Desconfiad.
Detrás de sus pretendidos últimos buenos hombres, se esconden los peligros del
“progresismo”. Como en todas las ideologías.
Sin duda, no
son los conservadores o los populistas los que representan el principal peligro
para el progresismo, sino, por el contrario, la franja más radical de este
último, el ultraprogresismo. Los conservadores de 2019 adoptan la figura de
izquierdistas impenitentes a ojos de sus ancestros de hace cincuenta o
doscientos años. Los electores de Trump, los brexiters o los partidarios de
Salvini no muestran, en efecto, ninguna inclinación por el retorno del
esclavismo, la ejecución de los homosexuales, la prohibición del voto a las mujeres,
el genocidio o el apartheid. Tomando un poco de altura en la perspectiva, lo
que separa en 2019 a los populistas de los progresistas no tiene demasiado peso
en la historia. Esto haría reír a Éric Zemmour, pero en la escala evolutiva del
homo sapiens nosotros nos hemos convertido todos en progresistas convencidos,
ciertamente con matices. Todos descendientes, definitivamente, de los
abolicionistas y no de los esclavistas, como se nos quiere hacer creer.
Antirracismo y progresismo migratorio
El trabajo de
un progresista de buena fe, como Steven Pinker, incluso si no es su primer
objetivo, sería dar buenos argumentos a los que piensan que los logros del
progresismo vacilan hoy bajo los golpes de los ultraprogresitas. Comenzando por
el peligro que representan, en cualquier época, los partidarios de una
ideología que pretende detentar la “verdad absoluta”: “El bien infinito que
promete impide a sus partidarios más convencidos aceptar el compromiso”.
Cuando uno se
reclama de una causa superior, se aleja la perspectiva de un compromiso con
aquellos que no han recibido la “luz”. Estos últimos son, en el mejor de los
casos, declarados “infrecuentables” (el famoso “cordón sanitario”), y en el
peor, reeducados e infinitamente castigados. Esta lógica, propia en otra época
de Pol-Pot, se desarrolla ahora en una franja particularmente inquietante del
progresismo, la ecología, que algunos de sus radicales contemplan fríamente
“recurrir a medios desagradables para obtener fines deseables”, como escribe
Pinker. Esta tentación totalitaria que invade a los más fanáticos defensores
del planeta, aflora, en realidad, en todas las causas progresistas. Todos los
blancos son racistas, pretende el antirracismo, una fórmula desafortunada que
los especialistas de la comunicación ultraprogresista pretenden sustituir por
la noción equivalente de “racismo sistémico", sin ceder para nada en su
pretensión de que sólo los blancos serían racistas. De este combate se deriva
la ilegitimidad de las fronteras y el apoyo al progresismo migratorio.
El ostracismo frente a las minorías
Intentar
hacer creer que los brexiters o los electores lepenistas aspiran al retorno de
Hitler cuando ni siquiera son, por lo general, nostálgicos de la Inglaterra de
Churchill o de la Francia del general De Gaulle, es como decretar que transigir
con ellos sería una infame traición. De paso, también es totalmente grotesco
hacer referencia a dos iconos nacionales, que deben estremecerse en sus tumbas,
cuando fueron luchadores contra el (verdadero) nazismo.
Sin embargo,
la democracia pacífica reposa sobre el compromiso. Prohibir, en nombre de la
moral, como hace el ultraprogresismo, es entrar en una era posdemocrática que
corre el riesgo de sacrificar el demos…
y de favorecer el retorno de la violencia. Los “chalecos amarillos” ofrecen un
ejemplo concreto de la reacción de la Francia “de los territorios” frente al
ostracismo posdemocrático que sufre.
El complejo
código del progresismo oculta, por otra parte, una especie de pecado original:
toma su fuente en el Occidente blanco de la Ilustración. Una civilización que
pone los derechos humanos en el corazón de su sistema, ¿no puede ser declarada
superior a las que no reconocen estos derechos? ¡Horror! Para prevenirse de tan
malvado pensamiento, los progresistas confieren a sus valores una dimensión
universal destinada a borrar su origen geográfico. Y, para hacerlo todavía
mejor, superponen a este dispositivo la noción de relativismo, que permite
valorar a todas las culturas, incluso a aquellas que practican la ablación.
Esta adaptación del concepto de “doble pensamiento” orwelliano otorga, en la
práctica, la siguiente ordenación en las sociedades occidentales: la mayoría
blanca se ve obligada a aceptar todas las obligaciones del progresismo
(derechos de las minorías étnicas y sexuales, de las mujeres, de los animales,
etc.); en lo que concierne a las minorías, esta adhesión se hace a la carta y
además disponen de un cierto número de jokers en función de su cultura de
origen. Es muy cómodo, sobre todo si no sufren las consecuencias de la
discriminación o la persecución de otra minoría: por ejemplo, una lesbiana
judía en un barrio mayoritariamente musulmán.
Una ideología y sus víctimas
Porque, como
toda ideología, el ultraprogresismo, pese a su puntillosa moral, tiene sus
víctimas. Y, como toda ideología, despliega una remarcable energía para negarlo
o minimizarlo. Así, no habría más antisemitismo u homofobia en las ciudades que
antes: el acoso a las mujeres blancas por machos no europeos sólo sería fruto
de una fantasía o de las patologías urbanas: el terrorismo islamista no tendría
relación con la inmigración, las violaciones en Colonia… ¿qué violaciones?
Mientras tanto, Douglas Murray muestra los estudios publicados en Dinamarca en
2016, según los cuales, los somalíes tienen mucha más predisposición a cometer
una violación que los daneses autóctonos. Pero nadie lee estos informes.
Tampoco otro informe sobre Suecia, en el que descubrirían que, mientras en 1975
se contaron 421 violaciones, en 2014 se elevaban a 6.620. Las víctimas de los
ultraprogresistas no sólo parecen numerosas, sino que su cantidad aumenta
inexorablemente.
Steven Pinker
defiende que lo políticamente correcto y sus “pequeñas hipocresías” no son nada
en comparación con las aportaciones del progresismo (quizás, en los años 80
podría haber tenido algo de razón). “El precio a pagar” por el progresismo
cosmopolita experimenta una gran inflación, sobre todo en Europa. Ya no es
defendible, salvo que se consideren a todas estas mujeres europeas sacrificadas
en el altar de la feliz inmigración como una cifra despreciable. En la hora del
#Metoo, no se comprende que los
progresistas radicales muten en racistas fanáticos para los que la libre
expansión de los instintos de los jóvenes hombres recién llegados cuente infinitamente
más que las desgracias de las blancas privilegiadas. Los últimos barcos de
rescate de las ONG en el Mediterráneo llevan a dos tercios de ocupantes
masculinos y un tercio de mujeres y niños, con el consiguiente desequilibrio
demográfico así creado. Uno se consuela pensando que estos africanos, poco
favorables al feminismo (joker), deben ser ciudadanos ecorresponsables
convencidos…
Que los
residentes europeos sean o no ciudadanos importa poco. El ultraprogresista se
apoya sobre su reciente capacidad para considerar los intereses de todo ser
humano como rigurosamente equivalentes a los suyos (o sea, a los nuestros),
cualquiera que sea su nacionalidad. Su pasión por el Otro le conduce incluso a
privilegiarle claramente, en detrimento de la colectividad de ciudadanos. El
único defecto de este sistema reside en la capacidad de las víctimas del
progresismo para introducir una papeleta en una urna, en todo caso nada que un
“cordón sanitario” no pueda contrarrestar. ¿Hasta cuándo?
Germinal,
fue ayer
Los
ultraprogresistas rechazan ver que, por lo esencial, los objetivos asignables
al progresismo han sido alcanzados (Steven Pinker señala, al respecto, que el
número de negros o de homosexuales asesinados en Estados Unidos por tal
condición es prácticamente cero). El combate que ahora libran contra los
fantasmas del racismo o del machismo nos recuerdan a los sindicatos que todavía
ven fábricas del siglo XIX en nuestros paisajes. Su celo sindical sería más
útil en China y el de los ultraprogresistas en Arabia Saudí o en Pakistán,
donde parecen poco preocupados por el racismo, los derechos de las mujeres, la
inmigración o el reconocimiento de las minorías y de los homosexuales.
Como bien
resumía Voltaire: «Lo absurdo conduce a la atrocidad». El ultraprogresismo debe ser
denunciado por lo que es, una ideología absurda que, equivocándose
deliberadamente de fundamento, condena cada vez más al silencio a sus víctimas
y atiza todos los factores posibles de la violencia. La buena nueva es que su
fanatismo puede ser legítimamente combatido en nombre precisamente del…
progresismo. ■ Fuente: Causeur