¿El transhumanismo sería la versión “new age” del eugenismo? ¿Cómo no sentir
de entrada tal impresión? El eugenismo es una visión esencialmente basada en
los hechos de la ciencia (susceptibles, por otra parte, de revelarse no
exactos), propuesto y defendido principalmente por los científicos. Tomando el
mensaje inicial del biologista Julian Huxley (que parece haber sido el primero
en hacer uso del término) en comparación, el transhumanismo parece hoy más un
eslogan, un juego verbal, de autores a veces talentosos, pero cuya relación con
lo real, o más precisamente con lo carnal, plantea su cuestionamiento.
Ciertamente, la invasión de lo digital no revela más que futurismo. La llegada
de algunos dispositivos señala, a ojos de muchos, la del transhumanismo. Que
este tipo de gadgets (como el Google glass) constituya un medio
adicional de reducir el espacio privado en beneficio de la googlelización generalizada, no demuestra, por otra parte, sino la
del hombre superado, como observamos con frecuencia.
Pero, ¿qué es el transhumanismo? Realmente, tengo
dudas al responder a esta cuestión sin tener una idea clara. Aceptemos la
definición que nos ofrece la referencia obligada del momento, a saber, la Wikipedia: “El transhumanismo es un
movimiento cultural e intelectual internacional que defiende el uso de las
ciencias y las técnicas, así como las creencias espirituales, a fin de mejorar
las características físicas y mentales de los seres humanos. El transhumanismo
considera algunos aspectos de la condición humana, tales como la discapacidad,
el sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento o la muerte, como inútiles e
indeseables. En esta perspectiva, los pensadores transhumanistas cuentas con
las biotecnologías y otras técnicas emergentes. Tanto los peligros como las
ventajas que presentan tales evoluciones preocupan también al movimiento
transhumanista”. Yo no dudo que esta definición pueda ponerse en discusión, y
de hecho, existen versiones del transhumanismo que se encuentran un poco por
todas partes, y otras que no acabamos de entender y no vemos por ningún sitio
(pienso, por ejemplo, en ese extraño postsexualismo que propone el uso del
progreso tecnológico a fin de suprimir el “género”). Pero todo esto tiene el
mérito de poner en conjunto algunas ideas clave: el uso de la ciencia y de las
técnicas, las creencias espirituales, un cierto deseo de superación. A ello
añadiría lo que quizás constituye lo esencial, a saber, el humanismo. Porque el
transhumanismo, y esto quizás sea un defecto original, no parece ser, desde
luego, un humanismo. Pues el término ‒y más todavía si hablamos de
posthumanismo‒ está lleno de fuertes ambigüedades.
Los transhumanistas tienen fe en el progreso y
predican la llegada de un “hombre superado”. Sería incorrecto calificar de
idiotas a los que aceptan todo lo que puede ofrecer la técnica. Uno de los más
estudiados y más coherentes, Ronald Bailey, que se describe como transhumanista
libertario, denuncia el uso de los clorofluorcarburos en la formación de la
capa de ozono. El recurso a la inteligencia artificial, a los discursos de tipo
gnóstico y otras charlatanerías, no impiden la crítica de los efectos nocivos
de la técnica ni el interés llevado sobre temas bien concretos, de los que conviene
describir los contornos en una perspectiva científica. Yo seleccionaría tres,
bastante queridos por los transhumanistas: la cuestión del alargamiento de la
duración de la vida, incluso la inmortalidad, las relaciones entre cerebro y
máquina y la posibilidad de incrementar la inteligencia.
Vencer el paso
del tiempo
cualquier ideología transhumanista. Ella se
interesa en la descodificación de los mecanismos implicados en la duración de
la vida. Una de sus conclusiones más pertinentes es que el hecho de la muerte
es menos ineluctable de lo que parece. Los seres vivos disponen de potentes
mecanismos para hacer frente a la usura del tiempo, por ejemplo, las enzimas
reparadoras del ADN. En la perspectiva de la biología evolucionista, existe una
especie de compromiso entre lo que el organismo dedica a su propia reparación y
lo que ofrece a su descendencia. Los recursos consagrados a esto último
constituyen una pérdida metabólica compensada por el beneficio genético
extraído de la reproducción. En esta perspectiva, el inconveniente (que
acompaña a una ventaja) de la inmortalidad sería la detención o interrupción de
la actividad genésica. Desde el momento en que los humanos se reproducen menos,
sería también lógico que se incrementase la duración de la vida. Es, de hecho,
lo que se produce en el terreno de los hechos. Los mecanismos implicados en el
envejecimiento no derivan de la mitología, sino que son identificables por los
métodos de la biología molecular, ya se trate de las lesiones del ADN bajo la
influencia de los radicales libres, del acortamiento de los telómeros (extremos
de los cromosomas) al hijo de las divisiones celulares, de las modificaciones
del metabolismo tisular, o de cualesquiera otros procesos. Es así perfectamente
imaginable manipularlos. Bien entendido, esto implica un riesgo potencial, por
ejemplo, el desarrollar cánceres que constituyen el opuesto biológico del
envejecimiento. Algunas moléculas que actúan sobre estos mecanismos son las
candidatas lógicas al título de medicamento antienvejecimiento. Una de las más
conocidas es el “resveratrol” (una sustancia contenida en la uva y en el vino).
Parece que podemos poner a punto dos tipos de enfoques terapéuticos bien
distintos: las sustancias del tipo del “resveratrol” capaces de prolongar la
duración de la vida al precio, sin duda, de una ralentización del metabolismo,
y otras ‒en particular, las hormonas‒ susceptibles de rejuvenecer las funciones
(musculares, sexuales, etc.), pero, sin duda, con el efecto secundario de
acortamiento de la existencia (se trataría de vivir “mejor”, pero durante menos
tiempo).
Estas perspectivas son, científicamente hablando,
bastante razonables y podemos apostar por que ellas se concretarán poco a poco.
A partir de ahí, la inmortalidad pura y simple ¿es proyectable o previsible?
Es, en cualquier caso, considerada por algunos investigadores, como Aubrey de
Grey, y de hecho, algunas especies de animales parecen no estar sujetas a los
efectos del envejecimiento (lo que no impide que mueran sus representantes por el
hecho de la depredación). Yo no me arriesgaría a apostar por la eventualidad de
la supervivencia, pues no parece tratarse más que de una absoluta imposibilidad
biológica. ¿Hay que emocionarse con tales perspectivas? Aquellos que temen una
medicina a dos velocidades, símbolo de crecientes desigualdades, la consideran
un escándalo. Pero esta desigualdad ¿sería realmente pero que las actualmente
existentes? Bien entendido, una sociedad compuesta esencialmente de viejos se
vería privada de todo lo que aporta la juventud. Pero la presencia de sujetos
extremadamente mayores en edad no prohibiría a los demás optar por la
reproducción, aunque fuera al precio de su propia desaparición.
La eficacia de
las interfaces cerebro-máquina
Los “ciborgs”
y otros objetos de ciencia-ficción pueblan las fantasías de muchos. Más
próximas a lo real, las interfaces cerebro-máquina aportan un evidente interés.
Su eficacia está atestiguada en los monos y otros animales, pero también en el
hombre. Existen varios tipos. Para simplificar, diremos que se trata de captar,
con la ayuda de electrodos implantados en el cerebro ‒incluso ahora por medios
no invasivos‒ el código neuronal implicado en una tarea precisa, tal como la
realización de un movimiento, o incluso la intención correspondiente, para
después enviarla a una máquina que realiza por sí misma el mecanismo efectivo o
que hace realizar al sujeto en cuestión. Un mono amputado puede así ser
comandado u ordenado por el pensamiento de un robot que realiza en su lugar el
movimiento deseado. Tales dispositivos están empezando a ser aplicados a
humanos discapacitados, como a aquellos afectados por locked-in syndromes (síndrome de encerramiento, en el cual la
víctima conserva su consciencia, pero no puede expresarse ni moverse). La
eficacia, relativa pero cierta, de estos dispositivos es tanto más fascinante
en cuanto que los procesos sobre los que reposan son bastante aproximativos a
la realidad. Cuando se implanta un cierto número de microelectrodos en una
parte del cerebro implicada en una tarea particular, no captamos sino una
pequeña parte de la señal porque hay millares de conexiones que, en realidad,
están relacionadas con aquella. Esta aproximada captación sería suficiente, por
tanto, para hacer mover el brazo de un robot, mientras que, a la inversa, los
trabajos, en todo punto remarcables y precisos, de los neurobiólogos
moleculares identifican los menores detalles de los andamiajes moleculares
sinápticos que no son producidos prácticamente por ningún medicamento.
Las moléculas de
la inteligencia
La neurobiología está lejos de haber identificado
los mecanismos que intervienen en las capacidades cognitivas. La memoria es,
sin duda, la función mental más estudiada y la mejor conocida, tanto en lo que
concierne a las redes neuronales en cuestión, como en los procesos moleculares
implicados. El neurobiólogo americano Joe Tsien ha puesto en evidencia el rol
determinante de los receptores NR2B del NMDA en el aprendizaje y en la memoria.
Los trabajos de este tipo abren la puerta a la eventualidad de un dopaje “mnésico” (relativo a la memoria) bien
real. Todo esto puede concebirse según dos perspectivas distintas: una
terapéutica de enfermedades que afectan a esta facultad cognitiva (la más
conocida es la enfermedad de Alzheimer), pero también la de un mejoramiento de
las capacidades “normales”. No vemos con qué razones científicas precisas
podrían oponerse a la puesta a punto de tales perspectivas. Es, además, un
hecho que algunos medicamentos, actualmente en el mercado, ejercen este tipo de
acción, incluso si sus efectos no están del todo demostrados. Cuando los
mecanismos moleculares de otras facultades cognitivas, especialmente la
inteligencia, sean identificados, también será posible modularlos. Nos
situaremos entonces, claramente, en la perspectiva del “hombre superado”.
De lo posible a
lo deseable
Las observaciones precedentes no señalan más que
una forma de retorno a lo real. Las posibilidades que se describen no derivan
de fantasías, incluso si ellas pertenecen al dominio de los discursos
transhumanistas. Ahora bien, el debate no se lleva sobre el campo de lo
posible, sino en el de lo deseable. ¿Tenemos el derecho de ir tan lejos? El
“hombre superado” ¿no sería un hombre desnaturalizado? Si el programa
transhumanista, tal y como fue anunciado en la Declaración de la Asociación
transhumanista mundial de 1999, acordó el derecho moral de todos aquellos que
lo deseen de utilizar los progresos tecnológicos para mejorar sus capacidades y
la libertad de elegir entre las posibilidades de mejoramiento individual,
resulta difícil oponerse a ello, si no es en nombre de un igualitarismo de
principio basado en la imposibilidad que tendrían los más desfavorecidos (los
más pobres) de mejorarse como podrían hacerlo los más favorecidos (los más
ricos), argumento de débil valor en la medida en que sin un transhumanismo de
ese tipo las desigualdades son bien patentes en el mundo actual.
¿Hasta dónde puede llegar un proyecto
transhumanista? Partiendo del hecho de que el transhumanismo toma prestado
muchos de los desarrollos de la informática y de la inteligencia artificial,
uno de sus gurús más conocidos ‒Ray Kurzweil, de Google‒ pone el acento frecuentemente sobre la eventualidad de una
superación del hombre por los robots. No hay duda de que las máquinas pueden
hacer prueba de inteligencia, ni de que pueden, en ciertos casos, superar las
cualidades humanas: ¡éste es el caso ya en este momento! La cuestión relativa
al sujeto de estos “nuevos seres” resultantes de la inteligencia artificial y
de la robotización (o uberización) no
me parece que sea la de su nivel de rendimiento, sino la de su aptitud para
mostrar sus intenciones, una voluntad, un “querer vivir”. En mi opinión, el
“querer vivir”, tal como lo ilustran los escritos de Schopenhauer, define lo
viviente, y la intencionalidad caracteriza al animal, la criatura provista de
un cerebro apto para representarse el mundo y hacerse de él una determinada
concepción. No me parece evidente que los robots puedan estar provistos de
estos atributos, que seguirán intactos en el devenir de los seres vivientes.
La cognición no viene del Espíritu Santo
Puedo imaginar la creación de vivientes
sintéticos construidos a partir de moléculas orgánicas y capaces de replicarse.
Sería suficiente para ello sintetizar un encadenamiento de ácidos nucleicos
codificados, especialmente, por las enzimas que aseguran su funcionamiento.
Pero este objeto de síntesis devendría entonces en un ser viviente, una especie
de superorganismo genéticamente modificado. Se trataría, ni más ni menos, que
de rehacer, acelerándola, lo que a la selección natural le costaría realizar
millones de años. Soy mucho más escéptico en cuanto a las posibilidades de
evacuar el carácter “carnal” de lo viviente. Ray Kurzweil y Hans Moravec
contemplan la posibilidad de “cargar” el contenido de la consciencia y de otras
facultades cognitivas de un humano en un ordenador de una potencia extrema
susceptible de ser implementado en un futuro no muy lejano. Podríamos entonces
imaginar la conexión al cerebro de un recién nacido a fin de aportarle en
conjunto toda una memoria y un conocimiento tan considerables que serían
susceptibles de incrementar exponencialmente sus facultades mentales.
Esta visión de la cognición ignora las relaciones
entre el cuerpo (incluido el cerebro) y la mente. La cognición no viene del
Santo Espíritu, ella es corporalmente producida y está ligada al amplio campo
de las emociones, las cuales están también interrelacionadas con el resto del
cuerpo, como notablemente lo ha demostrado Antonio Damasio. Me temo que el
sueño transhumanista no sea aquí sino el fruto de una visión dualista del
pensamiento.
El movimiento en curso ¿deriva de la hybris, de la desmesura tal y como los
Griegos de la Antigüedad denunciaban? El transhumanismo ¿sería la versión
moderna del mito de Prometeo? Y, en este caso, ¿habría que temer al fuego caído
del cielo? La cuestión debe ser planteada. El problema es que no existe ningún
criterio objetivo que permita saber a partir de qué momento se franquearía una
línea roja, aquella que haría perder a todas las cosas su sentido. La mayoría
de los pensadores actuales tienen la tendencia a confiar en una visión
humanista del mundo. Desde este punto de vista, no están demasiado lejos de un
proyecto transhumanista que se adhiere, en definitiva y en lo esencial, a la
filosofía humanista, haciendo apología del libre-arbitrio y abogando por el
derecho de todo humano a la omnipotencia. Este “más-allá-del-humanismo” parece
olvidar lo esencial, el carácter carnal, encarnado, de lo viviente, en
beneficio de una abstracción llamada hombre. En mi opinión, estamos de nuevo
ante la hybris: el culto de ese ser
imaginario a costa de toda consideración por lo viviente de carne y hueso. El
humanismo no es un horizonte a superar, sino un extravío narcisista del
pensamiento. ■ Fuente: Éléments pour la civilisation européenne