De Louis Dumont conocemos los trabajos de antropología sobre
la India, pero sin duda mucho menos su pensamiento político: aquí señalaremos
esta gran originalidad, definiendo ese pensamiento político a partir de un
trabajo comparativo y disipando así ciertos equívocos de la filosofía moderna y
contemporánea.
A partir de la mitad de la década de 1960, Louis Dumont
(1911-1998) se alejó del dominio de los estudios sobre la India, en el que se
había convertido en una autoridad mayor con su monografía sobre la casta de los
Kallar (una subcasta del sur de la India, 1957)) y su estudio de conjunto sobre
el principio del sistema de castas (Homo
hierarchicus, 1967). Optó por consagrarse plenamente entonces a lo que llamaba,
en ocasiones, una “antropología de la modernidad”, es decir, a un estudio,
llevado a cabo desde un punto de vista antropológico, sobre nosotros mismos. Se
trataba, como él dejó escrito, de adoptar una “perspectiva antropológica” sobre
el hombre occidental a partir de formas de vida extrañas a nuestra tradición.
Retomando una imagen de Tocqueville, escribía: “Quizás sea el momento de volver
hacia nosotros mismos la mirada que el antropólogo dirige hacia las sociedades
extranjeras, de ensayar y formular nuestras propias instituciones en un
lenguaje comparativo (…) Que la tarea es compleja, de eso no hay duda. Pero
puede ser la auténtica vía para avanzar en la comprensión sociológica”. Estas
últimas palabras indican bien cómo Dumont concebía su propio enfoque: el de una
sociología comprehensiva, en el sentido de Max Weber, lo que quiere decir que
el sociólogo se propone estudiar al hombre en tanto que él no tiene solamente
un comportamiento observable, sino que él actúa en función de ideas y de
valores (la consecuencia sería que una investigación sobre una sociedad debe
poner el acento sobre las “representaciones colectivas” de sus miembros, dicho
de otra forma, sobre la significación que los interesados dan a sus formas de
concebirlas).
Holismo e individualismo
Los trabajos que Dumont dedicó al individualismo occidental
se conocieron por una público más amplio: en primer lugar, el estudio sobre el
nacimiento de la categoría económica a partir de la política, en Homo aequalis (1977); a continuación,
los Ensayos sobre el individualismo
(1983), recopilación de artículos que trazan el camino que va del
“individuo-fuera-del-mundo” del estoicismo y del cristianismo primitivo al
“individuo-en-el-mundo” que se afirma a partir de la Reforma; en fin, la
ideología alemana (1991), profunda reflexión sobre el contraste entre el
individualismo de la igualdad (que reina en Francia) y el individualismo de la
singularidad (que se expresa en la tradición alemana de la Bildung).
La literatura de los sociólogos y politólogos se refiere
común-mente a los análisis de Dumont mencionando su gran distinción de los dos
tipos de sociedad: holismo e individualismo. Pero el sentido de esta distinción
no es siempre bien entendido, como se puede ver, por ejemplo, cuando los
lectores creen poder detectar en su pensamiento un sesgo antimoderno. Algunos
críticos han sugerido incluso que el solo hecho de adelantar esta oposición
traduciría una vaga nostalgia por las antiguas formas jerárquicas de la vida
social. Ellos no ven que Dumont aquí retoma nuevamente, con esta oposición de
los dos tipos de ideología social, la gran polaridad constitutiva de la
disciplina sociológica: estatuto y contrato (Henry Maine), comunidad y sociedad
(Tönnies), solidaridad mecánica y solidaridad orgánica (Durkheim), etc. En este
sentido, la originalidad de la versión que nos proporciona Dumont es la de
poner el acento sobre la revolución de los valores que hace pasar del tipo
tradicional al tipo moderno. En realidad, los lectores que protestan con la
idea misma de una sociología holista están en desacuerdo con Dumont sobre lo
que es el principio mismo de toda su empresa teórica: para ser comprehensiva,
la sociología debe entender la vida social a partir de las ideas en que se
fundan los actores; pero para ser una sociología, es necesario que ella conciba
estas ideas como ideas sociales, lo que forzosamente escapa a estos actores que
son, como nosotros, ciudadanos de una sociedad donde la ideología es
individualista. Las ideas sociales, es decir, las ideas sociales, es decir, las
ideas que es necesario concebir globalmente en relación con una sociedad
particular. ¿Pero cómo la sociología podría, por un simple retorno crítico
sobre sí misma, concebir globalmente las ideas que debe relacionar con su
propia cultura, la de la sociedad particular en la cual se forma su espíritu?
Se necesitaría para ello dejar de tomar el medio social que la rodea y
aprehender lo que tiene de particular. Por tanto, en este sentido, un enfoque
crítico puramente reflexivo tiene el riesgo de no conducir sino a confirmar al
investigador en su sociocentrismo espontáneo. Y esta es la razón por la que la
sociología comprehensiva debe ser comparativa, debe poner nuestras ideas en
relación con otras ideas, con la de otras gentes que han desarrollado otras
civilizaciones distintas a la nuestra. Toda lectura de Dumont debe partir de lo
que él mismo llamaba, en sus Ensayos
sobre el individualismo, el “principio comparativo”.
Nos preguntamos en ocasiones: ¿en qué medida el trabajo de
Dumont sobre el individualismo occidental deriva de la antropología y no sólo
de la historia de las ideas? Después de todo, como él mismo indicaba, no trata
directamente de los cambios en las ideas, limitándose a las alusiones
concernientes a las instituciones y las formas sociales. Dumont lo explica
varias veces. Esto no quiere decir que Dumont, estudioso de Mauss, no se
ocupara de lo que implica de material y de morfológico un estudio sobre el
terreno. Como él mismo dijo, su investigación sobre el individualismo no pretende
ser completa. Si deriva de la antropología es porque ella exige de nosotros un
cambio de perspectiva que impone una reforma de nuestro aparato conceptual.
Aquí, conviene señalar que el trabajo de campo (fieldwork) de un antropólogo social no
se limita a señalar diferentes rasgos de comportamiento. Cualquier descripción
de las formas de actuar, costumbres, creencias e instituciones de otro pueblo
presupone un trabajo de traducción de sus categorías de pensamiento a las
nuestras (Dumont reenvía aquí, de buen grado, a las enseñanzas de Evans-Pritchard,
así como a Mauss). Y, de hecho, esta noción de traducción nos proporciona el
sentido del holismo tal y como lo entiende Dumont. En la literatura científica,
se explica en ocasiones que una teoría es holista si ella pretende explicar las
acciones humanas por los “macromecanismos” o “dispositivos” en los que los
individuos no serían sino los engranajes. Pero la relación de la parte con el
todo que importa a Dumont no es la de la pieza de un sistema mecánico en sí
mismo, es la relación de sentido. No se trata de reemplazar a los hombres que
actúan por los poderes de los que ellos serían los instrumentos. Para él, el
holismo consiste en captar las cosas globalmente, puesto que también hay que
pasar entonces de una lengua a otra. Así, traducir un discurso no se reduce a
reemplazar una palabra por otra. Traducir es, sobre todo, hacer corresponder la
sintaxis de la frase en otra lengua al esquema sintáctico que reclama nuestra
propia lengua. Asunto de significa-do, de comprensión, y no asunto de la
causalidad.
La comparación es entonces una confrontación de esquemas
conceptuales. Sin embargo, la traducción a la que se aplica el investigador de
campo no es la de un texto o de un archivo, sino de una forma de vida. Los
esquemas conceptuales son las “configuraciones de ideas y de valores” (en
resumen, las “ideologías”, en el sentido de Dumézil más que en el de Marx).
Dos rasgos prohíben confundir el “principio comparativo” de
Dumont con un vago “comparatismo” como el se practica en los departamentos de
“literatura comparada” o de “religión comparada”. Primer rasgo: la
comparación se quiere radical, es decir, que se hace entre “ellos” (el objeto
de estudio) y “nosotros” (la cultura a la cual pertenece el investigador). Lo
que quiere decir que las categorías de pensamiento en las que nosotros
razonamos ordinariamente y las comunicamos las unas con las otras, no saldrá
indemnes de la operación. Ellas serán relativizadas. ¿Cómo? Es el segundo rasgo
el que lo indica: el modelo que utiliza el investigador no lo extrae de
nosotros, sino del tipo tradicional. Max Weber se preguntaba: ¡Cómo es que los
chinos no inventaron el capitalismo, si ellos tenían todos los medios
(intelectuales, administrativos, jurídicos, etc.)? ¿Por qué, en suma, nos dan
la impresión de haberse detenido en el camino en el que nosotros, en Occidente,
hemos proseguido el desarrollo histórico? El principio comparativo nos exige
invertir la perspectiva, porque, desde el punto de vista antropológico, nosotros
somos la excepción. Como ha demostró Karl Polany en La Gran Transformación, es solamente en Occidente y después del
siglo XIX que representamos las actividades económicas de una sociedad como
formando parte de un sistema autónomo, “desencastrado” o “desimbricado” (disembedded) del conjunto de las
actividades sociales. En realidad, la cuestión planteada es la de saber por qué
nosotros no nos mantenemos, como el resto de la humanidad, en el tipo
tradicional de organización social.
¿Cómo definir lo
político?
¿Cuál es el alcance de esta empresa intelectual para el
pensamiento político? Este es el objeto de una reflexión Dumont al inicio de Homo aequalis. Se pregunta: ¿cómo se
define la política hoy en día? Esta es seguramente la cuestión que debe
plantearse toda filosofía política. Pero el filósofo está aquí tentado de
partir a la búsqueda de una esencial, o al menos de una noción que pueda
aplicarse universalmente. El “principio comparativo” nos conduce a ver las
cosas de otra forma. Hay, en efecto, según Dumont, tres grandes tipos de
respuesta a la cuestión: ¿Qué es político?
(I) Algunas respuestas –las de la mayoría de los filósofos
contemporáneos– vienen a definir la parte por sí misma. Dumont da como ejemplos
las respuestas de Max Weber (el poder es político si tiene el monopolio de la
violencia legítima sobre el territorio) y las de Carl Schmitt (el poder se
define como político cuando designa a sus enemigos). Estos son otros tantos
esfuerzos por definir la política exclusivamente a partir de la forma en que
nos dicta nuestra consciencia común. Por consiguiente, nosotros seguimos
encerrados en nuestro propio sentido común. La política es el poder. No queda
sino cualificar a este poder por un rasgo jurídico (como el monopolio de la
violencia o las atribuciones en caso de situación excepcional).
Estas respuestas implementan entonces una especie de “fenomenología
eidética”: actúan como si nosotros pudiéramos considerar que lo está por
definir –la “cosa misma” siendo aquí la política– se nos presenta integralmente
en la comprensión que nosotros tendríamos comúnmente y que trata solamente de
purificar esta consciencia de la política para despejar el “eidos” universal. En todas partes y en
toda época, habría una esencia de lo político, como siempre habría también una
esencia de lo religioso, una esencia de la moralidad, etc. La consecuencia,
para el antropólogo, es que a toda sociedad humana deberían corresponder
instituciones de lo que nosotros llamamos “la política”. Aun cuando ellas ellas
no se manifiesten explícitamente, existen bajo una forma disfrazada. Este
razonamiento, según Dumont, es típicamente sociocéntrico.
Pero estas definiciones pierden la parte de los que llamamos
la política. Para nosotros, en efecto, la política es necesariamente parcial,
puesto que no debe confundirse con lo religioso. Por tanto, si la categoría de
lo político no proporciona más que un “punto de vista parcial” sobre la vida
social, queda resituar la parte en el todo si queremos captar el sentido. Por
ejemplo, nosotros no podemos mantener para las variantes de un mismo tipo ideal
nuestra figura de jefe del Estado y la de un rey tradicional (cuyas funciones
son, en principio, las de un sacerdote velando por la integración del grupo en
el orden universal de las cosas). Por tanto, el sentido de lo político no puede
ser el mismo en una sociedad que asigna una dimensión religiosa a la función
real y en una sociedad que ha secularizado esta función (a menos,
evidentemente, de tener esta dimensión sagrada por un simple disfraz que oculta
la relación de poder).
(II) La segunda definición posible de la política constituye
un caso intermedio entre las explicaciones precedentes, que seguirían
totalmente encerradas en el sentido común moderno, y una definición plenamente
comparativa. En algunos de nuestros filósofos, la política es aprehendida como
una parte de la vida social, pero como una parte que debe dar el sentido al
todo de la sociedad global. Todo se plantea entonces como si el vocabulario
político, que sirve para nombrar y describir la parte, debería también
proporcionar una representación del todo. Como si las palabras “Estado”, “ley”,
“constitución”, etc. Debieran ser aplicadas de dos maneras: bien directamente a
sus propios objetos (en el dominio parcial de las instituciones políticas),
bien a la sociedad global que sostiene esas instituciones y su gobierno.
Dumont dio un ejemplo de este desdoblamiento en Hegel. En su
filosofía política, Hegel propone ciertamente una teoría del Estado, pero ¿qué
quería decir cuando apelaba al “Geist”
(espíritu)? Llamaba “Estado” pero ¿de qué hablaba? ¿Sólo del jefe del Estado,
de los diferentes poderes, de la administración? No, porque esto es lo que la
gente piensa, frente a otros, como un Estado soberano. Así, lo que Hegel llama “Estado”
es, en el lenguaje corriente, la institución política, entendida como una parte
de la sociedad total, pero también es la propia sociedad total. El lector de
Hegel debe entonces preguntarse si Hegel está tratando del aparato del Estado o
si está tratando de presentar sus puntos de vista sociológicos.
¿Por qué Hegel habla en un lenguaje desdoblado? Según Dumont,
esto revela un hecho ideológico: “es solamente en tanto que Estado como la
sociedad como un todo es accesible a la conciencia del individuo” (Homo aequalis). Como un todo, es decir,
no sólo como un sistema de dependencia mutual –lo que puede caracterizar la “bürgerliche Gesellschaft” (la sociedad
civil en tanto que sistema de interacción de los decisores individuales)–, sino
como portadora de valores propios, como un todo en el que los individuos puedan
vincularse o identificarse en tanto que ciudadanos.
Entre los filósofos políticos, Hegel no el único en proceder
así. Podemos citar a Montesquieu y Tocqueville, en los que este desdoblamiento
del vocabulario está hecho de forma consciente y controlada. En Montesquieu, el
término de “ley” se aplica en primer lugar a la legislación que producen
(conscientemente, explícitamente) las autoridades legislativas. Pero cuando
Montesquieu habla de una “espíritu de las leyes”, incluye en su objeto a una
parte de la “moral”, las costumbres, y de otra parte las “formas”. Respecto a
Tocqueville, sabemos cómo la palabra “democracia” designa en él no sólo un
régimen político, sino también y sobre todo un régimen social. En fin, Dumont
cita a Rousseau y su noción de “voluntad general”; aquí incluso, es el
“lenguaje del individuo moderno”, el de la clara conciencia y de la voluntad
explícita, el que permite al pensador dar una “representación indirecta” de la
sociedad total y de sus necesidades. Una representación indirecta: lo que
quiere decir, ciertamente, que el pensado no puede hablar de ello directamente,
pero quiere decir también que él es capaz de decir alguna cosa, a diferencia de
los autores que se encierran en el punto de vista parcial.
(III) Por último, la tercera respuesta posible es la de una
definición sociológica de la política en tanto que parte de un todo. El
“principio comparativo” nos prohíbe partir de una definición de lo político
como esencia universal. Nos demanda partir, por el contrario, del contraste
entre las diversas formas en las que las diferentes sociedades pueden (o no
pueden) delimitar una categoría de lo político (en relación con otras
categorías del pensamiento), a fin de llegar, al término de la investigación
comparativa, a nuestra concepción moderna del dominio político (separado del
religioso) como un caso particular. En nuestra historia occidental, vemos
formarse, poco a poco, la categoría de lo político en las controversias en torno
a la cuestión teológico-política: las atribuciones respectivas de un poder
temporal (el emperador, después el rey emperador en reino) frente a un poder
espiritual (el Papa). Pasamos así de una ideología holista en la cual la
religión se definía como religión de grupo, de forma que la sociedad total
estaba representada como la Iglesia (universal), a una ideología individualista
en la cual la religión está asignada al individuo y a la libertad de su
conciencia: en ocasiones, es en este lenguaje político que los hombres se
representan la sociedad a la que pertenecen. Este contraste permite proponer
una definición comparativa de la nación: es la sociedad total tal y como se la
representan las gentes que se conciben a sí mismos como individuos (en el
sentido normativo del término donde el individuo es el sujeto de los derechos
del hombre y del ciudadano). Hay en esta
mutación una parte de continuidad: la Iglesia no ha dejado de concebirse como
un conjunto voluntario de individuos. Pero esta reunión se realiza en torno a
un credo religioso (relativo a la redención del género humano), mientras que
una asociación política reposa sobre la adhesión a los valores puramente
humanos.
¿Dónde está pues, en este asunto, la relación de la parte
con el todo? En cierto sentido, la definición de la política como dominio
particular delimitado en el sentido del dominio social total no hace sino
traducir la “representación indirecta” de filósofos como Rousseau o Hegel en
una representación directa: la sociedad total es mencionada como tal, lo que
quiere decir, explica Dumont, que aceptamos superar una concepción puramente
política (en el sentido estricto de los modernos) del todo social para asumir
una concepción sociológica (la cual, cosa remarcable, encuentra el punto de
vista total que adopta Platón en La República o Aristóteles en Política). Sobre
este punto, Dumont ha mostrado todo el beneficio que podríamos extraer en un
comentario de Jean-Jacques Rousseau. La teoría liberal ortodoxa siempre ha sido
reticente ante el concepto de “voluntad general” (y con razón, desde su punto
de vista, puesto que el concepto asegura con fuerza el retorno de una
concepción holista de la sociedad política), Pero, si ella cree poder pasar de
todo esto es porque ofrece el conjunto de todo lo que es necesario para que
funcione la institución política en tanto que dominio parcial autónomo. Ella se
da en una sociedad particular (el Estado soberano, dentro de sus fronteras nacionales),
ella se da en ciudadanos capaces de hablar los unos con los otros, ella se da
en un consenso sobre el principio mayoritario (majority rule) en tanto que aproximación de una voluntad general
del cuerpo político, etc. Rousseau tuvo el mérito de plantear la cuestión de
saber cómo todas esas condiciones previas podrían ser cumplidas. Dumont
escribe: “Jean-Jacques Rousseau afrontó la grandiosa e imposible tarea de
tratar en el lenguaje de la conciencia y de la libertad no sólo la política,
sino de la sociedad toda entera (…) Así, Rousseau no fue solamente el precursor
de la sociología en el sentido pleno del término. Él planteó, de un mismo
golpe, el problema del hombre moderno, devenido en individuo político, per
formando con sus congéneres un ser social”. Si Rousseau no es todavía un
sociólogo, sino sólo un precursor de la sociología, es porque plantea el
problema de cambiar al individuo (no sólo dentro de sí mismo) en un ciudadano
desde el punto de vista de un legislador (Contrato
social II). Todas las instituciones de una sociedad deben surgir del
pensamiento superior del legislador. Para pasar a un punto de vista plenamente
sociológico, hace falta retener esta noción de un sentido de conjunto de las
instituciones, pero hace falta dejar de representar ese sentido como
traduciendo el genio individual de un político excepcional.
¿Cuál sería finalmente esta definición comparativa de
política? ¿Dumont enunció alguna? En su último libro, él propone la siguiente:
“¿Qué es lo que funda, en principio, el dominio político en el interior de lo
social? Nosotros planteamos que el nivel político aparece desde que una
sociedad concebida ordinariamente como múltiple se sitúa como una frente a las
otras (empíricamente con en la guerra, o ideológicamente). La sociedad como una
es, ipso facto, superior a la sociedad como múltiple y la comanda ideológicamente.
Encontramos esto en Roussseau cuando opone la voluntad general y la voluntad de
todos, el ciudadano como partícipe de la soberanía y como sujeto” (“La ideología alemana”).
¿Esta definición es comparativa? Ella tiene de comparativa
lo que ella invita a considerar cómo, en cualquier caso, una sociedad
particular se representa las situaciones que apelan, por su parte, a la
expresión de una “voluntad general” o de una unidad, frente a otras sociedades
particulares y de un mundo exterior a la misma. Pero cuando decimos “voluntad
general” o afirmación de grupo, estamos diciendo que una diferencia en valor es
planteada, que nosotros expresamos, por nuestra parte, bajo una forma política.
En otras sociedades, la conciencia colectiva se expresa bajo una forma
religiosa. En cierto sentido, esta definición que esboza Dumont no hace sino
retomar la distinción que hacía Hegel entre “sociedad civil” (multiplicidad) y
“Estado” (unidad). Pero la ambigüedad del léxico político hegeliano es elevada:
no es el Estado en el sentido de aparato estatal (el gobierno, la
administración) la que se eleva por encima de la sociedad de los individuos,
sino que es la sociedad total.
Pero aquí podemos decir que estos puntos de vista son
arcaicos, porque la democracia, tal como la entendemos, significa la aceptación
de desacuerdos y conflictos, mientras que la obsesión de la unidad (por
ejemplo, a la manera jacobina) refleja una concepción autoritaria de la
ciudadanía. Esto es perfectamente exacto. Sin embargo, el conflicto, en el
sentido democrático, no implica justamente la guerra civil o la importancia
para decidir por todos, y es precisamente cuando hay desacuerdo entre los
ciudadanos cuando intervienen los principios tales como el respeto del voto
mayoritario o incluso de las formas constitucionales, lo que viene a elevar al
individuo como ciudadano por encima del individuo como particular.
Los puntos de vista comparativos de Dumont tienen un mérito:
nos invitan a reconsiderar varios presupuestos de las teorías políticas
contemporáneas, que son con frecuencia teorías del poder. En efecto, si
seguimos a Dumont, hay que concluir que, contraria-mente a lo que sugieren la
mayor parte de esas teorías, la categoría de lo político no emerge sin más en
una interacción entre individuos en el seno del grupo (en una lucha por el
poder), sino cada vez que las circunstancias históricas exigen que una voluntad
colectiva se exprese en una decisión humana, lo que hace destacar el principio
de una primacía de la política exterior sobre la política interior.