Es el momento
de abolir y trascender la dicotomía “izquierdas” y “derechas”. Ya sé que esto
se ha intentado innumerables veces a lo largo del siglo XX, y algunos de estos
intentos han resultado macabros, sospechosos, falsos. Las “terceras posiciones”
se condenan de antemano, pero cuando los jueces e inquisidores se sitúan en sus
juicios desde uno u otro de los polos, y en concreto, desde las posiciones de
izquierdas, siempre se echa mano de un juicio taxativo, anulador, terminante y
terminal: negar la bipolaridad antedicha es “fascismo”.
Sin embargo, en este
ensayo yo pretendo mostrar que la bipolaridad se mueve en un plano muy
concreto, cual es el plano de las ideologías. Un plano que de por sí nos remite
a la irracionalidad o, cuando menos, a una racionalidad defectuosa, sometida al
“interés” partidista o de clase. Dejando a un lado el oportunismo de los
derechistas acomplejados, que dicen abominar de la derecha para disimular que
lo son, y yendo más allá de la nefasta historia de los fascismos europeos (el
nazismo, el fascio, la falange), el verdadero acto intelectual del trascender
de esa dicotomía entre izquierdas y derechas debería moverse en un plano no
ideológico, sino filosófico. La filosofía, en cuanto análisis crítico de la
realidad, su puesta en duda, el cuestionamiento de las vigentes formas de
dominación y tergiversación social, no puede encuadrarse en una ideología en
concreto, ni siquiera simpatizar con ella y hacer un viaje en su compañía, por
más dulzura o calor que los discursos ideológicos le ofrezca. Una de las
autoridades filosóficas más serias en lengua castellana es la de Ortega y
Gasset. Para él, ser de la izquierda o ser de la derecha es, literalmente, una
de las formas que tiene el hombre de ser imbécil. Esto fue dicho hace muchos
años, antes de conocer el transcurso de graves acontecimientos que sucedieron
tras su muerte, incluyendo la caída de la URSS, el neocapitalismo chino,
la amenaza islamista radical, etc.
La frase de
Ortega jamás debería interpretarse como un intento de escamotear la cruda
realidad, realidad social que incluye la lucha de partidos –con sus oligarquías
propias‒ por el poder. También es socorrido (y falso) entender la frase de
Ortega como la vaga y difuminada intención de inspirar una suerte de Falange
que rompa la geometría política por medio una revolución nacional por la
bisectriz de esa línea. Las críticas que se hacen a ciertos partidos, populistas,
jacobinos, de orientación socialdemócrata o liberal (siendo generosos a la hora
de buscar “algo” de ideología) son tan pueriles como las de aquellos que
sentencian y crucifican “en efigie” a Ortega y Gasset como precedente del
falangismo y de la “tercera posición”. Ortega proponía, nada menos, que el
retorno de una Filosofía verdadera como solución a Europa: algo que nunca
podrán entender ideólogos, sindicalistas liberados, ministros infames,
tecnócratas y, en general, las hordas de “conservadores” y de “progresistas”.
Todos ellos son partes del Sistema, beneficiados del mismo, antifilosóficos
hasta la médula. Su propia razón de ser y de vivir del cuento se justifica con
este antifilosofismo, con su exacerbada ideologización de su discurso. La
necesidad de refundar Europa, o el mundo entero, sobre nuevas bases racionales
que trasciendan imágenes jacobinas o reaccionarias del siglo XVIII es hoy más
apremiante que nunca, y las críticas ideológicas a una Filosofía que no sea,
ella misma, pasto de la ideologización, no se encuentran a la altura de las
circunstancias. Desde el bando “conservador”, libros tan inteligentes como el
de Gonzalo Fernández de la Mora, un “franquista”, “El Crepúsculo de las
Ideologías”, recayeron, tras un acertado análisis de la decadencia de éstas
como motores para la salubridad pública, en un nuevo ideologismo: recalcar el
papel de una tecnocracia aséptica, racional y fría, elevar a los altares a un
Comte que, en nombre de un avance racional y técnico, garantice el bienestar
ciudadano sin maximalismos. Las terceras posiciones, ni de izquierda ni de
derecha, rápidamente caen en sumideros conocidos: fascismos, populismos,
positivismos comteanos. El propio Marx, el Marx filósofo antes que el Marx
“líder obrero” ha sido fagocitado por toda una banda de ideólogos, seudomarxistas
ellos a su vez, que lo reclaman como “izquierdista” (en el degradado y vacuo
sentido actual) y nos lo presentan –de un modo u otro‒ como una especie de
santón de los “derechos humanos”, de la “democracia participativa”, del
“socialismo democrático” y demás virtudes teologales.
Pero Marx no
fue nada de esto. El filósofo de Trèveris fue muy crítico con todos estos
conceptos de raigambre liberal o ideologías de tipo reformista, aunque éstas se
hayan lanzado teñidas de socialismo. El Marx filósofo fue un gigante, en
comparación con el Marx cabecilla de obreros. Su obra, en efecto, fue hecha al
servicio de la emancipación de la clase obrera de su tiempo (¡pero es que en su
tiempo existía una importante clase obrera!) y pergeñada en la arena política
de su siglo XIX, el siglo en que las naciones de Europa y Norte América se
estaban industrializando, fue una “filosofía verdadera”, porque lo que
verdaderamente sucedía en esas regiones del mundo era una lucha de clases.
Hoy, tras
todo lo que ha llovido, en modo alguno podemos decir que la “lucha de clases”
exista, y no queda nada claro qué cosa significa, por ejemplo, en la
España actual, una “clase social”. Cuando en las calles ciertos partidos
“de la izquierda” llaman a movilizarnos y sacan sus pancartas y gorritos los
dos grandes y consabidos “sindicatos de clase”, espero que nadie sea tan
ingenuo como para seguir pensando que tales movilizaciones son concreciones de
lucha clasista, aún planteadas en términos de “obreros” dispuestos a defender
su identidad como clase ante “patronos” explotadores. De hecho, son tan pocos
los obreros de perfil clásico en este Reino de España, que sus luchas puntuales
por evitar despidos o bajadas salariales quedan ahogadas por una enorme nube de
“reivindicaciones personalistas” que nada tienen que ver con Marx, y menos aún
con la larga tradición de Lenin, Trotski, Mao y demás líderes que se reclaman
del marxismo, líderes que, por cierto, regentaron sistemas que muy
probablemente hubieran ahogado con sangre las fantasías “pequeño-burguesas”,
personalistas y, en el fondo, liberales que nada tienen que ver con el
socialismo: el derecho a decidir de los catalanes o de las
madres abortistas, la convivencia marital de los gais y lesbianas, la
“indignación” quincemayista, etc.
Me parece
grotesco que todos aquellos a los que un “marxista” de los viejos tiempos
hubiera fusilado sin vacilar, se reclamen ahora de la izquierda, ahondando en
unas causas propias de lo que se ha dado en llamar –sobre todo en el ámbito
anglosajón‒ los “derechos civiles”. Tal parece que lo que ahora se llama
izquierda es, en realidad, toda aquella ideología neoliberal que, sin tocar un
ápice del sistema capitalista depredador vigente, se alegre y se entretenga en
pequeñas conquistas jurídicas. Así las cosas, todo un tullido en política, como
el expresidente Rodríguez Zapatero, pudo presentarse ante el mundo como campeón
de esos “derechos civiles”. Abogado del matrimonio de homosexuales y del diálogo
con civilizaciones que dialogan a su vez con lapidaciones y látigos,
éste señor, presidente de un gobierno que nos llevó a la ruina, dejó intocado,
sin embargo, el papel subalterno del Estado español ante los mercados
especulativos internacionales. El mismo partido que se dice “socialista” quiere
enarbolar banderas liberales de derechos civiles conquistados, a la vez que
oculta las prácticas, igualmente liberales y “feroces” contra la clase
trabajadora. Felipe González, su antecesor, y todos sus ministros, fueron
auténticos matarifes de la clase obrera, y su matanza y desarticulación, que yo
conocí bien en mis años mozos en Asturias, contó con el beneplácito y la
colaboración necesaria de la oligarquía sindical y de la siempre cómplice y
perrito de faldas, la eterna Izquierda Unida, que en todo momento se mostró
prolongación de su “hermano mayor”, “de izquierdas.
Los años han
acabado dejándome muy claro que una cosa es “la izquierda”, un rótulo
políticamente correcto para justificar nuevas agresiones a la clase
trabajadora, y otra cosa bien diferente es el marxismo. Incluso, dentro de
éste, y como ya denuncié en otro ensayo –“Crítica del Marxismo (multi)cultural”‒
es posible apreciar una tergiversación y fosilización creciente de la “ciencia
marxista”, que comenzó nada más morirse el viejo Marx. Todavía su amigo fiel,
Engels, no se descuidaba de los aspectos geoestratégicos y militares que dicha
ciencia social revolucionaria había de tomar en consideración. Transversalmente
a la lucha de clases que se daba (y hoy ya no se da) en muchos de los países
occidentales, se sucede una feroz lucha de imperios y bloques
político-económicos y militares. Que no hay un proletariado universal capaz de
mostrarse unido ante la dialéctica de grandes bloques, que aparejan conceptos
de civilización irreconciliables, es algo que todo marxista “científico”
debería constatar, a diferencia de lo que hace el marxista “cultural”. Los
obreros de distintas naciones e imperios se mataron entre sí en la I Guerra mundial:
ese es un hecho que nadie podrá negar, y es una realidad que sepultó para
siempre la fantástica equiparación entre la Humanidad (así,
en singular, en abstracto, con mayúscula) y una Clase Obrera
Internacional. Es hora de decirlo ya a voces: esa Clase Obrera
Internacional no existe y no hay especiales lazos solidarios entre el obrero
bien remunerado de Alemania y el ultraexplotado trabajador de la “maquila”
sudamericana, africana o asiática. Es más, la “ideología de clase”, al igual
que sucede con otras ideologías seudomarxistas contemporáneas (“ideología de
género”, “ideología de la igualdad”...) no es sino un mecanismo
superestructural altamente eficaz para mantener la dominación económica sobre
una parte sustancial de la población. Por medio del mito del Proletariado
Universal intrínsecamente solidario, los salarios de la clase trabajadora en
los países del Primer Mundo no han hecho más que descender, y sus mecanismos
tradicionales de resistencia a la explotación (huelgas, sindicatos, votos a partidos
“obreros”) se han visto quebrados para siempre, como juguetes destripados y sin
pilas, y esto desde el momento en que irrumpieron en ese Primer Mundo oleadas
de emigrantes dispuestos a trabajar por debajo de los salarios pactados,
trabajadores de otra cultura dispuestos a dejarse explotar en condiciones
ajenas a cuanto habían consolidado las negociaciones entre centrales
patronales, sindicales y gobiernos de cada país. La propia ideología
cosmopolita, que predica de forma insensata la abolición de fronteras para las
personas, más allá de un humanitarismo primario (que muchos podemos compartir
antes de mayor análisis, porque es verdad que en ocasiones las “fronteras
matan”) es la que ha roto la unidad de la clase obrera, unidad clave a la hora
de resistirse a la explotación. Por desgracia, los naufragios de pateras y los
asaltos a las vallas fronterizas pueden ocasionar muertes muy lamentables: sí,
las fronteras matan, pero también es cierto que desde hace siglos las fronteras
protegen. Y hace tiempo que al quebrarse la unidad de la clase obrera
por medio de una “globalización” de la fuerza de trabajo, o más bien, una
reordenación en la división internacional del trabajo, la “izquierda” ha dejado
de ser por completo útil a los propósitos con los que históricamente se lanzó a
la arena de la historia: la protección de la clase trabajadora.
La clase
trabajadora de cada nación, así como la clase media, vive hoy bajo un bloqueo
impresionante de sus facultades mentales. Son eunucos desde el punto de vista crítico.
El llamado pensamiento “políticamente correcto” les impide emplear recursos
racionales apropiados para conectar las ideologías de su atmósfera (socialismo,
comunismo, liberalismo, ecologismo...) con la realidad cotidiana que se vive y
se palpa. Los asalariados se quedan en el paro, sin futuro para la jubilación,
con los recibos más caros y la hipoteca más asfixiante que nunca, mientras
observan que nuevos esclavos, foráneos muchos de ellos, ocupan los puestos y
funciones que antes les estaban reservadas. En las listas de candidatos a
empleo, una serie de premisas de discriminación “positiva” colocan en la parte
trasera de la lista a quienes más han cumplido y a quienes más posibilidades
tienen de cumplir con eficacia. Docentes de la escuela pública deben apretarse
el cinturón del presupuesto familiar para mandar a sus hijos a la enseñanza
privada y concertada y así proteger (sí, lectores, proteger)
a sus hijos del mal ambiente creado por objetores escolares y gamberros de
todas las nacionalidades (incluida la española), que presuntamente están
“integrados” en un centro al que revientan desde dentro. Debe recordarse que
muchos de estos alumnos que estropean el clima de convivencia en los centros
educativos reciben además cuantiosas ayudas económicas y subvenciones por el
mero hecho de cumplir con una Ley de obligado cumplimiento, como es la
escolarización de todos los menores, sin exigirles a cambio nada, ni buen
comportamiento ni notas aprobadas. Lo que para un ciudadano contribuyente con
sus impuestos es obligación, para otros, no contribuyentes, es gratificación
a cargo del presupuesto público. Los defensores “pancarteros” de la Escuela
Pública deben hacer autocrítica y reconocer que su “progresismo”, impuesto por
Ley a partir de la implantación de la LOGSE, así como sus dogmas en favor de
una integración, obligatoriedad e igualación por los niveles bajos (de
capacidad), han sido una punzada mortal a la clase asalariada y a uno de los
mecanismos fundamentales de promoción social: la elevación por medio de la
educación.
Toda una masa
que se queda en paro, o que ve que le arrebatan “conquistas” fundamentales de
antaño (sanidad, enseñanza, derechos laborales) precisamente en nombre de una
izquierda que nada quiere saber sobre la explotación, la plusvalía o la lucha
entre grandes bloques, que ve cómo se degradan sus barrios en nombre de una
“asimilación” forzada desde los discursos políticos y progresistas y
humanitaristas ¿qué va hacer con esa vieja chatarra? Lo que le salva es
olvidarse de ella, por inútil, por peligrosa, por contraproducente. Hay que
dejarse de infantilismos, de sueños propalados por la dictadura partitocrática
y por los elefantes sindicales: todavía existen las naciones y las identidades,
y los derechos se defienden y conquistan con ayuda de diversos recursos, entre
ellos, los más importantes, los recursos de índole racional. La reorganización
de la división internacional del trabajo implica que las condiciones del estilo
“Taiwán” se van a imponer en aquellos lugares del mundo donde la sociedad está
francamente desarmada y desesperada. Parte de la plusvalía generada servirá
para sostener un “Panem et Circenses”
en el antaño mundo privilegiado. Pero ni siquiera esta política de volvernos
plebe aborregada y parásita durará mucho.
El verdadero
marxismo supone un énfasis en el carácter productivo de toda sociedad humana: el
que no trabaje que no coma. La sociedad se funda en el trabajo y no en un
estúpido “fin del trabajo” que en realidad sirve, como ideología propia del
capitalismo tardío, a los efectos de neutralizar los hábitos de resistencia y
de conservación de la dignidad de los trabajadores de países donde esos hábitos
eran fuertes. Neutralizar la contestación y entretenerla con causas y luchas
abstractas forma parte de los nuevos procesos de acumulación de capital.
El nuevo
socialismo a construir nada tendrá que ver con esa inquisición de lo
“políticamente correcto”, y con esas cortinas de humo sobre “derechos
específicos de colectivos específicos”. Cada colectivo hará lo que pueda por
defender su terreno, pero el terreno de conservar un trabajo digno, de resistir
contra la explotación, y de proteger grandes espacios nacionales contra la
dominación económica foránea, es deber de todo marxista. Ser marxista no es ser
ni de derechas ni de izquierdas. Ser marxista no es ser progresista. Basta ya.