El nacionalismo no tiene nada de diabólico. Hay buenos usos, tantos como malos. Por decirlo como Gil Delannoi debemos, ante todo, «comprender lo que subyace en la natiofobia y en la pasión por abolir las fronteras que hoy está de moda».
La ciencia
política, cuando es bien practicada y se abstiene de las modas ideológicas,
puede ser de gran ayuda para clarificar nuestra comprensión de la vida política
y de los conceptos a partir de los cuales buscamos captarla. Esta es la primera
reflexión que nos inspira espontáneamente la lectura de la obra La nación contra el nacionalismo,
remarcable ensayo del politólogo francés Gil Delannoi.
Pero, por
decirlo todo, el título es un poco equívoco, porque si bien Delannoi no duda en
criticar los excesos del nacionalismo, se ocupa, sobre todo, de disipar la
niebla ideológica que lo rodea, recordando que, si bien la politología francesa
mantiene una concepción del nacionalismo exageradamente negativa, hasta el
punto de hacer del mismo una patología política inmediatamente condenable, no
es así necesariamente como lo ven en el resto del mundo. El nacionalismo, nos
dice Delannoi, no tiene nada de diabólico. Hay buenos usos, tantos como malos.
Por decirlo con sus palabras, Delannoi intenta, ante todo, «comprender lo que subyace en la natiofobia y en la
pasión por abolir las fronteras que hoy está de moda». Añade incluso que «llevada
hasta el extremo esta natiofobia
llega a nazificar todo el pasado nacional con motivo de la exclusión del Otro».
Tal es el aire que respiramos, en efecto.
¿Qué es una
nación? Esta cuestión, vinculada a la célebre conferencia de Renán en la
Sorbona en 1882, continúa siendo trabajada por la filosofía política y las
ciencias sociales, incluso si raramente proponen una definición satisfactoria,
y mucho menos exhaustiva. La nación, nos dice Delannoi, es, a la vez, política
y cultural. Es una comunidad política, un substrato histórico particular que, a
priori, se juzga no intercambiable por otro. Estas dos dimensiones no siempre
coinciden, pero con frecuencia se superponen de una manera imperfecta. Delannoi
intenta, en primer lugar, definir a la “nación” como una forma política
singular, que distingue de la “ciudad” y del “imperio”, recordando que la
nación es precisamente la que ha permitido acoger la experiencia de la
democracia en la modernidad. Pero Delannoi lo señala bien, «la mayoría de los
recientes teóricos de la nación y del nacionalismo han mostrado hacia su objeto
de estudio una actitud que va de la hostilidad a la condescendencia». La
observación es muy sutil: aquellos que estudian la nación son los que están,
precisamente, en la misión por deconstruirla, como si representara un viejo
artificio histórico. El antinacionalismo es habitual en la enseñanza
universitaria, además de ser la regla entre los intelectuales, los cuales
consideran generalmente que la adhesión a una nación histórica y a su soberanía
es una forma de crispación identitaria. Esta ausencia radical de empatía por la
“gente común” que se siente afecta a su patria provocará que los intelectuales
consideren toda forma de patriotismo como una forma de xenofobia. La modernidad
radical es el otro nombre del rechazo a todo lo particular.
En busca de
una definición de nacionalismo, Delannoi propone la siguiente: «el nacionalismo
es la voluntad de hacer coincidir la forma cultural y la forma política de la
nación en la medida de lo posible. Tal es el impulso que engendra y mantiene el
nacionalismo: superponer las dimensiones, cultural y política, de la nación». El
nacionalismo «es la voluntad de un grupo para soportar la adversidad,
resistirse a la extinción sobre una base nacional. En sentido cultural es la
preservación de una lengua, un territorio, un modo de vida. En sentido
político, el nacionalismo de débil intensidad apela a una autonomía política
local o regional. No siempre logra acceder a la soberanía estatal, aunque con
frecuencia la percibe como última garantía de la independencia. Su primer
recurso es el temor a que, privado de los medios políticos y de continuidad
cultural, el grupo o el país identificados con una nación, pueda desaparecer.
Se podrá o no aprobar las tentativas independentistas de algunas regiones, pero no tienen nada de insignificante. Sólo son comprensibles dentro de las categorías de la
modernidad. Una cosa es cierta, una comunidad política nunca es una asociación
estrictamente formal, desapasionada, formada por individuos ajenos a la cosa
pública que cohabitan pacíficamente sin tener nada en común.
Aunque la
prosa de Delannoi es siempre muy mesurada, no se priva de lanzar algunas puyas
a los posnacionales orgullosos de serlo que dominan la universidad y los
medios. Así, la demanda de «un nuevo mundo hecho de ciudades financieras y de
imperios territoriales tiene, ciertamente, algunas ventajas comparativas con un
mundo internacional clásico hecho de naciones. Pero, ¿por qué? Y ¿a qué precio?»
Añadiendo que «la ausencia de fronteras es un lujo de niños mimados,
profundamente antipolítica». De manera audaz, pero lúcida, Delannoi impugna así
la frecuente idea que hace del nacionalismo el gran culpable de las guerras
mundiales, recordando, por ejemplo, que el nazismo era una doctrina de la raza
y no de la nación. Impugna también la idea de que el primer conflicto mundial
fuera una guerra entre nacionalismos: en realidad, fue una guerra entre
imperialismos. Aquellos que repiten sin cesar que «el nacionalismo es la
guerra» se regocijan con una retórica fácil que causa la impresión, al mismo tiempo,
de comprender el mal que ha causado a la historia de la humanidad y de
posicionarse por encima del común de los mortales respecto a los estragos del
sentimiento nacional. De hecho, así se condenan a no comprender el último siglo
a través de las necesidades fundamentales del alma humana.
Resumiendo,
sin actuar como un militante, Delannoi nos demuestra, de forma convincente, que
un mundo sin naciones sería probablemente un mundo menos humano. A la luz de
una filosofía política alejada del espíritu del sistema, y que medita sobre la
libertad humana y sus condiciones históricas, Delannoi nos ofrece una brillante
reflexión para todos aquellos compatriotas que desean comprender mejor el
fenómeno nacional y que encuentran muy pocas obras capaces de fundar
teóricamente lo que todavía llamamos, sin prejuicios, nacionalismo.