España
era la última en resistirse. En nombre de Europa, del humanismo, del
traumatismo franquista. La última en no tener diputados de “extrema derecha” o
“nacional-populistas” en el Parlamento. La última en servir de “barrera”. La
última en experimentar una alternancia del viejo mundo entre socialdemócratas y
cristianodemócratas. Incluso Alemania había cedido.
Desde
las últimas elecciones legislativas, España ya no podrá presumir de su
“excepción ibérica”. El partido Vox ha experimentado un notable avance
(consiguiendo 24 diputados de un golpe) en una batalla electoral en la que los
escaños eran muy caros en votos y donde la participación ha sido bastante alta
(76%).
Las
razones de semejante avance son de una banalidad previsible: en primer lugar, y
sobre todo, la inmigración y el islam. Como en Alemania con la AfD, como en
Italia con la Liga, como en Francia con el Front National. Sólo quedan los
ciegos que continúan no viendo lo que todos ven y, sobre todo, sin decir lo que
ven, según la célebre fórmula de Charles Péguy.
Durante
mucho tiempo, España se resistía porque su situación era atípica. Los
inmigrantes no permanecían mucho en España, salvo en Cataluña, a causa de los
bajos salarios y las bajas prestaciones. El país quería ser el mejor adepto de
Europa, el alumno aventajado de Bruselas y los jueces europeos. El mejor apoyo
de Alemania, también. Cuando la Italia de Salvini cerró sus puertos a los
migrantes, España abrió los suyos. Durante cuarenta años, la era postfranquista
se había contaminado de antipatriotismo. Medios de comunicación, universidades,
escuelas, desarrollaban un discurso militante de “autoodio”. Todo era
triturado: la Reconquista, los Reyes Católicos, el descubrimiento y
colonización de América, el Imperio de Carlos V… Incluso la tauromaquia. El
feminismo, dominado por el lobby LGBT, atacaba y ridiculizaba el “machismo”
nacional. Cataluña intentaba secesionarse. Se prohibía la lengua castellana. Y
hacían venir en masa a trabajadores marroquíes para mejor “desespañolizar” la
“nación”. En este contexto de "suicidio" nacional, buscado por la extrema
izquierda de lo políticamente correcto, la crisis de 2008 agravó aún más la
situación. El modelo económico, basado en la especulación inmobiliaria, se
derrumbó. Los españoles, por su parte, sufrieron una real austeridad con
bajadas de salarios de hasta el 25%.
Por
lo tanto, la revuelta vino de la extrema izquierda con Podemos. El famoso
populismo de izquierda tan admirado por Jean-Luc Mélenchon e incluso por las
grandes mentes como Jean-Claude Michéa. Un populismo que se limitaba a la lucha
de los de abajo contra los de arriba. Del pueblo contra las élites. Pero ¿qué
pueblo? La pregunta no tardó en plantearse. Esta es la cuestión que establece
el límite del populismo de izquierda. La cuestión identitaria. La cuestión que
devuelve automática y naturalmente a los pretendidos populistas al redil de la
izquierda tradicional.
Entonces,
los líderes de Vox plantearon la cuestión del pueblo. La cuestión del islam y
de esos militantes islamistas que quieren reconquistar Andalucía a través del
“vientre de sus mujeres”. Y todas las cuestiones adyacentes, las del feminismo,
la familia, la demografía, que también se derrumba en España, del lugar de los
hombres en la sociedad... Las tradiciones, la historia, la nación. Cuestiones
que provocan enfado. Y no dejan de enojar. ■
Fuente: Le Figaro Magazine