¿Cómo explicar la colaboración de
las feministas con un islam que impone el velo a las mujeres, condenándolas a
la invisibilidad? y ¿cómo interpretar su llamamiento contra la laicidad? Lo
políticamente correcto, la obsesión de volverse sospechoso de islamofobia
denunciando las prácticas extrañas a nuestras costumbres no lo explican todo.
Lo que está en juego supera aquí la causa de las mujeres, de sus libertades y
de su igualdad, concierne a la identidad de nuestros países, a su pasión por un
mundo común, y su conversión, en nombre del comunitarismo, a un modelo de
sociedad inclusiva. Este feminismo ha entrado en la era identitaria, así que lo
vemos exaltar cualquier manifestación particularista y comunitarista,
comprometido con el trabajo de descomponer a nuestras naciones. Lo he dicho con
frecuencia, el tema de la violencia contra las mujeres es la gran coartada para
el militantismo feminista. Es la causa capaz de arrastrar a muchas de ellas,
pero el objetivo es la imposición de un modelo concreto de sociedad. Hay que
consolidar en las mentes que la violencia contra las mujeres es una plaga
social ‒a la que contribuyen, con su desmesura, las campañas como #balancetonporc
y #metoo–, convencer también de que esta plaga es inherente a nuestro modelo de
sociedad, y conducir a todos a la conclusión de que la única salida es la
deconstrucción de este modelo, echarlo abajo.
La militante Caroline De Haas no se escondía
cuando, al día siguiente de la tribuna publicada en Le Monde por cien mujeres
sobre la “libertad de ser importunada”, declaraba: «¿Están inquietos los
“cerdos” y sus aliados? Normal, su viejo mundo está a punto de desaparecer». Este
viejo mundo que parece estar en su crepúsculo, que tanto repugna a las
feministas, es un mundo donde ser hombre todavía no implica ser culpable, donde
los hombres no son siervos ni son abatidos por las mujeres, donde todavía la
confianza reina entre ambos sexos. Las cosas, evidentemente, no se presentan
así; se acusa a la sociedad de haber acordado todos los privilegios para los
hombres, dejando las migajas a las mujeres. Poner en cuestión al macho blanco,
encarnación de Occidente, tal es siempre el objetivo, y la formula no es
excesiva. El diario Le Monde publicaba a toda página una entrevista con el
cineasta Jnas Mekas, “figura del underground neoyorquino”. «¿Qué os inspira el
levantamiento feminista desencadenado por el affaire Weinstein?», se le
preguntaba. «Estoy de acuerdo con William Burroughs cuando dice que la raza
blanca masculina tiene el control de la civilización occidental. Y de ahí el
desastre actual. ¡Ha llegado la hora de que las mujeres tomen el poder! Que
este elemento masculino tan negativo, que ha producido esa civilización, sea
abatido. Está a punto de suceder. Y se extenderá a todos los campos de la
actividad humana». Imagino el júbilo de las feministas al leer estas líneas.
El ostentoso apoyo que el islam
recibe de parte de las feministas se inscribe en la incansable empresa de
arrepentimiento de Occidente. Hubert Védrine, que subraya esta inclinación,
propia de Europa, al arrepentimiento, propone una analogía muy inspirada: «Cuando
Darwin publicó en 1859 "El origen de las especies", muchos ingleses se sintieron
indignados y declararon imposible admitir que ellos “descendieran del mono” (en
realidad, de un ancestro común, pero no importa). Hoy, muchos occidentales
desean no descender de los… occidentales». Cualquier elemento extranjero es
acogido como un instrumento de redención.
La última moda del lenguaje
artificial del militantismo feminista la aparición de la “interseccionalidad”
de las luchas de un feminismo que se reivindica interseccional. El principio es
muy simple: en el cruce de la lucha contra el sexismo, el racismo y la
homofobia se encuentra el mismo enemigo: el hombre blanco occidental
heterosexual. Así, además de servir cada uno a su propia causa, conviene unir
fuerzas. La pasión europea por un mundo común posible, que hace la magnífica
apuesta de cada cual pueda liberarse de sus determinismos, que es un enclave de
libertad gracias al cual podemos tomar parte en una historia más amplia, en una
herencia civilizacional, esta pasión, y su correlato, el rechazo de toda
expresión comunitarista, no sería más que un ardid de la “razón machista” para
invisibilizar a las mujeres, y un ardid de la “razón nacional” y occidental
para exterminar las identidades particulares. Así, trabajan conjuntamente para
promover las identidades personales, haciéndolas bullir, espoleándolas y
excitando sus reivindicaciones, a fin de pulverizar las naciones europeas. A la
unidad y la indivisibilidad de nuestras comunidades nacionales le oponen la
diversidad de las comunidades; al mundo común, la insularidad y la guetización
de los grupos; a la participación en lo europeo universal, la asignación
étnica, religiosa y sexual.