, sus cismas, sus herejías y su
escatología apocalíptica, como bien demostró Raymond Aron. “El abandono del
individuo en el gregarismo exaltado sigue siendo una tentación para las almas
débiles, que puede conducir, en las filas de los partidos, en las numerosas
sectas que florecen en las megalópolis o incluso en el seno de las iglesias,
católica o protestante (…), reencuentran para exaltar el rol redentor de las
masas del tercer mundo, los acentos de la Epístola de Santiago: pues bien,
ahora los ricos lloran, gritan sobre las desgracias que ven llegar. Vuestro oro
y vuestro dinero están oxidados, y su óxido testimoniará contra vosotros; él
devorará vuestra carne; es un fuego que vosotros habéis atizado en vuestros
últimos días”.
Mañana, ¿el Apocalipsis? Este voto secreto de los primeros cristianos es,
todavía hoy, la esperanza de todos aquellos que se niegan a mirar el futuro de
frente. ■ Fuente: Terre & Peuple