“Tengo la impresión
de que en 1985 Franco llevaba más tiempo muerto que ahora”. El 13 de marzo de 2019, en una emisión del programa de TV Espejo
Público, el actor Antonio Banderas resumía de esta forma una percepción
compartida por numerosos españoles. ¿Cómo hemos podido llegar a esta situación?
Cuando el viajero se acerca en
avión a Madrid podrá ver, desde la ventanilla, la cruz gigantesca del Valle de
los Caídos, la basílica-mausoleo donde están (todavía) enterrados los restos
mortales de Francisco Franco y varios millares de muertos de la Guerra Civil.
Después del aterrizaje en Barajas, es posible también observar otra cruz en el
cementerio de Paracuellos del Jarama, donde cerca de tres mil personas fueron
asesinadas por las autoridades republicanas al comienzo de la guerra. Estas dos
huellas de la tragedia española confirmarán los prejuicios de aquellos que,
procedentes de otros países, creen que el fantasma del Caudillo y la Guerra Civil
atormentan todavía a España.
Sin
embargo, lo cierto es que una vez pasado el tiempo hiperpolitizado de la
Transición política (1976-1981) y durante más de dos décadas, los españoles se
concentraron en su vida privada, en la recuperación del retraso con respecto a
Europa y en el desarrollo de una sociedad de ocio y consumo. Más allá de los
historiadores profesionales, la guerra civil era el ámbito de algunos
publicistas y cineastas más bien sectarios. A decir verdad, a la mayor parte de
la población le daba exactamente igual el recuerdo del Caudillo. Pero las cosas
cambiaron en los años 2000. Franco volvió y, con él, toda una industria de la
“memoria histórica” de la que el escritor Javier Cercas se convirtió en uno de
los gurús más representativos.
La resurrección del Caudillo
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En un
artículo recientemente publicado (“En Francolandia”, El País, 13 de octubre de 2017), el escritor Antonio Muñoz Molina
confesaba su cansancio por la persistencia en el extranjero de ciertos estereotipos
sobre España. El escritor expresaba su descontento cuando, a propósito de los
acontecimientos en Cataluña, una profesora de Heildelberg le preguntaba si
España “era todavía Francolandia”. En su artículo, Muñoz Molina deploraba el
arraigo de esta visión pintoresca de una España inexistente, compuesta por
toreros, milicianos heroicos, inquisidores y víctimas. “Hay unas élites intelectuales
y periodísticas —añadía— a quienes les gusta tanto la idea de una España rebelde
y en lucha contra el fascismo, que no pueden aceptar que el fascismo se haya
terminado hace muchos años”. En su artículo, Muñoz Molina achacaba esta
situación a la incapacidad de los gobiernos de Madrid para cambiar esta imagen
internacional. Pero no decía ni una palabra sobre la responsabilidad de la
izquierda española en la construcción de Francolandia.
Francolandia
es, ante todo, una exitosa maniobra política. La resurrección de Franco ha
servido para tapar el vacío cultural e ideológico de la izquierda española,
cuyas políticas liberales y tecnocráticas —después de una década y media en
el poder— se han visto compensadas por un nuevo celo antifranquista. La apuesta
ha sido doble, desde el momento en que la visión maniquea del pasado —promovida
desde 2006 por las leyes de “memoria histórica” del socialista Rodríguez
Zapatero— ha permitido al Partido Socialista reclamar el monopolio de la
legitimidad democrática, frente a un centro-derecha siempre temeroso de verse
acusado de criptofranquismo. Una dinámica similar a la que sucedió en Francia a
partir de los años 1980, cuando el socialismo disimuló su giro liberal bajo el
discurso virtuoso del antirracismo y el antifascismo. Conclusión: a partir de
ahora, el único partido moralmente legitimado para gobernar España es el
Partido Socialista. De repente el país se llenó de antifranquistas que jamás habían
conocido el franquismo, de abanderados de una cruzada victimista para los que
el espíritu del Caudillo continúa vivo y reina en los corazones de la gente de
derechas. Javier Cercas ha sido uno de los portavoces de esta narrativa.
La influencia de la “memoria histórica”
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Javier
Cercas se dio a conocer en 2003 con su novela Soldados de Salamina, obra de “no ficción” y lectura agradable que,
en un tono más bien sentimental, afirmaba la superioridad moral y política de
los republicanos durante la Guerra Civil. Este éxito editorial le permitió
asegurarse el rol de controlador moral de lo “históricamente correcto”, una
especie de intelectual de servicio siempre dispuesto a sostener la doxa oficial. Desde esa posición
proclamó, de manera solemne, que “la derecha española no ha roto el cordón
umbilical que le une al franquismo”.
En
2017, Javier Cercas repitió su fórmula de éxito con la novela El monarca de las sombras. El esquema es
simple. Javier Cercas emprende una investigación para conocer la verdadera
historia de su tío-abuelo Manuel Mena, voluntario falangista muerto en combate en
1938 a la edad de 19 años, cuya familia envolvió el recuerdo en un aura
heroica. La metáfora está clara. Frente a una parte de España que rechaza
enfrentarse a los errores del pasado (llamamiento virtuoso al deber de
memoria), el autor confronta la verdad incómoda del pasado franquista de su
familia, con el fin de proporcionarnos el veredicto retrospectivo de la historia.
Desde el minuto uno Javier Cercas se sitúa del lado del Bien: “el pasado
político de mi familia me hacía enrojecer de vergüenza”, escribe. Un
sentimiento que debería ser compartido por la mitad de los españoles, si éstos tuvieran
la misma fibra moral de Cercas.
La
inteligencia de Cercas —seguramente, la clave de su éxito—
reside en su capacidad para humanizar a sus personajes. Incluso si éstos se
encuentran en el bando incorrecto, no los describe nunca de forma caricaturesca,
sino como seres complejos con sus luces y sus sombras (lo que le ha costado ser
acusado, por los zelotes de extrema izquierda, de ¡“blanquear el fascismo”!).
De cualquier forma, este enfoque proporciona a sus novelas un aura de objetividad
y serenidad, incluso si el mensaje de fondo es engañoso y se inscribe
plenamente en la versión oficial de la “memoria histórica”.
Conviene
apuntar el oxímoron que subyace bajo el concepto de “memoria histórica”. Dado
que la memoria es siempre subjetiva y siempre selectiva, ésta no puede ser la herramienta
principal para desarrollar una Historia “científica”. La memoria es utilizada,
entonces, para construir la versión oficial. Así se impone una versión
edulcorada de la Segunda República, la estampita de una democracia
desgraciadamente arruinada por el complot de algunos militares, oligarcas,
curas y fascistas. De esta manera se construye también un nuevo mito de la
Transición política, según el cual ésta se basa, no en la reconciliación de
todos los españoles, sino en la experiencia frustrada de la Segunda República.
En su versión más radical —fomentada por la extrema izquierda y
los independentistas— este mito dice que, en España, no ha
habido nunca una “verdadera” transición política, ya que no ha habido una
verdadera “justicia histórica” y la herencia del franquismo reina por todas
partes.
En una nueva vuelta de
tuerca, el gobierno socialista propone hoy penas de multa o prisión a aquellos
que propaguen ideas “incorrectas”. Malos tiempos no sólo para la libertad de
expresión, sino también para la investigación histórica. En un estudio que ha
sido saludado por el historiador norteamericano Stanley G. Payne como “el fin
del último de los grandes mitos políticos del siglo XX”, dos investigadores
universitarios han publicado recientemente el primer análisis sistemático de
las elecciones que, en febrero de 1936, dieron la victoria al Frente Popular.
Apoyándose en un arsenal de datos, los autores señalan que, sin el clima de
intimidación y los fraudes demostrados en el recuento de los votos, el resultado
de las elecciones habría sido probablemente diferente. ¿Una democracia modelo? Cabe
preguntarse si estudios semejantes, en un futuro próximo, estarán castigados
con multas o penas de prisión. [1]
Las causas
de la Guerra Civil siguen haciendo correr ríos de tinta. Pero para Javier
Cercas todo está claro. El novelista insiste en que él es sólo un escritor, pero
desde su posición institucional-ideológica (escribe de forma regular en El País), habla como un historiador. De
forma sutil, afirma que desde el punto de vista moral había “buenos” y “malos”
en todas partes, pero que políticamente
había un lado bueno —el de la legalidad republicana—
y un lado malo: los otros. Según él, no existe una sola democracia que no se
apoye en un acuerdo mínimo sobre su origen histórico; por lo tanto, es preciso
exigir a la derecha que evite cualquier justificación política a los
“nacionales”. En suma, que se adhiera expressis
verbis a la versión republicana como la única “Verdad” posible.
Franco en todas las salsas
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En junio de 2018, el gobierno
socialista anunció su prioridad política: retirar a Franco de su tumba en el
Valle de los Caídos. El objetivo político estaba claro: estimular las
reacciones pavlovianas de la derecha
para asimilarla mejor al franquismo. Franco será exhumado para representar el
papel de marioneta en una nueva cruzada progresista. Estas maniobras han sido
denunciadas por algunos antifranquistas verdaderos que, habiendo conocido los
rigores de la dictadura, hicieron posible la reconciliación y la democracia.
Pero, a decir verdad, de la resurrección de Franco todo el mundo saca provecho.
El antifranquismo se convierte así en una fantasía épica para progres y millennials. Como decía Philippe Muray, “nuestro tiempo ha
expropiado lo negativo, y ahora lo echa de menos, y no cesa de buscarlo en las
criptas del tiempo (…). Lo real escasea en nuestro tiempo de abundancia, y éste
espera que el pasado le preste un poco. Y que nadie se dará cuenta del engaño”.
Homo Festivus asume, una vez más, la
postura heroica del resistente. ¡Bienvenidos a Francolandia!
La resurrección de Franco
tiene otras ventajas para el sistema. Al insistir en la relación emocional con
el pasado, este fantasma contribuye a reforzar la polarización ideológica
marcada por el eje derecha-izquierda, lo que frena la emergencia de un
auténtico populismo transversal. La resurrección de Franco es también una
especie de “opio del pueblo” que permite ahogar otros debates como la
globalización, la inmigración, las políticas neoliberales o la Unión Europea.
Por último, la presencia de Franco contribuye a anclar a una parte de la
derecha en una estéril obsesión nostálgico-folclórica. Pero he aquí un
desarrollo inesperado: el anuncio del próximo desplazamiento del cuerpo del
Caudillo ha sido recibido, en todo ese entorno, con bastante indiferencia. Se
diría que una nueva derecha radical se perfila en el horizonte.
Literatura oficialista [2]
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En este contexto, ¿qué decir
de la reciente novela de Javier Cercas? Desde el punto de vista literario o
ideológico, no añade nada a su ópera prima Soldados
de Salamina. En la estela de los esfuerzos para consolidar un “gran relato”
institucional sobre la guerra, su empeño literario tiene un aire algo
burocrático. Literatura pedagógica y moralizadora, literatura de los buenos
sentimientos y del Bien común, literatura reconfortante que rinde homenaje al pompierismo [2] del espíritu de grupo, al
ideal de Concordia, al colectivismo color de rosa que abre el nuevo milenio”
(Philippe Muray).
Siguiendo
las huellas de su tío-abuelo falangista, Javier Cercas intenta explorar sus
motivaciones y sentimientos, a la par que le atribuye algunas notas finales de
antibelicismo y asco, muy convenientes para la moraleja del relato. Como
conclusión, el autor nos suministra una perogrullada digna de nuestra época: “(…)
es mil veces preferible (…) vivir una larga vida mediocre y feliz (…), que
vivir una vida breve y heroica y una muerte gloriosa, es mil veces preferible
ser el siervo de un siervo en la vida que en el reino de las sombras el rey de
los muertos (…)”. Ésta es la verdad de Javier Cercas.
Pero,
¿cuál era la verdad de Manuel Mena? ¿Cuál era la verdad de todos aquellos que,
de un lado o de otro, se lanzaron a esta guerra fratricida?
Mal que le pese a la Historia
oficial, la verdad es que apenas había demócratas en España durante la
República y la Guerra. Unos querían la revolución, otros querían la
contrarrevolución y otros querían una revolución de signo diferente. Pero lo
que casi nadie quería era volver a meter una papeleta en una urna.
¿Qué pensaban esos jóvenes
voluntarios? ¿Qué enseñanza póstuma podemos extraer de su muerte? “Has muerto para nada, pero al fin y al cabo tu muerte prueba que, en el
mundo, los hombres no pueden hacer nada más que morir, y que, si hay algo que
justifique su orgullo, el sentimiento que tienen de su dignidad (…) es que están
siempre preparados para desperdiciar su vida, para jugársela de repente por un
pensamiento, por una emoción. No hay más que una cosa en la vida, ésta es la
pasión, y no puede expresarse más que por la muerte de los otros y de uno
mismo”.
Más allá
de las banalidades moralizadoras, estas líneas de Drieu la Rochelle nos sitúan
en la dimensión de una verdad profunda. Pero para escribirlas hay que tener el
calibre de un verdadero escritor, no el de un maestrillo que pone notas de buen
o mal comportamiento.
Durante
su corta vida, Manuel Mena estaba más vivo que su sobrino-nieto Javier Cercas.
El joven falangista y los guerreros de aquella guerra estaban bastante más
vivos que todos los antifranquistas retroactivos de hoy en día. ■ Fuente: Éléments
pour la civilisation européenne
[1] Manuel Álvarez
Tardío y Roberto Villa García, 1936
Fraude y Violencia en las elecciones del Frente Popular. Espasa, junio 2017, sexta edición.
[2] “Littérature pompière” en el original en francés. La expresión “arte pompier” o
“pompiérisme” se refiere a un arte academicista, impostado, complaciente con el
poder y ridículamente enfático.