David Engels en catedrático de Historia de Roma en la Universidad Libre de Bruselas y en la actualidad es investigador en el Instituto Zachodni de Polonia. Es también presidente de la Sociedad Oswald Spengler Society para el estudio de la Humanidad y de la Historia. Un debate sobre los valores europeos considerados como valores universales.
En
enero de 2019 se celebró en Poznan la segunda reunión del grupo de discusión
germano-polaco. El objetivo era reunir las posiciones, a menudo muy diferentes,
del conservadurismo polaco y del liberalismo de izquierdas alemán en un
discurso fructífero. El discurso de apertura, pronunciado por la parte polaca,
dio lugar directamente a un debate muy acalorado ¿Por qué?
Cada
cual asocia términos diferentes a los llamados "valores europeos",
por lo que la confrontación con estos valores es básicamente una lucha por la
soberanía en el ámbito de la interpretación de la historia. Quisiera advertir
urgentemente que no se debe ver la "historia" al modo del Marqués de
Condorcet (1743-1794) o de Francis Fukuyama (1952) como un proceso que
inevitablemente habría de correr lineal y teleológicamente en dirección a
nuestro propio tiempo, como la supuesta meta y el clímax no sólo de la historia
occidental, sino incluso de la historia del mundo entero. Exactamente esto, sin
embargo, es lo que se hace, sobre todo en el discurso público cuando los
llamados valores "tradicionales" como la fe, el amor a la patria o la
familia tradicional son considerados como meros precursores de los nuevos valores del racionalismo, el relativismo
y el individualismo, que ahora tendrían que ser considerados como la base de
los verdaderos valores "europeos" e incluso "universales" que
deberían "conducir" a todos los demás pueblos y culturas.
Pero
esto no es sólo un duro mazazo a la historia, sino también una continuación del
cuento de hadas imperialista de la "misión civilizadora" de Europa
puesta en marcha por políticos como Jules Ferry (1832-1893), aunque con un
atuendo ligeramente diferente. En el siglo XIX, esa misión estaba por lo menos
relacionada con el intento ingenuo de transmitir a los pueblos conquistados no
sólo los logros técnicos de Occidente, sino también su naturaleza espiritual.
El imperialismo actual de los supuestos "valores universales", sin
embargo, utiliza el trauma colectivo de la guerra mundial y el colonialismo
para llevar a cabo este nuevo tipo de misión de una forma explícita para hacer
marcado contraste con los valores tradicionales del pasado. Peor aún, estos
valores están ahora incluso distorsionados, convertidos en los únicos culpables
de los horrores del siglo XX: la familia, como decía Horkheimer, debe ser tratada
como la supuesta "célula germinal" del fascismo; la fe, como la
"écrasez l'infâme" de
Voltaire, vista como la supuesta raíz de todo mal; el amor a la patria, como
afirmaban los sesentayochistas, como sinónimo de xenofobia, etcétera.
No
es necesario pensar que, en última instancia, es ilusorio declarar los
"valores europeos" como "valores universales" sin el
consentimiento de los pueblos no europeos afectados, aunque sólo sea porque
detrás de los espacios semánticos vacíos como "igualdad",
"libertad" o "Estado de derecho", dependiendo del contexto
cultural, hay interpretaciones completamente opuestas que, tarde o temprano,
deben llevar a ese "choque de civilizaciones" que ahora no sólo se
produce en las fronteras exteriores de Europa, sino también en los corazones de
muchas ciudades europeas. El nuevo imperialismo
de valores, sin embargo, no sólo se dirige hacia afuera como el colonialismo
del siglo XIX, sino también hacia adentro, por ejemplo, cuando se trata de
llevar a la "madurez" de Occidente a las democracias supuestamente
"jóvenes" de Europa Central y Oriental veintinueve años después del
fin del comunismo. Aquí, por supuesto, el límite argumentativo de la tendencia
a descalificar los valores tradicionales -en el mejor de los casos- como anticuados, o en el peor, como protofascistas, se hace evidente: en
Polonia, Hungría, Eslovaquia o la República Checa, ciertamente no fue la fe, la
familia o el patriotismo lo que condujo a la represión, el imperialismo y el
genocidio, como es bien sabido que ha sido el caso en Francia, Gran Bretaña y
Alemania. Fue más bien la falta de un Estado nacional propio lo que convirtió a
estos pueblos en víctimas de sus vecinos durante siglos; y fue su amor por su
propia cultura lo que les permitió sobrevivir como actores históricos. Tomar
esto como un "retraso" arrogante sería de nuevo mostrar una
comprensión extrañamente ingenua de la historia, en lugar de abrirse a la idea
de que la historia del mundo no es lineal, sino que, por el contrario, está
marcada por el constante conflicto entre dos principios fundamentales y
coexistentes, en definitiva, a la hora de categorizar: fe y liberalidad,
familia e individuo, patriotismo y cosmopolitismo.
Por
seguir a Herder, la cultura y la civilización han estado luchando entre sí
durante milenios, y donde el barco del Estado amenaza con inclinarse demasiado
hacia un lado, la historia rápidamente asegura que todos los cambios de peso
vayan en la otra dirección para contrarrestar, por usar la imagen de Thomas
Mann. Así pues, en lugar de despreciar los valores tradicionales como una
especie de escalera de Wittgenstein que debe ser arrojada al llegar al supuesto
nivel de los valores universales, ambas tendencias deben ser consideradas como
formas idénticas de expresión de la existencia humana, mutuamente dependientes
y en constante conflicto entre sí, y que aquí y allá, siempre que sea posible
producir una síntesis, van a generar esas épocas que las siguientes
generaciones recordarán como "clásicas". Sólo cuando el origen es
sublimado por la mente, sólo cuando el espíritu puro es refrenado por la
fidelidad a su herencia histórica, el hombre puede desplegar plenamente su
libertad interior.
Los
"valores europeos", supuestamente convertidos en "valores
universales" son, por tanto, cualquier cosa menos nuevos: no sólo la historia antigua muestra numerosos ejemplos de
este conflicto entre el mos maiorum,
la "costumbre de los mayores", por un lado, y el individualismo,
relativismo y materialismo ilustrados de la filosofía helénica, por otro.
También en la antigua China encontramos de manera bastante análoga la lucha
entre los tradicionalistas confucianos, por un lado, y el estricto racionalismo
de la escuela legalista, por otro; e incluso la sociedad islámica clásica
conocía la larga disputa entre el culto intelectual de los mu'tazilitas y la sunna
conservadora. La lucha actual, cuyas raíces se remontan en última instancia al
conflicto medieval entre nominalistas y realistas, no es por tanto el punto
final de un desarrollo lineal, sino sólo la culminación renovada de una disputa
espiritual y política, que de diversas maneras constituye el significado real
de la historia. Por lo tanto, la única certeza que tenemos actualmente como
historiadores es que la exuberancia del lado universalista, tal como la
experimentamos hoy, irá seguida en un futuro previsible por el retorno del
tradicionalismo, que de hecho debe seguirle, como ya ocurrió en la Roma de
Augusto, en la China de los Han o en el mundo islámico de los fatimíes.
Pero,
¿qué significa esto para nuestro debate? Dos cosas. Por un lado, de este
panorama se desprende que una visión tradicionalista de la sociedad y de la
historia no necesita justificarse a sí misma refiriéndose a argumentos
universales y racionalistas, del mismo modo que la segunda no tiene derecho a
condenar a la primera en todas sus formas o a considerarla anticuada. El
objetivo de nuestros esfuerzos conjuntos debería ser más bien crear un
equilibrio, de acuerdo con nuestros tiempos, entre las fuerzas que se oponen
totalmente en cuanto al contenido; sabiendo perfectamente que tal síntesis sólo
puede ser temporal por naturaleza. Por otra parte, esta visión debe entenderse
también como una advertencia contra el peligroso intento de romper el camino
del "progreso", un progreso supuestamente imparable en todo el mundo
y, si es necesario, llevado a cabo en contra de la voluntad de los afectados.
Porque todo esto resulta en una doble amenaza, tanto desde dentro como desde
fuera. ¿Por qué una amenaza desde dentro? Cuanto más represiva sea una élite
gobernante que trate de imponer su comprensión de la "libertad" y la
"igualdad", más duro será el contraataque y más probable será que las
medidas coercitivas conduzcan al descrédito de la ideología que lo apoya,
incluso con la mejor de las intenciones. En términos concretos, esto significa
que aquellos que quieren imponer su comprensión específica de la democracia
políticamente correcta contra la mayoría de la población corren el riesgo de
llevar el concepto mismo de democracia al absurdo a largo plazo y de promover
involuntariamente a fuerzas opuestas.
En
un mortal casi chocante salto mortal intelectual, como recientemente hizo un
Presidente Federal con una ingenuidad aterradora, buscar los problemas sociales
de la democracia occidental entre "la población" y no entre "las
élites", y al mismo tiempo preguntarse por el hecho de que todo el sistema
parlamentario que ha producido tal punto de vista sea cuestionado de manera
fundamental. La misma falta de comprensión de los senadores republicanos en
vista de la insatisfacción general de las masas condujo finalmente a la caída
de la República Romana. ¿Y por qué una amenaza externa? Porque una de las señas
de identidad de ese pensamiento universalista es no sólo aflojar los lazos de
fe, familia o nación, sino también aflojar la existencia de comunidades
culturales a favor de un énfasis excesivo en el ser humano genérico. Traducción:
Carlos X. Blanco Martín. ■ Fuente: Cato