El pontífice argentino ha soltado de repente esta sorprendente frase: "el soberanismo es una actitud de aislamiento. Estoy preocupado porque escucho discursos que se parecen a los de Hitler en 1934".
El Papa
Francisco nos tiene habituados a discursos sorprendentes. Soplando alternativamente
frío y calor, burlándose de no importa quién, el soberano y sumo pontífice no
deja a nadie indiferente. La entrevista que ha concedido a La Stampa ha suscitado reacciones de indignación.
En una
entrevista, que tenía especialmente por objeto la cuestión europea, el
pontífice argentino ha soltado de repente esta sorprendente frase: «El
soberanismo es una actitud de aislamiento. Estoy preocupado porque escucho discursos
que se parecen a los de Hitler en 1934. “Nosotros primero, nosotros, nosotros…”:
son pensamientos que causan miedo».
Ya habíamos
escuchado con anterioridad: «El nacionalismo es la guerra». Pero fue por parte
de un europeísta convencido y en la dinámica de un marco electoral. Pero no tal
barbaridad. El soberanismo es la idea según la cual cada nación tiene el
derecho a ser soberana, es decir, controlar su destino, su política, su
economía y, por tanto, su gobierno. Esta soberanía se acomoda perfectamente con
las relaciones exteriores, colaboraciones, ententes, tratados intercambios
culturales, intelectuales, tecnológicos y comerciales. Como siempre ha sido. Se
parece, en muchos puntos, a una gran familia. Abierta a los demás, tejiendo
innumerables vínculos, pero que prioriza a sus miembros y, en ocasiones, sienta
a su mesa a los extranjeros.
La comparación
con Hitler es espeluznante. Poner en el mismo plano a una doctrina política
que, dese hace siglos, ha regido a la mayoría de las naciones, y al totalitarismo
nazi, es profundamente chocante y, sobre todo, injusto. La ideología nazi, que
es inútil presentar aquí, se fundaba en la pureza racial. Ya sabemos cómo
terminó. Los hombres que combatieron esta ideología lo hicieron en nombre de
naciones libres y soberanas. El propio De Gaulle era un soberanista. ¿Qué diría
de él este Papa?
Jorge Maria
Bergoglio no es ni un imbécil ni un loco. Pretender lo contrario sería juzgar
mal al hombre. Puede cometer errores de juicio y de apreciación, y su visión
eurobeata es, precisamente, uno de ellos. Es libre de expresar sus opiniones,
pero nadie está obligado a aprobarlas ni a compartirlas. La dureza de sus
palabras apela, sin embargo, a una cuestión: ¿qué hay detrás de esta fulminante
ejecutoria apostólica?
El Papa
siempre ha adoptado una posición promigrantes que muchos juzgamos
irresponsable. Preocupado exclusivamente por la caridad hacia ellos ‒lo que
nadie le reprocha‒, rechaza, sin embargo, toda visión política que pudiera
interrumpir esta incesante oleada de inmigración que desestabiliza a las
naciones europeas. La política de Matteo Salvini le horroriza, sin duda. La de
Viktor Orbán, también. ¿Cómo no pensar que se dirige a ellos a través de este
exceso verbal? Mientras para el católico, si es un poco honesto, la parábola
del buen samaritano es una regla intangible a seguir, no lo es menos la
cuestión de la paz civil. Y apartar de un golpe de mano los considerables
riesgos que amenazan a Europa en razón de los flujos descontrolados de
poblaciones exógenas, sería tan criminar como criminal es dejar a un
desgraciado ahogarse sin intentar sacarlo del agua.
No parece que
con tales anatemas el Papa contribuya a regular humanamente la cuestión
migratoria. Ni tampoco exhortando a las naciones europeas a acoger a todos
aquellos que se presenten a sus puertas. Por el contrario, es en las naciones
orgullosas de sus identidades, fuertes y soberanas, donde los extranjeros que
quieran asimilarse lo podrán hacer con mayores garantías de éxito. Los demás no
pueden venir. Como también dice el Papa Francisco, los inmigrantes deben hacer
el esfuerzo para adaptarse a la cultura del país de acogida. O cómo decir una
cosa y su contraria con unos meses de intervalo. El Papa no ha comprendido
nada. ■ Fuente: Boulevard Voltaire