Liberalismo político:
neutralidad axiológica y derecho natural
Escribiendo que “la doctrina liberal no aparece en la historia como un trueno en un cielo sereno”, Jean-Claude Michéa hace la observación de que no se puede realmente captar todas las implicaciones filosóficas del pensamiento liberal ‒y así comprender sus repercusiones en el mundo en el que vivimos‒ sino después de reinscribir su génesis intelectual en el contexto histórico particular que la vio nacer. Es otra forma de decir que el proyecto moderno de una sociedad liberal ‒es decir, conforme a la definición de Alain Renaut, de una sociedad que “hace del individuo la única fuente de los valores y de las finalidades que él elige”‒ no puede adquirir una plena inteligibilidad más que si se analiza a partir de las condiciones culturales y psicológicas extraordinarias en las cuales se plantea, en el siglo XVIII, el problema político.
El
nacimiento del liberalismo como proyecto de institución de un orden político
radicalmente nuevo debe, en primer lugar, ser comprendido, en efecto, como el
resultado histórico de un profundo “traumatismo”, el de las guerras civiles
ideológicas que causan estragos en la Europa de los siglos XVI y XVII. Frente a
la atrocidad de las masacres y de las persecuciones perpetradas en nombre de un
ideal moral, filosófico y religioso, surge así la necesidad ‒como perfectamente
han establecido ciertos comentaristas‒ “de aceptar el pluralismo de las
concepciones del Bien, al mismo tiempo que de la felicidad y del sentido de la
existencia, como inherentes a las sociedades que no podían sino pensar, en
razón de los conflictos que las habían desgarrado, más que en un sistema único
de normas y de valores inscritos en el cielo de las Ideas y en la superación de
la Tradición”. Si es la propensión de los hombres ‒históricamente verificada‒ a
imponer una concepción particular del Bien lo que está en el origen de lo que
Pascal describía como el “mayor de los males”, a continuación, se deduce de
ello que los miembros de una sociedad no podrían esperar vivir en paz y en
armonía los unos con los otros sino a condición de que el poder político,
encargado de asegurar la coordinación entre los sujetos sociales, fuera
“axiológicamente neutro”. Esto viene a decir que “en la óptica liberal, la
sociedad no está “bien ordenada” más que si ella está regida por principios que
no supongan la superioridad de ninguna de las concepciones del Bien presentes
sobre las demás”, es decir, en definitiva, si cada individuo es reconocido
libre de vivir según los preceptos y usos que correspondan a su previa
definición de la felicidad y de la vida buena. El Estado liberal es, entonces,
aquel que se abstiene “por principio” de todo juicio sobre la naturaleza del
Bien, y que, por así decirlo, hace de su “escepticismo de los valores” el único
valor del que él puede abiertamente reclamarse. Corresponde, sin duda, a Kant
el mérito de haber formulado, con la mayor claridad filosófica, el principio de
neutralidad axiológica que define la epistemología política del liberalismo.
Podemos, desde ese momento, sintetizar en algunas palabras la profesión de fe
del liberalismo político: “Liberal es una sociedad que reconoce el pluralismo
de las concepciones del bien y que hace de ello un valor, planteando que la
única actitud conveniente frente a esta pluralidad es la tolerancia”.
La
hipótesis filosófica de una sociedad axiológicamente neutra ‒que, en este
sentido, lleva la exigencia del “gobierno de la libertad” a su grado de
realización última‒ no habría podido, sin embargo, tomar cuerpo si no hubiera
estado acompañada, en el mismo momento, de la elaboración, por los pensadores
de la corriente racionalista, de la doctrina ética y metafísica del “derecho
natural”. Siendo la intuición fundamental sobre la cual reposa este último que
“el hombre es, ante todo, un individuo naturalmente portador de derechos que no
podría abandonar sin negarse a sí mismo, y que no podría rechazar sin atacar su
propia humanidad”. Es significativo, bajo este punto de vista, que el
principio, enunciado en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano
de 1789, desde el que la libertad forma parte de los “derechos naturales e imprescriptibles
del hombre”, coincide bastante exactamente con la definición kantiana
‒históricamente concomitante‒ de la libertad como “el único derecho originario
que aparece en el hombre derivado de su humanidad”. Naturalmente, conviene
precisar, por la buena inteligencia del propósito, que el concepto de “libertad
natural” al que se refieren comúnmente los pensadores de la tradición liberal,
tiene bastante poco que ver con cualquier otro “derecho de todos sobre todo”,
el cual reenvía ‒especialmente en Hobbes‒ al estado natural y a la condición
política original del hombre, y cuyo correlato empírico no pude ser, como
sabemos, más que la “guerra de todos contra todos”. Si toda la ambición de los
liberales consiste precisamente en poner fin definitivamente a las guerras
civiles ideológicas y a los conflictos del ego, la libertad individual de los
sujetos deberá así encontrar su límite necesario en el derecho natural de los
otros a la propiedad y a la seguridad de sus bienes y de su persona. De
ahí esta representación inédita de la libertad política ahora concebida como
poder de “hacer todo lo que no se niega a los demás; así, el ejercicio de los
derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que son
garantizados a los otros miembros de la sociedad para el disfrute de esos
mismos derechos”.
No
es sino tomando apoyo sobre esta definición “negativa” ‒ o “minimalista”‒ de la
libertad política que puede devenir realmente inteligible el principio director
del derecho liberal de la “prioridad de lo justo sobre el bien”. Desde ese
instante, en efecto, donde se encuentra deslegitimada la pretensión del poder
político para imponer unilateralmente una concepción particular del Bien y de
la vida buena, es la puesta en yuxtaposición de los perímetros de libertad
individual recíprocamente delimitados que, componiendo espontáneamente el
mosaico global de los derechos y de los deberes asignables a cada uno, definirá
los principios de la “justicia”. El Estado entonces, desde esta óptica, no es
más que una función logística (o de intendencia), la cual consiste en velar
‒como escribe John Rawls‒ por el equilibrio adecuado entre reivindicaciones
concurrentes.
Es,
por consiguiente, en la exacta medida en que una sociedad liberal se da a
pensar fundamentalmente como “orden espontáneo” ‒o, por decirlo con Pierre
Ronsanvallon, como “autoinstitución”‒, es decir, en otros términos, como el
resultado no-intencional de una suma de comportamientos individuales, que “una
teoría liberal de la justicia no debe pues implicar, por principio, ninguna
reflexión filosófica particular sobre la que podría ser la mejor “manera de
vivir”. Ella se limita, por el contrario, a definir las condiciones técnicas de
un simple modus vivendi. Aquel que es necesario imponer a una multitud de
partículas elementales en perpetuo movimiento si pretendemos reducir al máximo
los riesgos de choques y colisiones”.
Para
hacer efectivos los principios ‒por definición formales‒ de la justicia, el
Estado liberal se encuentra necesariamente obligado a sustraer el conjunto de
procedimientos de regulación social a una instancia intermediaria encargada de
definir positivamente las restricciones antes de ser impuestas a la libertad
natural de los individuos. Si es cierto que los hombres son “incapaces para la
verdad y el bien” ‒y, por la misma razón, inaptos a la autolimitación y a la
benevolencia recíproca‒, es entonces naturalmente que recaerá en la ley la
carga de determinar los límites del derecho natural y de fijar las condiciones
del concreto ejercicio de la libertad de los sujetos”. Hay que señalar, a este
respecto, que si la problemática jurídica siempre debe ser reconducida, en
última instancia, a la simple cuestión técnica del “equilibrio de las fuerzas
en presencia”, resulta, por lo demás, perfectamente indiferente conocer el
grado de adhesión real de los sujetos a las “virtudes morales”, en tanto que
disposición personal a actuar en nombre de ciertos “valores”. Desde un punto de
vista liberal, se trata aquí, en efecto, de consideraciones estrictamente
privadas, que no deben interferir en la esfera pública del derecho
axiológicamente neutro. “La neutralidad del Estado liberal ‒resume Lucien
Jaume‒ no debe conocer los fines que los individuos persiguen, se limitará a
dibujar el marco constitucional y legislativo en cuyo interior estos fines
diversos, incluso antagónicos, pueden, al menos, coexistir”. Una vez más, será
Kant quien proporcione las líneas más precisas sobre la cuestión. Un “arte combinatorio
de las pasiones”: he aquí lo que resume perfectamente, en definitiva, la
esencia de la acción política liberal.
Liberalismo
económico: axiomática del interés y utilitarismo
La apuesta liberal reposa, como hemos visto, sobre una idea innovadora, la de que sería suficiente, para crear las condiciones de la coexistencia pacífica entre los sujetos (de su “entente cordiale”), delegar en mecanismos anónimos e impersonales de un derecho axiológicamente neutro el cuidado de regular el libre desencadenamiento de las pasiones humanas. Este dispositivo teórico corre siempre el riesgo de ser bastante poco comprensible si no se conecta a las condiciones epistemológicas particulares a partir de las cuales ha podido ser elaborado. Es sólo, efectivamente, en el marco paradigmático tejido en torno a las ciencias experimentales de la naturaleza ‒de las que la física newtoniana define el modelo metodológico‒ que va a poder nacer la idea de que resulta suficiente, para resolver definitivamente la antigua cuestión del gobierno de los hombres, de “descubrir, en la forma en que las leyes que gobiernan la caída de los cuerpos y de los movimientos planetarios, aquellas que presiden los actos de los hombres” ‒esta es la célebre fórmula de Spinoza invitando a sus contemporáneos a representarse “las acciones y los apetitos humanos como si se trataran de líneas, superficies y sólidos”. No sería más que si nos resignamos a considerar a los hombres “tal y como son” y no “tal y como deberían ser”, cuando las condiciones podrían ser reunidas de un tratamiento, por fin, “científico” y “racional” de la cuestión política.
La
mayoría de autores de la época estaban de acuerdo en ver en el “interés
privado” el motor esencial de la actividad humana ‒el “sentido” común a todos,
decía Hume. Prolongando la intuición inicial de Locke, que veía en el hombre a
“esa cosa pensante, sensible al placer y al dolor, apta para la felicidad o la
desgracia, y portador, por esas razones, de hacer su propio interés”, los pensadores
liberales del siglo XVIII fueron así dando cuerpo progresivamente a la
hipótesis según la cual “la axiomática del interés” ‒que no es otra cosa que la
traducción al lenguaje filosófico de esa disposición natural del ser humano al
“egoísmo”‒ definiría por ella misma la infraestructura psicológica y moral que
sostiene la actividad de los hombres.
“Si
el universo físico está sometido a las leyes del movimiento, decía Helvetius,
en una fórmula todavía celebrada, el universo moral no lo está menos a las del
interés”. No haría falta, desde ese momento, para acreditar la idea ‒que
podría, en nuestros días, figurar en el frontispicio de no importa qué agencia
de publicidad‒ según la cual “sustituyendo el tono injurioso por el lenguaje
del interés, los moralistas podrían hacer adoptar sus máximas”. No resulta
necesario aquí movilizar grandes consideraciones metafísicas para comprender
intuitivamente que las implicaciones antropológicas de este nuevo paradigma son
particularmente inquietantes. Desde ese momento, de hecho, está prohibido, de
antemano, interpretar cualquier manifestación de benevolencia o de lealtad
hacia los demás si no es como la máscara hipócrita del interés o del
amor-propio ‒o como dictada por la voluntad inconfesable de acumular “capital
simbólico”‒ que se encuentra, al mismo tiempo, en la incapacidad para
comprender cómo, en las condiciones definidas por la antropología liberal, la
misma idea de “sociedad humana” ‒de la que Marcel Mauss observó que no podía
abolir el momento del “don” sin poner en peligro sus propias condiciones de
existencia‒ podría todavía tener realmente un sentido.
Esta
contradicción interna del liberalismo encuentra su resolución filosófica en un
concepto clave del pensamiento económico clásico, el de “la armonización
natural de los intereses particulares”. Si es cierto que los individuos no
están movidos más que por la estricta consideración de su “propia utilidad”, la
idea que predomina en la época ‒y que un economista como Frédéric Bastiat (cuya
influencia intelectual sobre la escuela austríaca será preponderante)
contribuirá ampliamente a propagar con sus trabajos‒ es que “la estructura de
los intereses particulares se ajusta automáticamente de tal forma que coincide
que lo que es mejor para la sociedad”. En otros términos, el argumento avanzado
por los liberales ‒que constituye, desde este punto de vista, la exacta
antítesis de la economía de las pasiones de Hobbes‒ consiste en decir que
conduciendo “naturalmente” a los hombres a la “cooperación”, mediante la
transacción económica y el establecimiento de contratos mutuamente ventajosos,
la libre persecución por cada uno de su interés individual aparecería, de
golpe, como el medio más seguro de impedir el resurgimiento de los violentos
enfrentamientos que están en la base de la disolución del vínculo social”. Es
en esta configuración teórica radicalmente nueva que el “intercambio mercantil”
‒que no había sido, hasta ese momento, más que una modalidad particular (y, hay
que decirlo, bastante poco valorada) de la actividad humana‒ puede devenir,
según la evocadora fórmula de Mandeville, en el “cimiento de la sociedad civil”
y, a este respecto, en la condición ineludible de todo verdadero orden
político. La sociedad puede así “mantenerse entre diferentes hombres igual que
entre diferentes comerciantes, a partir del sentido de su utilidad, sin ningún
vínculo recíproco de amor o de afecto. Y como el hombre que es miembro no está
ligado por ninguna obligación, ni por ninguna forma de gratitud frente a los
demás, la sociedad puede siempre ser sostenida por el intercambio mercenario de
buenos oficios según los valores acordados”.
Tal
es, entonces, la paradójica conclusión a la cual conduce la teoría liberal de
la armonización natural de los intereses particulares: no teniendo a la vista
más que su “propia ganancia”, el individuo es “conducido por una mano invisible
para alanzar un fin que, en principio, no entraba para nada en sus intenciones.
Y todo ello buscando su interés personal, el cual trabaja de una forma más
eficaz para el bien del interés de la sociedad, de una manera que el individuo
realmente no se había puesto como objetivo.
Se
comprende mucho mejor, a la luz de este análisis, el esfuerzo intelectual
llevado a cabo por los pensadores de la corriente utilitarista para extender a
la esfera económica el principio político liberal de libertad individual. Toda
la argumentación de John Stuart Mill (uno de los pensadores liberales más
influyentes del siglo XIX) reposa así sobre esta idea de que, para incrementar
la cantidad de felicidad del mayor número ‒tal es, como sabemos, la primera
preocupación y el único criterio que opera en la “aritm-ética” utilitarista‒, la libre competencia en el seno del
Mercado se revela más eficaz que el intervencionismo estatal. “Se asegura más
eficazmente el buen mercado y la buena calidad de las mercancías dejando a los
productores y a los vendedores perfectamente libres, sin otro freno que la
igual libertad para los compradores de adquirirlo en todas partes. Tal es la
doctrina llamada de librecambio”. Es en este contexto intelectual que se sella
el triunfo del paradigma utilitarista, que el liberalismo económico había
podido presentar, desde entonces, como la única vía concebible hacia la paz y
la prosperidad de las naciones, vía sobre la cual toda la humanidad podría ser
llamada a comprometerse.
Unidad del
liberalismo: formalismo político y materialismo económico
Como se habrá podido constatar, la descripción genealógica del liberalismo propuesto en los párrafos precedentes no permite todavía captar el movimiento dialéctico por el cual se opera la unidad lógica de sus dos movimientos filosóficos constitutivos. Se constatarán aquí, por otra parte, las mayores dificultades para poner en evidencia las conexiones intelectuales que autorizan la reunión, bajo una misma escuela de pensamiento, de los partidarios de un liberalismo político de inspiración kantiana ‒basado, como hemos visto, en una metafísica del “derecho natural”‒ y de los promotores de un liberalismo económico de tipo benthamiano fundado sobre el “principio de utilidad”. Pero esta autonomía teórica de las dos versiones del liberalismo no debe, sin embargo, dispensarnos de estar atentos a las diferentes modalidades por las que su solidaridad práctica tiende a establecerse de forma ordinaria.
Hay
que observar, en un primer tiempo, que la doctrina económica del librecambio no
constituye otra cosa que la aplicación a la esfera mercantil del principio de
libertad individual que gobierna la epistemología política del liberalismo del
derecho natural. Esto quiere decir que si los individuos deben efectivamente
ser considerados como los únicos jueces del ejercicio concreto de su libertad
‒conforme al principio liberal de neutralidad axiológica‒, nada debe poder
oponerse a que ellos utilicen la libertad para disfrutar apaciblemente de las
ventajas materiales que la actividad mercantil puede también procurarles. Un
aspecto que Turgot no tiene, por otra parte, dificultad en hacer valer: “Estos
principios son reconocidos a todo el mundo cuando se trata de otras cosas
distintas al dinero, lo que hace evidente que no son menos aplicables al dinero
que a cualquier otra cosa (…), ¿por qué extraño capricho la moral o la ley
prohibirán un contrato libre entre dos partes cuando las dos encuentran ventaja
en ello?” Es decir, por consiguiente, que el marco teórico definido por la
doctrina del derecho natural incluye entonces, en un principio de partida ‒al
menos virtualmente‒, la posibilidad de exportar en la esfera económica las
categorías filosóficas inicialmente forjadas en los campos social y político.
Conviene, a este respecto, ver en el “formalismo” del derecho natural kantiano,
que ordena filosóficamente la doctrina del liberalismo político, la “estructura
arquitectónica” a partir de la cual la doctrina económica del librecambio
encuentra su justificación más coherente y más conseguida.
Pero
no es menos indispensable hacer observar, en un segundo tiempo, que delegando
en la economía la tarea de fijar las modalidades sobre las cuales toda vida
humana estará entonces llamada a desarrollarse ‒a saber, la búsqueda permanente
del “beneficio” y la legitimación de todas las modalidades del “egoísmo”‒, los
partidarios de la tesis del librecambio no pueden más que invitar a la
“eliminación metódica de todos los obstáculos políticos y culturales en el
advenimiento del mercado”, es decir, en definitiva, a la abolición de “todo lo
que, en las leyes, en las costumbres y en la moral, legadas por la historia,
obstaculiza la acción racional de los individuos, es decir, la libre
persecución de sus intereses”. Desde ese momento, en efecto, donde los términos
de la coexistencia social no son ya definidos más que de forma negativa (la
prohibición de “perjudicar a los demás”), es lógicamente la economía ‒y el
individualismo metodológico que le corresponde‒, la que viene a dotar de un
contenido positivo (o material) a las relaciones humanas. Turgot no deja lugar
a ninguna ambigüedad: “Lo que el Estado debe a sus miembros es la destrucción
de los obstáculos que se generan para la industria o de los problemas en el
disfrute de los productos (…) Los hombres, ¿están potencialmente interesados en
el bien que se les quiere procurar? Dejadles hacer: he aquí el gran y único principio”.
Existe, por consiguiente, un estrecho vínculo que invita a ver en la incesante
lucha de los liberales políticos en favor de una emancipación sin fin frente a
las estructuras normativas tradicionales (Estado, Iglesia, Moral, Tradición) la
condición cultural y antropológica de la expansión del principio mercantil al
que los liberales económicos apelan unánimemente. Una lucha entablada, en el
siglo XVIII, por el combate político de las Luces, y que se encarna en su
perfección platónica, como ya hemos podido intuir, por la extrema izquierda
contemporánea. ■ Fuente: Krisis