El libro del doctor Laurent Alexandre, "La guerra de las inteligencias", trata sobre todas las inteligencias.
Su objeto es claro: estamos a punto de vivir una auténtica revolución
antropológica, quizás la más importante de toda nuestra historia, y nadie o
casi nadie en Europa se interesa por ello realmente. ¿Será incluso un signo de
la voluntad casi insalubre de los europeos de salir definitivamente de la
historia y, por tanto, del juego de las potencias? Puede ser, desgraciadamente.
Me gustaría reflexionar en voz alta sobre
la tesis de Laurent Alexandre, la cual me parece difícilmente contestable, y
sobre la relación filosófica y política que debemos tener sobre la misma.
Cuando digo “nosotros”, hablo, por supuesto, de los franceses, y más
generalmente de los europeos, pero todo el mundo podrá comprender que me centre
más incluso todavía sobre las reacciones de los pensadores “de derecha”,
“conservadores” y/o “tradicionalistas”, de los que yo formo parte, porque esta
revolución que está en marcha nos invita también a revolucionar nuestras
ideas.
Resumamos rápidamente la tesis del doctor
Alexandre: la inteligencia artificial (IA) y la dependencia de la misma no
dejan de crecer. Supera ya las capacidades humanas en muchos dominios y
lógicamente podría destruir la mayoría de los oficios que antes sólo podían ser
ejercidos por los hombres (como la medicina, por ejemplo). Para poder
“competir” con esta I y, sobre todo, poder manejarla, el hombre necesariamente
deberá mejorar sus capacidades cognitivas, so pena de ser completamente
superado. Desde ese momento, todos los progresos de la IA llaman naturalmente a
lo que se ha convenido en llamar “transhumanismo”, pues aquella no puede
entenderse sin este último. Así, salvo cesar todas las investigaciones sobre la
IA y destruir desde ya todos los teléfonos y dispositivos móviles inteligentes
que tenemos entre las manos, los estudios y las prácticas sobre el genoma,
nuestros cerebros y nuestros cuerpos no se detendrán y cambiarán, más pronto
que tarde, nuestra experiencia de lo humano. Es inútil decir que nadie
destruirá su smartphone y que, de
todas formas, aunque un país decidiera unilateralmente detener las
investigaciones, China y los Estados Unidos, que se conciben todavía como
potencias (contrariamente a la Unión europea), no estarían dispuestos a
hacerlo.
El bioconservadurismo y el miedo al transhumanismo
La primera reacción de la "nuestra
gente” frente al transhumanismo y el progreso de la IA es el miedo, incluso el
disgusto. Esto nos lleva a entrar en un mundo que no conocemos y nos llenamos
naturalmente de fantasías al respecto. Imaginamos un mundo deshumanizado en el
que reinaría la fría técnica, repleta de manipulaciones genéticas ejecutadas
por patibularios científicos con acento alemán. Además, nuestras concepciones
holistas y comunitarias rezongan contra la idea de un hombre-dios, demiurgo de
sí mismo, especie de clímax del individualismo liberal occidental, presto para
abolir las reglas de la “creación” para satisfacer su ego y su sed de poder. La
reacción “instintiva” de un ser humano es parpadear y fruncir el ceño como
signo de inquietud y desconfianza. Si este “ser humano” es “de derecha”, es
decir, más reactivo y desconfiado que los demás respecto a lo que conocemos
como “progreso”, todavía fruncirá más el ceño en señal de agresividad, desean
encerrarse en una ideología “bioconservadora” cuyo único objeto sólo puede ser
el mantenimiento de un statu quo, no queriendo volver a sobre los progresos de
la medicina y de los superordenadores que ya utiliza cotidianamente.
Personalmente comencé con este instinto,
que creo que es normal y saludable. Al principio compartí las ideas
"bioconservadoras". Pero ahora, las creo vanas. Transhumanismo pasará
como todas las otras revoluciones técnicas y humanas han pasado, dejando a los
conservadores con sus lágrimas al lado del camino. Durante al menos dos siglos,
los conservadores han estado perdiendo, porque en última instancia solo pueden
perder, ya que la vida y la historia están moviendo ríos que nadie puede
detener. Los conservadores nunca detienen nada, solo agregan amargura a los
terremotos que periódicamente agitan a la humanidad. Uno debe estar seguro de
esto: no aceptar la revolución en el trabajo, por razones morales y éticas, no
impedirá que siga su curso.
Creo, por lo tanto, que no debe abordarse
esta cuestión desde posiciones conservadoras, sino más bien tradicionalistas.
La diferencia es enorme. El conservadurismo es una desconfianza y una prudencia
que pueden degenerar en esclerosis. Hay que conservar la desconfianza y la
prudencia, pero hay que evitar la esclerosis. Aquí reside la utilidad del
pensamiento tradicionalista.
Objetivos del pensamiento tradicionalista
El pensamiento tradicionalista no es,
contrariamente a lo que pueda creerse, “reaccionario”. Se interesa, sobre todo,
en el sentido dado a la humanidad y a las exigencias particulares que caen
sobre la misma. Dos elementos lo caracterizan desde el origen: la voluntad de
mejoramiento del hombre y la armonía con el universo al que debe acceder.
Veamos, pues, si estas dos ambiciones pueden maridar con el “transhumanismo”.
Contrariamente al pensamiento
rousseauniano del “buen salvaje”, el pensamiento tradicional no ha dejado de
poner en valor, desde sus orígenes, la educación y la selección. El hombre no
es, por naturaleza, una cosa que tenga “valor por sí mismo”, sino más bien una
cosa que puede, potencialmente, acceder al valor, por sus actos y sus
pensamientos, sus reflexiones y sus realizaciones. Desde el joven hindú en la
escuela del maestro brahmán hasta la actual politécnica, sabemos que un ser
humano necesita ser formado, instruido y educado, a veces incluso “dirigido”
para alcanzar el auténtico estatuto de “hombre” al que sólo él hace honor. Es
trabajando sin cesar sobre su cuerpo, mente y espíritu, que el hombre puede
diferenciarse de resto del mundo animal, producir arte y filosofía, amplificar
su influencia en el mundo, protegerse de los peligros y desarrollar mejor sus
capacidades. La educación, desde el momento en que se valida su principio,
tiene por objetivo incrementar las capacidades cognitivas del ser humano.
Esta educación y su corolario, la
selección, tienen fundamentalmente por objetivo mejorar la especie, la cual es
entonces capaz de explorar el universo, percibir los misterios del espíritu,
comprender mejor la naturaleza del mundo a través de la filosofía, producir
arte, es decir, precisamente aquello que excita la imaginación y la creación al
servicio de la belleza y de la maravilla. Es a través de estos objetivos que la
humanidad encuentra su sentido desde la noche de los tiempos, un sentido que le
es propio, que la diferencia de otras especies animales y que a los que sólo
ella hace honor.
¿Cuál es el objetivo supremo de esta
educación, de esta voluntad de mejorar al hombre y de aumentarlo? En la fuente
del pensamiento tradicional, los brahmanes del período védico, el de los
incomparables “upanishads”, orientaban a los hombres a fin de que ellos
pudiesen integrar y comprender el “atman”, es decir, el “alma del mundo”, a fin
de ponerse realmente en contacto con la “creación”, con el “universo”. Esta facultad
de alcanzar el “atman”, el estadio último, demandaba capacidades cognitivas de
altos vuelos, y toda la sociedad brahmánica giraba en torno a este objetivo
supremo. El cristianismo medieval no estuvo lejos de compartir un objetivo
similar, invitando a los “mejores”, es decir, a los “hombres santos” a
conectarse con Dios mediante los ejercicios espirituales, filosóficos y
metafísicos que no estaban al alcance de todo el mundo. En el islam sufí, el
más espiritual que existe, el objetivo no era muy diferente: había que ser
capaz de penetrar en el "Uno", especie de reedición del “atman”
védico. Así, todas las grandes corrientes de pensamiento espiritual, las más
elevadas de la historia humana, han reclamado siempre más inteligencia, más
capacidad y más fuerza.
Naturaleza y dignidad del hombre
En suma, cuando resumimos el pensamiento
tradicional, los objetivos que demanda la humanidad y los diferentes medios
para alcanzarlos, constatamos que todo era hecho para mejorar la humanidad (y
especialmente su inteligencia) a fin de comprender mejor el Universo. Este es
el sentido de la “dignitas” del hombre teorizada por el humanismo clásico. En
las posibilidades que ofrece el transhumanismo, especialmente la mejora del
coeficiente intelectual y la resistencia física del cuerpo, no hay diferencias
de naturaleza con el “sentido” del hombre proporcionado por la Tradición, sólo
una diferencia de grado. A partir del momento en que nos ponemos de acuerdo con
la idea de que el hombre encuentra su dignidad en la mejora de sí mismo por la
educación y la superación para conquistar el Universo, y en el aumento de sus
capacidades para crear, no hay lugar entonces para incriminar a los nuevos
medios que están llegando. Es como si encontráramos razonable ir de un punto
“A” a un punto “B” en caballo y no razonable ir en automóvil. Es como si
encontráramos razonable matar a un hombre con un garrote pero no matarlo con un
arma de fuego. Eso sería absurdo. El principio sigue siendo el mismo, sólo
cambian los medios. Por consiguiente, si el conservador “valida” el principio,
debe abrirse a los nuevos medios al servicio del mismo principio, so pena de
caer en la amarga ilógica.
Se podría argumentar que los diversos
medios utilizados anteriormente para alcanzar estos objetivos humanos todavía
pertenecían a la naturaleza, mientras que los métodos transhumanistas no son
sino técnicos. Al respecto, una reflexión: el filósofo alemán Schelling, a
finales del siglo XVIII, introdujo en el pensamiento occidental la “filosofía
de la naturaleza”, suerte de premisa del romanticismo alemán del siglo
siguiente, la cual, después de dos siglos de pensamientos racionalistas y
abstractos, renovar en parte con el pensamiento tradicionalista y con el
vínculo carnal con la naturaleza. Y bien, ¿qué nos dice Schelling? Que los
logros del hombre, puesto que él mismo forma parte de la naturaleza, se
interpretan como logros de la propia naturaleza. La técnica, el arte y las
construcciones humanas no son tentativas para escapar de la “creación”, sino
más bien fenómenos derivados de la propia “creación”. El transhumanismo y la
inteligencia artificial son también creaciones de la naturaleza, porque es en
la naturaleza donde el hombre crea.
El desafío: el sentido dado al transhumanismo
La clave del transhumanismo se encuentra,
ante todo, en el sentido en que la humanidad debe utilizarlo, más que en la
cuestión de saber si hay que prohibirlo o no. A fin de que las cosas sean
claras, tomemos ejemplos concretos: el transhumanismo ¿debe servir al hombre
mediocre que sólo quiere disfrutar, sometiéndose a una cirugía para disponer de
dos vaginas y dos anos para tener mayor placer, como en una novela de
Houellebecq?; ¿o debe servir al hombre que aumentaría sus capacidades
intelectuales y físicas para alcanzar mejor los objetivos que la tradición ha
prescrito: crear, conquistar y comprender? La IA ¿debe permitir a los hombres
mediocres no trabajar más, sustituyéndolo la robótica en todos los trabajos y,
por consiguiente, complacerse con una actividad ociosa facilitada por unos
ingresos y unos servicios universales, o por el contrario debe llevar al hombre
a buscar nuevos teatros de expansión, ya sean físicos (el universo, la
ecología) o intelectuales (el arte, la espiritualidad)? Más prosaico todavía:
la IA y el transhumanismo, ¿deben servir solamente a la potencia de nuestros
competidores, como Estados Unidos y China, o deben permitir también que Europa
sea una potencia mundial?
Todas estas cuestiones muestran que la
derecha se equivoca en encerrarse en una postura negativa respecto a los
progresos técnicos, porque, en verdad, lo que debe exigirse es que se determine
un “sentido”, un “significado”, para su utilización. Este sentido, si el
pensamiento tradicionalista no se lo proporciona escapando al debate y cerrando
los ojos, le será procurado por individuos efectivamente poco recomendables,
aprendices de brujo con instintos mediocres. Repito: la cuestión del sentido
dado al transhumanismo debe ser la clave, el desafío, el debate, pues el
transhumanismo, en cualquier caso, ya está ahí.
Todavía habría muchas cosas por decir.
Las perspectivas que nos ofrecen las nuevas tecnologías, aunque nos puedan
voltear la cabeza, exigen precisamente una sólida columna vertebral. Esta es la
razón por la que la tradición puede perfectamente maridar con los progresos
técnicos y humanos: deber ser la columna que sostenga nuestras cabezas cuando
ellas giren, el día de mañana, con más peso de inteligencia. ■ Fuente: www.rochedy.com