Según el
presidente francés, Emmanuel Macron, numerosos intelectuales franceses, de
Régis Debray a Emmanuel Todd, de Alain Badiou a Alain Finkielkraut, pertenecen
al viejo mundo y desarrollan viejos esquemas. ¿Qué quiere decir con esto? La
dicotomía, tan querida por el presidente francés, entre conservadores y
progresistas ¿es válida? ¿Corresponde a las urgencias de nuestra época? ¿Qué
piensan del gran desbarajuste ideológico en la tribu de los “maestros
pensadores”? Un debate en el que participan Michel Onfray, André Comte-Sponville, Chantal Delsol, Denis Tillinac, Kevin Boucaud-Victoire, Benoît Duteurtre, Laurent Binet, Morgan Navarro, Jean-François Kahn, Alain-Gérard Slama, Alain Finkielkraut.
“El progreso es… el progreso del nihilismo”, por Michel Onfray
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Soy un hombre
de izquierdas de la vieja escuela, de esa época en que la izquierda trabajaba
en favor de un pueblo que formaba comunidad y no una explosión de tribus en el
más cruel de los comunitarismos. La izquierda de la derecha, la liberal, creada
por Mitterrand en 1983 para llenar el vacío ideológico consecutivo a su
abandono del socialismo, hizo una corta escala hacia el capital, el que
acompañaba todas las acciones punitivas de los norteamericanos en el planeta
(especialmente, en los países musulmanes donde la umma, el conjunto de creyentes musulmanes del mundo, lo recuerda
con frecuencia), transformando a los crápulas en héroes, celebrando el éxito
social en la medida de la fortuna acumulada en el banco, transformando la
cultura en un artilugio, dando el visto bueno a la teocracia musulmana,
validando el neocolonialismo bajo el pretexto del derecho de injerencia.
Ser de
izquierdas, y por tanto progresista, se ha convertido en una celebración del
capital, en hacer la guerra detrás de los neoconservadores americanos, en hacer
la genuflexión ante los crápulas, en sacrificarse al becerro de oro, en
transformar la cultura en un producto, en encontrar el camino de la iglesia,
siempre que ésta sea coránica.
Sigo siendo
de izquierdas, pero ya no pertenezco a ese tipo de progresismo. Mi izquierda de
la vieja escuela es aquella que no ha sacrificado a los obreros y los
campesinos, a los pobres y a los humildes, la gente de a pie, a las víctimas
del liberalismo del Estado y de Maastricht, a los desempleados y a los jóvenes
sin empleo, a los trabajadores y a los proletarios, como se decía antes, a las
mujeres desamparadas o maltratadas, al ateísmo y al derecho de los pueblos a
disponer de sí mismos.
¿Conservador?
Sí, si queremos decirlo de esta forma. Porque el progreso no es un fin en sí
mismo. El cáncer, desgraciadamente, también hace progresos en los enfermos. Si
continuamos con la metáfora: yo prefiero conservar la salud… Porque, en estos
tiempos nihilistas, el progreso es el progreso del nihilismo. Digamos, ya que
buscamos etiquetas, que soy un anarquista-conservador ‒pero la palabra
“socialismo” no me asusta lo más mínimo…
“Una izquierda cada vez más conservadora”, por André Comte-Sponville
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La oposición
entre conservadores y progresistas es políticamente estructurante. Lo fue
durante mucho tiempo: partió del orden/partido del movimiento; nostálgicos del
Antiguo Régimen/partidarios de la Revolución Francesa; opositores/partidarios
de la Ilustración y de la laicidad… Estaba claro que cada campo se posicionaba
en contra del otro. Esto es menos cierto hoy en día.
En primer
lugar, porque la república y el laicismo han ganado, al menos en Francia
(incluso la extrema derecha se reclama de esta forma). A continuación, porque
el comunismo ha perdido (los pocos partidarios que le quedan proponen un
programa keynesiano más que marxista). En fin, porque la mundialización impone
reformas que ponen en problemas a nuestro modelo social: la derecha se hace
cada vez más reformista; la izquierda, cada vez más conservadora. Y es sobre
todo la izquierda, entonces, tenemos la sensación de que “antes era mejor”,
eslogan históricamente falso, políticamente desmovilizador y socialmente
mortífero.
Estoy
convencido de lo contrario: la historia avanza, ciertamente a través de
conflictos y crisis, pero, tendencialmente, en el sentido correcto. Estamos
mejor alimentados, alojados, cuidados, protegidos, educados, más tolerantes y
más libres, a escala planetaria, que en ninguna otra época de la humanidad.
Socialmente, esto me parece claro.
El progreso,
a lo largo de los siglos, no es ciertamente lineal, ni continuo ni
irreversible; pero es la tendencia dominante en la historia, y hay que hacer
todo lo posible para que continúe. Políticamente, esto hace de mí un
progresista que está triste y desubicado porque su familia política, la
izquierda, cada vez lo es menos. Lo que no me impide, culturalmente, sentirme
conservador.
La escuela
debe ser “resueltamente retrógrada”, como dice Alain, o “resueltamente
conservadora”, como yo prefiero decir. Sólo podemos enseñar lo que sabemos
(nadie conoce el futuro), y todo conocimiento viene del pasado. Para Hannah
Arendt, el conservadurismo es “la esencia misma de la educación”, porque “es
precisamente para conservar lo que es nuevo y revolucionario en cada niño que
la educación debe ser conservadora”.
“Soy liberal-conservadora”, por Chantal Delsol
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Para mí,
liberal-conservadora, los dos apelativos se complementan. El liberal piensa que
la libertad es esencial a la humanidad, que pasa por la igualdad (un socialista
piensa que la igualdad es más importante que la libertad). Visión antropológica
a partir de la cual se piensa la sociedad y la política: el hombre no puede
existir, no puede desarrollarse, “convertirse en lo que es”, más que en
libertad. De ahí la exigencia de la propiedad privada, del mercado libre, de la
libre elección de la educación de los hijos, de la libertad de pensamiento, de
la tolerancia religiosa, etc.
En otro
plano, el conservador piensa que las evoluciones, por otra parte necesarias,
deben efectuarse con prudencia considerando los límites que hay que definir. No
se puede hacer cualquier cosa con el devenir humano ‒existen “progresos” que
destruyen a la humanidad tratando de perfeccionarla. Existe una permanencia
humana que nos impide ser demiurgos de nosotros mismos. Así, el liberal y el
conservador se complementan, porque la libertad, primordial ante la igualdad,
se despliega en consideración a los límites humanos.
“El conservadurismo también es un universalismo”, por Denis Tillinac
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Me defino
como conservador en relación al momento en que vivimos: no lo habría sido en el
siglo XIX: la humanidad ha conocido la mayor mutación desde el fin de la
protohistoria. Una docena de civilizaciones y un centenar de culturas se
reaproximan en beneficio de una aldea planetaria global, que va de China a
Estados Unidos, pasando por Australia.
Estamos,
pues, en un momento en que hay que defender los fundamentos de la civilización
judeocristiana y proteger la memoria contra el olvido. El progresismo me hace
pensar en una utopía que, a veces, resulta necesaria. El conservadurismo
considera que hay que conservar el equilibrio entre la emancipación de los
individuos y los anclajes colectivos.
El
conservadurismo no es, por ello, menos universal. Es pensar que sólo podemos
alcanzar lo universal por la alteridad. Es todo lo contrario del proyecto
europeo, que no ha dejado de reducir constantemente las diferencias entre los
países miembros. El conservadurismo consiste en luchar contra lo
indiferenciado, en ralentizar la frenética carrera hacia el progreso para que
los pueblos puedan tomar aliento y no enfrentar a las clases sociales entre
ellas.
“No al culto de lo nuevo”, por Kevin Boucaud-Victoire
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Para el
escritor católico G. K. Chesterton, “la cuestión para los progresistas es
cometer errores; la de los conservadores es impedir que los errores sean
corregidos”. A título personal, prefiero que los errores sean corregidos, por
lo que me resulta muy complicado situarme en uno de los dos campos.
Nacido en el
siglo XVIII, el progresismo consagra la creencia en el perfeccionamiento global
y lineal de la humanidad. El aumento de los conocimientos, especialmente los
científicos, debía conducir al progreso técnico, que permite un incremento de
las riquezas (rebautizado “crecimiento económico”), así como un mejoramiento
moral y social. No habiendo cumplido su promesa de llevarnos al mejor de los
mundos posibles ‒sin hablar de los nefastos efectos del crecimiento sobre el
medioambiente‒, el progresismo se mueve en el ingenio elogio de toda novedad,
con una condena de todo lo que viene del pasado.
Sin embargo,
me parece evidente que, en la herencia plurimilenaria de las sociedades
humanas, existe un determinado número de logros esenciales que hay que
preservar. A la inversa, el conservadurismo se presenta con frecuencia como un
statu quo, que se acomoda a las injusticias y los privilegios de una minoría.
Pero me parece del todo evidente que un cierto número de cosas no deben ser
imperativa y radicalmente cambiadas. Me uno al padre de la anarquía, Proudhon,
que escribía: “Quien dice revolución, dice necesariamente progreso, dice, por
tanto, conservación”.
“La confusión del lenguaje”, por Benoît Duteurtre
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El “cambio”
es la obsesión de nuestra época, el eslogan común de los responsables de todos
los bandos. No sólo hay que reformar, sino moverse, crear el movimiento,
deshacer lo que sea para hacer cualquier otra cosa, como se ello constituyera
forzosamente el progreso. Por el contrario, una persona comprometida con
“conservar”, se considera como “nostálgica”, “pasadista”, incluso
“reaccionaria”.
Este estado
de ánimo coincide con una transformación del lenguaje en nuestra sociedad,
donde el “progresista” y el “conservador” ya no son lo que eran, Así, los
valores progresistas de antes, como la protección social, la disminución de los
tiempos de trabajo, la reducción de la edad de jubilación, son denunciados
ahora como valores “conservadores” por los caballeros del liberalismo económico
‒que se han apropiado de las temáticas del movimiento, de la reforma, incluso
de la revolución: “¡No os detengáis en vuestras adquisiciones sociales, viles
conservadores de izquierda! ¡Uníos a nosotros para cambiar el mundo y derribar
sus obsoletas reglamentaciones!”
Frente a
estas confusiones del lenguaje, no veo mejor posición que la de la vieja
sabiduría que nos invita a mesurar, en cada cambio, lo que ganamos y lo que
perdemos. Así dejaremos de ser estas máquinas frenéticamente extendidas hacia
el futuro y nos convertiremos en hombres en medio del tiempo, con una mirada
equilibrada sobre lo que nos precede y sobre los que viene.
“No estar del lado del más fuerte”, por Laurent Binet
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Los
conservadores quieren conservar, pero ¿el qué? Dos cosas, antaño indisociables:
el orden social y el orden moral.
Cualquiera
que sea la diversidad política en la que, contra toda expectativa, se expande
todavía la ideología del orden moral, ésta deriva de una fantasía fascista o
teocrática que no me parece útil discutir, por sus puntos actuales de fijación
sobre la asignación a las mujeres de roles subalternos y el rechazo de los
derechos elementales a una sexualidad no normativizada, que revelan una lucha
de retaguardia a la vez vergonzosa e, intelectualmente, sin interés.
Queda el
orden social: es remarcable que sus defensores operen en su perpetuación con
una determinación tanto más espectacular en cuanto que ellos son los primeros
beneficiarios. ¿Por qué, entonces, yo, que vendo libros y, por tanto, me
beneficio del sistema, no tengo la obligación de defenderlo? ¿Por qué no
siempre estoy en el lado bueno de la barrera? Quizás. Pero, quizás también,
simplemente, porque yo experimento el sentimiento de decencia común del que
hablaba Orwell.
Desconfío de
la palabra “progresista” porque ella permite a los que sólo están contra la
pena de muerte y en favor del aborto sentirse cómodamente de izquierdas. Quizás
no tenga un poco de fondo marxista, es decir, que no comprenda que los
intereses del capital y del trabajo son antagónicos y que nuestro orden social
arbitra siempre en favor del capital, pero reconozco que las últimas décadas
así lo demuestran. Así sea, A falta de otra cosa mejor, me declaro progresista.
Me siento progresista porque no me agrada estar del lado de los más fuertes.
“Los progresistas, caricaturas de sí mismos”, por Morgan Navarro
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“¿Reaccionario
yo?” Me siento siempre un poco apurado cuando la gente me pregunta si realmente
me identifico con el personaje que dibujo. Es cierto que lleva mi nombre y se
me parece en las gafas, su nariz puntiaguda y su cabeza rapada… Entonces
respondo que sí, para no sugerir que me niego a asumir mis trabajos. Digamos
que cuando lo inventé, no sabía realmente adónde iba. Deseaba simplemente jugar
con los clichés. Mi universo profesional está en el corazón de la biempensancia
y mis amigos se burlan de mí desde hace mucho tiempo… De hecho, cuando leo en
la prensa esos dossiers sobre los nuevos conservadores, en muchas ocasiones
tengo la tendencia de reconocerme en ellos. ¿Tenemos que admitir, sin
reaccionar, la teoría de género, el velo integral de las mujeres musulmanas y
otros avatares de la modernidad? Quería mostrar que se puede tener una opinión
diferente sin ser necesariamente un terrible facha. Finalmente, me pregunto si
no son los progresistas los que se han convertido en caricaturas de ellos
mismos. Brétecher decía en los años 70 que no se podía hacer humor con la gente
de derechas. Hoy, la situación es la inversa. Como Philippe Muray, pienso que
esta época es exagerada y que la exageración cómica es la mejor respuesta. Sí,
mi personaje a veces va más allá de donde yo iría, pero es por una buena causa:
es un soplón. Temo ese desastre de civilización del que hablan los protagonistas
de esos dossiers conservadores. ¿A dónde nos conduce finalmente el progreso? A
la sustitución del humano por la tecnología… pero me parece imposible
detenerlo. Incluso los gobiernos se ven impotentes para regularlo. Los signos
muestran que nos estamos hundiendo en un proceso irreversible sobre el que no
puedo ocultar un cierto pesimismo. Nos queda, para defendernos, el lenguaje,
herramienta indispensable para la fijación de límites. Para cada uno de mis
chistes, ya hable del transhumanismo o del método de lectura, me documento a
fondo sobre el tema tratado. Luego me ocupo, no de los individuos en
particular, sino de los rasgos de personalidad, de los comportamientos. Y
siempre burlándome de mí mismo en primer lugar. Sí, mi avatar es como yo: no malévolo,
sino descontrolado y confundido por su época.
“Es imposible ser sólo progresista o conservador”, por Jean-François Kahn
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Es imposible
ser progresista o conservador de una forma unívoca e inequívoca. Cualquiera que
sea progresista, o conservador, o reaccionario, simplemente está loco. Algunos
piensan que, en las costas, cuando hay muros de hormigón que ocultan el
paisaje, hay que derribarlos. Esto puede ser considerado como una actitud
reaccionaria. Si yo deseo ardientemente defender el genio de la lengua
francesa, corro el riesgo de ser considerado un conservador. Pero, al mismo
tiempo, se me encontrará también del lado de los que proponen un salario mínimo
o un ingreso universal, marcador innegable del progresismo. Moraleja: resulta
difícil imaginar no ser un poco de las tres cosas a la vez.
“Los errores de los conservadores”, por Alain-Gérard Slama
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Cada vez es
más difícil llamarse conservador. Y, sin embargo, para responder a la cuestión
planteada, no veo en qué otra sensibilidad podría encajar. Si a veces me
repugna esta idea, no es por motivo de prejuicios desfavorables a esta
corriente, sino a causa de los propios conservadores. Han pasado, en poco
tiempo, de un pragmatismo inspirado en las lecciones de la experiencia, a la
ambición de apuntalar su programa sobre un cuerpo doctrinal.
Sin embargo,
por mucho que la búsqueda de un fundamento doctrinal sea inherente al
socialismo, actualmente con una gran necesidad de un serio reciclaje, la
voluntad de los candidatos de la derecha para reunir a sus partidarios sobre
una base ideológica, me parece destinada al fracaso. Y ello por una razón
evidente: olvidan, o pretenden olvidar, que la oposición conservadora a la
izquierda se ha planteado constantemente, por definición, como adversaria de
toda ideología. Por decirlo a grandes rasgos, la derecha conservadora se ha
presentado siempre en nuestra historia bajo la función del buen gestor que se
opone al progresismo llevando sus sueños sobre lo real, a través de un
llamamiento al orden, restrictivo pero tranquilizador, dictado por la
“naturaleza de las cosas”.
Por vocación,
al conservador le repugna el conflicto, lo que no es antinómico del coraje. No
discute la necesidad de una evolución de las costumbres y de la igualdad, pero
siguen considerando la intervención de la ley en estos dominios como una
injusticia. Apegado al orden, renuncia a resistirse al cambio si esta
resistencia entraña un mayor coste social. Es también así como los católicos se
han ido adhiriendo, progresivamente, a la laicidad en la medida en que la ley
que la impone se justifica, en su opinión, como la mejor garantía de la
preservación del orden público.
La única
cuestión fundamental que divide a los conservadores es la de saber hasta qué
punto pueden reivindicar la experiencia. A partir de qué umbral puede decirse:
“Hasta aquí, no más lejos”. Hasta hace poco, los conservadores se guardaban de
invertir la proposición: “¿Hasta qué punto volver sobre el pasado?”
Bajo el
impacto de la crisis de la Unión europea y de la mundialización, esta última
cuestión acecha nuestros debates. Frente al radicalismo islámico, que el
reaccionario no juzga reducible por la sola aplicación de las leyes laicas, he
aquí que se desarrolla, en la derecha, un contramodelo, una ideología tan
identitarista como los comunitaristas a los que combate, y que, en el lado
opuesto del comportamiento conservador, va a cuestionar el proyecto emancipador
de la Ilustración y los principios de los derechos humanos. Ello implica una
ruptura con el presente, aunque sea a costa de una revolución. La primacía así
concedida por el reaccionario a los valores tradicionales, étnicos y
religiosos, se inspira en un Antiguo Régimen idealizado y domina cualquier otra
visión del mundo y de la sociedad. Si, por ejemplo, el conservador rechaza la
gestación subrogada, no lo hace principalmente en consideración de las razones
científicas (adoptadas del psicoanálisis) o jurídicas (la problemática del
derecho a tener un hijo) debatidas en los comités de ética. Es, en primer lugar,
y ante todo, en nombre de argumentos de autoridad y de piadosas certezas
morales.
Desde la
Acción Francesa de Charles Maurras al desastre del régimen de Vichy, se
introdujo una tremenda confusión entre estos dos términos, “conservación” y
“reacción”. Pero no veo con inquietud que un número creciente de excelentes
espíritus, tanto a derecha como a izquierda, se vanaglorien de ser
“reaccionarios” con una cándida y tranquila franqueza.
“La audacia de ralentizar la marcha”, por Alain Finkielkraut
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El progreso
prometía siempre a los hombres más control y más libertad. Tal vez esta
dualidad fue fatal; en todo caso, actualmente, el progreso no es ya más que el
movimiento por el movimiento.
Como escribió
el pensador Nicolás Gómez Dávila: “a falta de poder realizar sus aspiraciones,
el progreso bautiza como logros sus aspiraciones”. Por decirlo en términos
heideggerianos, nos enorgullecemos del poder del hombre sobre la naturaleza
mientras que el hombre se entrega irresistiblemente al poder, es decir, a la
exigencia absoluta de producir y de consumir.
Desde ese
momento, la oposición entre progresistas y conservadores ya no tiene sentido,
porque quienes la hacen consideran que el conservadurismo implica inmovilismo.
En realidad, hace falta una gran audacia, una gran capacidad de iniciativa,
para interrumpir el movimiento, para ralentizar el proceso. Es esta audacia la
que yo, personalmente, espero de la política. Pero para que eso ocurra, la
política tendría que estar al servicio de la civilización. No es este el caso:
en la izquierda, en la derecha y en el centro, la política está al servicio
casi exclusivamente de la economía, es decir, del ciclo perpetuo de la
producción y el consumo. ■ Fuente: L´Express