El Papa
Francisco visitó el pasado mes de marzo a Mohammed VI, rey de Marruecos. Era
una ocasión para abordar una vez más el tema de las migraciones mediante un
discurso inmigracionista que ignora la enfermedad identitaria que asola Europa.
¿Será porque
el Papa viene de una familia de migrantes piamonteses instalados en Argentina
la razón de llevar en el corazón la cuestión migratoria? Es cierto que la
situación se ha degradado en el Mediterráneo, en el que han muerto más de
17.000 personas desde 2014. Nadie puede permanecer insensible ante esta
tragedia humana y aceptar que el Mare
nostrum se ha convertido en un cementerio, como explicaba el Papa ante el
Parlamento europeo en 2014.
Pero, en
Marruecos, ha sido un discurso con tintes políticos el que ha sostenido el
Papa, especialmente durante una visita a un centro de la fundación Caritas que
da refugio a migrantes africanos. En los prolegómenos de su toma de posición,
el Papa Francisco se ha fundado en el pacto de Marrakech aprobado por los
representantes de 160 países en diciembre del año pasado, para exigir “una
migración segura, ordenada y regular” que beneficiará a los países y las
sociedades de acogida. Éstas “serán enriquecidas si saben valorar mejor la
contribución de los migrantes, adoptando medidas de prevención de todo tipo de
discriminación y de todo sentimiento xenófobo”. La idea es poder construir “una
sociedad intercultural y abierta”, con “ciudades y villas acogedoras, plurales
y receptivas a los procesos interculturales, capaces de valorar la riqueza de
las diferencias en su reencuentro con el otro”.
Si bien el
Papa apela tanto al “derecho a emigrar” como al derecho “a no ser obligado a
emigrar”, ve ante todo en la inmigración una fuente de enriquecimiento mutuo.
Probablemente, él no ha experimentado el espíritu de desarraigo de los
inmigrados ni las dificultades de integración que engendra una inmigración
masiva, sobre todo cuando el inmigrado tiene una cultura diferente de la del
país de acogida. Se trata, para él, de una obligación moral que no alberga
ninguna duda. Además, él culpabiliza a aquellos que se oponen a la presión
migratoria, explicando que ellos ceden “al miedo” que propagan los “populismos”
que, en el pasado, llevaron a Hitler al poder. Podríamos pensar que estamos
ante un dirigente del partido socialista, pero no, se trata del Papa.
Un dato
principal se le escapa, el del número. Engels decía que “a partir de un cierto
número, la cantidad deviene en cualidad”. De hecho, si bien es posible asimilar
a un individuo o a una familia, la misma empresa se convierte en mucho más
problemática, por no decir imposible, cuando se trata de asimilar a las masas.
Sin embargo, el Papa olvida la cuestión de los equilibrios demográficos. Ve,
por otra parte, la situación minoritaria de los cristianos de Marruecos como un
signo positivo, porque “nuestra misión de bautizados, de consagrados, no está
determinada particularmente por el número o por el espacio que nosotros ocupamos”.
En estas
condiciones, ¿podremos continuar el día de mañana siendo cristianos en una
Europa donde se acogen cada vez más migrantes musulmanes que conservan su
cultura y su religión, formando contrasociedades en el corazón del mundo
occidental? ¿Qué “cultura del reencuentro con el otro” es válida para los
“nativos europeos”, obligados a dejar sus barrios para no sufrir la presión del
islam, mayoritario en algunas partes del territorio?
Para alguien
como él, que considera a Europa como “una gran madre fatigada” (discurso ante
el Parlamento europeo, noviembre de 2014) y que desconfía de la invocación de
las raíces cristianas que podrían tener cierto tufillo a “neocolonialismo”
(entrevista de La Croix de mayo de
2016). “Europa ha sido formada por los movimientos migratorios y ésta es,
precisamente, su riqueza”, como afirmaba durante la conferencia de prensa que
ofreció en el avión que le llevaba a Marruecos.
No es
sorprendente, desde su punto de vista, que abogue por el multiculturalismo,
puesto que el Papa no ve ningún fundamento cultural común que unifique Europa.
Ésta es, quizás, su omisión más grave. Ciertamente, Europa es una sociedad
postcristiana que ha renegado de su herencia cristiana, pero que todavía lleva
el cristianismo en el corazón de su cultura y de sus valores. Que la cultura
cristiana no interese al Santo padre es particularmente preocupante.
Si el
cristianismo es, ante todo, una relación personal con Dios, también se arraiga
en una cultura que forma un fundamento común que permite a todo a todo el mundo
poder intercambiarse y comprenderse cualquiera que sea su cultura y su
religión. Si estos cimientos comunes desaparecen ante la presión del islam,
nuestras sociedades estallarán y será, probablemente, el fin de la civilización
europea, la cual ha interiorizado el cristianismo en el curso de su historia
durante más de dos mil años. ¿Esto es lo que desea el Papa argentino? ■ Fuente: L´Incorrect