Una soleada mañana de octubre, cerca de la ciudad serbia de
Žabalj, el arqueólogo polaco Piotr Włodarczak y sus colegas conducen una
camioneta hacia un túmulo erigido hace 4.700 años. En las llanuras por las que
discurre el Danubio, estos montículos de 30 metros de diámetro y tres de alto
son el único accidente topográfico. Los humanos prehistóricos debieron de
invertir semanas o meses para levantar cada uno de esos túmulos; el equipo de
Włodarczak tardó varias semanas en excavarlo para acceder a la cima de aquel.
De pie sobre él, Włodarczak levanta una lona y revela lo que
cubre: una cámara rectangular en la que yace el esqueleto de un caudillo,
tendido en decúbito supino con las rodillas flexionadas. «En torno al año 2800
a.C. cambiaron los usos funerarios –dice el arqueólogo, acuclillado sobre el
esqueleto. Se levantaban túmulos a gran escala, subrayando la individualidad de
las personas, subrayando el papel de los varones, subrayando el armamento. En Europa
esto es una novedad».
En cambio, no lo era 1.300 kilómetros más al este. En lo que
hoy conocemos como las estepas de la Rusia meridional y la Ucrania oriental
(entre los mares Negro y Caspio y al norte del Cáucaso), un grupo de nómadas
conocidos como los Yamnayas, o Yamnas, una de las primeras poblaciones del
mundo que montaron a caballo, habían dominado la rueda y estaban construyendo
carros para acompañar a los rebaños en su desplazamiento por las praderas.
Apenas construían asentamientos permanentes. Pero enterraban a sus prohombres
con adornos de bronce y plata en majestuosos túmulos que todavía hoy motean las
estepas.
Hacia 2800 a.C., según revelan las excavaciones
arqueológicas, los Yamnayas habían empezado a avanzar hacia el oeste,
probablemente en busca de pastos. El túmulo que estudia Włodarczak cerca de
Žabalj es la tumba Yamnaya más occidental de las que se conocen. Pero los
análisis genéticos, apuntan Reich y otros expertos, muestran que muchos
individuos de la cultura de la cerámica cordada eran en gran medida sus
descendientes.
En apenas unos siglos otras gentes con una cantidad
significativa de ADN Yamnaya se habían extendido hasta las mismísimas islas
británicas y la península ibérica, por el oeste, y hasta Irán, India y China
occidental, por el este. En muchos puntos del continente europeo, muy pocos de
los agricultores y ganaderos que ya habitaban Europa sobrevivieron a la
invasión oriental. En lo que actualmente es Alemania y el área germánica
escandinava y británica, «el reemplazo de la población local osciló entre el 70
y hasta el 100 por cien –dice Reich (en el resto de Europa fue del 40-60%).
Hace 4.500 años ocurrió algo tremendo».
Hacía milenios que los agricultores y ganaderos llevaban una
vida próspera en Europa. Se habían asentado en tierras que van desde Bulgaria
hasta Irlanda, a menudo en aldeas complejas que concentraban cientos o miles de
habitantes. Volker Heyd, arqueólogo de la Universidad de Helsinki, calcula que,
en el año 3000 a.C., Europa podría tener hasta siete millones de habitantes. En
Gran Bretaña estaban construyendo Stonehenge.
Muchos arqueólogos no terminan de dar crédito a la hipótesis
de que unos cuantos nómadas fuesen capaces de reemplazar en pocos siglos una
civilización tan asentada. «¿En qué cabeza cabe que unos grupos de pastores
descentralizados lograsen derrocar la arraigada sociedad neolítica, por muchos
caballos y talento guerrero que tuviesen?», pregunta Kristian Kristiansen,
arqueólogo de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia.
Podrían aportar una pista las piezas dentales de 101
personas que vivían en las estepas y zonas más occidentales de Europa en torno
a la época en que los Yamnayas iniciaron la migración hacia el oeste. En siete
de las muestras, además de ADN humano, los genetistas han detectado el ADN de
una forma primitiva de “Yersinia pestis”, el bacilo de la peste que en el siglo XVI mató a aproximadamente la mitad de la población europea.
A diferencia de la peste negra, transmitida por la pulga,
esta variante primitiva se contagiaba de persona a persona. Por lo visto los
nómadas esteparios llevaban siglos conviviendo con la enfermedad, y quizás
habían desarrollado cierta inmunidad o resistencia a ella. Y de igual manera
que el sarampión y otras enfermedades que llevaron consigo los europeos
hicieron estragos entre las poblaciones amerindias, es posible que la peste
introducida por la primera oleada de Yamnayas se propagase con rapidez por las
populosas aldeas neolíticas. Eso podría explicar tanto su inopinado colapso
como la veloz propagación del ADN Yamnaya desde Rusia hasta Gran Bretaña.
«Las epidemias de peste allanaron el camino a la expansión
Yamnaya», afirma Morten Allentoft, biólogo evolutivo del Museo de Historia
Natural de Dinamarca, que participó en la identificación del ADN de la peste
ancestral.
Pero la hipótesis cojea ostensiblemente: hasta hace bien
poco no se habían documentado pruebas de la presencia de la peste en huesos
neolíticos; para más inri, hasta la fecha no se ha descubierto nada similar a
las fosas comunes repletas de esqueletos que sí dan fe de los estragos de la
peste negra medieval. Si los agricultores y ganaderos neolíticos fueron
borrados de la faz de Europa por una peste, pocos vestigios han quedado de
ello.
Trajesen o no la peste, de lo que no cabe duda es de que los
Yamnayas introdujeron en la Europa de la Edad de Piedra el caballo doméstico y
un estilo de vida nómada basado en el uso de carros. Es más, al llevar consigo
innovadoras herramientas y armas metálicas, es posible que acelerasen la
entrada de Europa en la Edad del Bronce.
Pero quizá no haya sido esta su mayor aportación al
desarrollo del continente. Su llegada a Europa coincide con el momento en que
los lingüistas sitúan la expansión inicial de las lenguas indoeuropeas, una
familia de cientos de ellas en la que se inscriben la mayoría de las lenguas
habladas desde Irlanda hasta la mitad norte de la India, pasando por Rusia. Se
cree que todas esas lenguas evolucionaron a partir de un solo idioma
protoindoeuropeo, y las cuestiones de dónde se hablaba y por quiénes son objeto
de debate desde el siglo XIX. Una hipótesis postula que los campesinos
neolíticos de Anatolia la trajeron a Europa junto con la agricultura y la
ganadería.
Otra hipótesis, propuesta hace un siglo por Gustaf Kossinna,
sostenía que los protoindoeuropeos eran una raza ancestral de germanos
septentrionales, el pueblo que fabricaba cerámica cordada y hachas. El erudito
alemán creía que la identidad étnica –biológica, en resumidas cuentas– de los
pueblos del pasado era deducible a partir de los vestigios materiales que estos
dejaron tras de sí. «Las provincias culturales arqueológicas que aparecen
claramente delimitadas corresponden a pueblos o tribus muy concretos»,
escribió. La tribu norgermana de protoindoeuropeos, argumentaba Kossinna, se
había expandido y dominaba una región que llegaba casi hasta Moscú. Tiempo
después la propaganda nazi utilizó esta tesis para justificar su invasión de
Europa oriental. ■ Fuente: National Geographic