Mientras que la vieja sociedad sufría de
un espíritu patriarcal, a veces agobiante, la nueva sociedad desvaloriza por el
contrario la idea de virilidad y empuja al rechazo de la figura paterna. Las
patologías dominantes de nuestro tiempo ya no se caracterizan por el peso
excesivo de lo prohibido sino por la falta de límites y el auge del narcisismo.
El psiquiatra Jean-Paul Mialet nos cuenta su experiencia profesional sobre este
tema.
Con la Procreación Médica Asistida (PMA)
para todas las mujeres (con cualquier pareja o sin ella), Denis Collin se
preocupaba en un artículo reciente por un mundo sin padres. Pero no se hacía
muchas ilusiones sobre sus advertencias y no escondía su escepticismo: sabe que
las generaciones que vienen adoptarán este nuevo mundo con entusiasmo. Y es
consciente de ser un “viejo idiota”, cuyas ideas caerán bajo el objetivo de una
de esas leyes antiodio que emergen por todas partes en el planeta. Sin
embargo, mucho antes de esas leyes destinadas a frenar el odio, hay leyes del
deseo que han arraigado firmemente en la sociedad contemporánea hasta el punto
de hacer de nosotros, en el mejor de los casos, unos alienados de nuestros
deseos (lo que suponemos constituye la suprema libertad) o, en el peor de los
casos, unos frustrados tristes o rabiosos. ¿Quién sabe si, después de haber
hecho del deseo una prioridad, no es conveniente protegerse contra el odio, uno
y otro caminando de la mano?
Ser el hijo de un padre
Permítanme, como
un viejo idiota que soy, contar aquí una experiencia personal. La ventaja de la
edad está en haber vivido los hechos desde el principio. Se añade que, al ser
psiquiatra, he podido disponer de una atalaya ideal para observar el
desarrollo.
En los tiempos de
mis comienzos en la profesión (era el año 1981), compartí despacho con una
colega ginecóloga especialista de la esterilidad. Teníamos la misma edad y el
mismo nivel de formación: nada, en principio, se oponía a un fructuoso diálogo.
Mi colega respondía a la desesperación de parejas infértiles practicando,
muchas veces con alegría, inseminaciones artificiales con el esperma del varón
o fecundaciones con los gametos de los dos miembros de la pareja. Pero, en caso
de infertilidad masculina, la trataba con inseminación artificial por medio de
donantes de esperma anónimos. Estábamos al comienzo de dicha práctica. No le
escondí mi perplejidad al verla realizar este tipo de inseminación con perfecta
buena conciencia: ni se preguntaba sobre las consecuencias de su trabajo ni sobre
su alcance simbólico. Para ella, la práctica era tan banal como cualquier otro
gesto médico. Con el vocabulario crudo de la juventud que teníamos, no me frené
a la hora de decirle que, personalmente, me era imposible imaginar tener como
padre a un masturbador anónimo, realizando su tarea en una sala de azulejos. La
respuesta que recibí fue implacable: “Ya veo que tú no conoces nada sobre el
deseo de la mujer de tener hijos”.
Por lo tanto, era
un hombre, y un hombre obtuso que ignora lo esencial de la mujer, a pesar de la
familiaridad con el universo mental de los seres humanos. A pesar de los
límites de mi condición, intenté argumentar. ¿Por qué no recurrir a la
adopción? O incluso, si la mujer quiere absolutamente llevar un hijo en ella a
pesar de la infertilidad de su pareja, ¿por qué no separarse? ¡Claro, está el
amor…! Pero, a veces, hay que renunciar a cosas o tomar decisiones. Por otra
parte, si los dos miembros no quieren separarse de ninguna manera, ¿por qué no
tendría la mujer el hijo con otro hombre, con la complicidad del que tanto ama?
¿No es lo importante que el niño tenga una historia en su origen, una historia
humana y no técnica, y el padre biológico que la acompaña? Se es el hijo de la
carne: todo antes que ser el hijo de una técnica. Me acuerdo de haber ampliado
la provocación hasta decir que prefería enterarme de que yo era el producto de
una violación antes que de un esperma indiferente. Ahí, por lo menos, había un
hombre, un hombre a quien odiar o a quien intentar entender, un hombre a quien
no vería nunca o al que buscaría por todas partes: un hombre, en suma, que yo
pudiera incorporar a mi historia. Sin duda, hoy ya no expresaría estas ideas
tan extremas, pero entonces tenía la indignación de la juventud, esa otra cara
del entusiasmo.
El borrado del papel de los padres
Los casi cuarenta
años que han pasado desde entonces no me han hecho cambiar en esencia de
opinión. He departido con muchos adultos y desentrañado con ellos muchas
historias de la infancia. ¡Qué duro es ser progenitor! Están aquellas personas
que han tenido demasiado padre, y otras, demasiada madre. Hace tiempo, desde
los años 90 más o menos, que ya no me encuentro con las que han tenido
demasiado padre; los pacientes que veo hoy son aquellos que sufren de haber
tenido demasiada madre.
¿Qué ha pasado
con los padres? Se han evaporado. Puede ser que estén llamados, como decía
Denis Collin, a desaparecer. Por el momento, no estamos en el trance de la
extinción total. ¿Qué impacto puede tener el borrado del papel del padre? Dos
ejemplos tomados de mi práctica pueden darnos una idea. El primero data de la
época de mis comienzos, donde todavía veía los vestigios de una sociedad
patriarcal. Ese padre, el progenitor de mi paciente, no había cogido el rol que
el mundo de entonces le reservaba. En función de su propia historia, observaba
como espectador, y a veces como comentarista, las relaciones pasionales que
unían a madre e hijo. En esas relaciones atormentadas es donde mi paciente
tenía su problema afectivo: estaba como enrabietado contra las mujeres, las
hacía sufrir, y sufría con ellas. Han tenido que pasar más de cuarenta años
para que ese tipo de paciente llegue a reconciliarse con el género femenino
haciendo que su madre deje de ser el objetivo de todos sus reproches, a lo que
llegó cuando abrió los ojos sobre su padre, que no había sabido contener quizás
el temperamento de su mujer.
Superar la ausencia de un padre
Un segundo
ejemplo presenta más radicalmente la cuestión de los daños que siguen a la
minimización de la función paterna: no se trata aquí de borrar al padre, sino
de la negación completa del mismo. Vi a ese paciente por primera vez cuando
tenía 30 años. Acababa de enterarse de que su mujer estaba embarazada. Para él
se trataba de un acontecimiento feliz. Sin embargo, durante varios meses estuvo
aquejado de unos pensamientos delirantes sin ninguna explicación previa. Este
hombre joven había tenido un desarrollo sin problemas, pero no había tenido un
padre en su historia personal. Había sido el hijo único de una madre soltera
(mujer de un alto nivel intelectual de la que hablaba con mucha estima) que se
había consagrado enteramente a él sin haber tenido pareja masculina en su vida,
por lo menos que él lo supiera.
Como hecho
sorprendente, nunca se había planteado preguntas sobre su padre: parecía
descubrir de repente, con ocasión de nuestras entrevistas, que había tenido uno
de todas formas. Esta ausencia total de preguntas revelaba la ley de silencio
que su madre había implantado. Sin embargo, los temas de los delirios se
relacionaban precisamente con el estatus de padre: tenía miedo de que un hombre
entrara en su casa para robarle a su hijo… Ese futuro joven padre, que nunca
había mostrado signos de debilidad, desvelaba así la angustia considerable que
representaba para él el hecho de tener que afrontar la función paterna. ¿Cómo
sentirse padre, de otra forma que intelectualmente, cuando se ha crecido con un
padre inexistente, un padre del que nadie habla, un padre que no es que esté
ausente, sino que ha sido negado o anulado?
La donación de esperma
Ahora hablamos de
un cambio antropológico crucial: la "PMA para todas" significará la eliminación
del padre. Pero el estatus de padre, ¿no estaba ya seriamente afectado por esa
donación de esperma que se usaba con tanta ligereza? Treinta años después, los
hijos de donante anónimo han crecido, y sufren de ese regalo que unos médicos
bienintencionados hicieron a su madre “para respetar su deseo”, preguntándose
sin parar sobre su progenitor. ¿Quién podría ser? ¿Cómo gestionar ese vacío
vertiginoso? Esa persona que cruzamos por la calle y que se parece a nosotros,
¿será un familiar nuestro?
No se puede
ignorar tan fácilmente la filiación biológica y reducir al padre a la
transmisión educativa. Cierto, la eliminación del anonimato del donante
minimizará los daños a partir de ahora (con el riesgo de que los donantes
pongan pies en polvorosa), pero que se haya podido imaginar que la donación de
esperma no tenía ninguna consecuencia dice mucho sobre el poco caso que se le
hace al hombre. Todo sucede como si solo contase el deseo de la mujer. Con ese
desplazamiento de perspectiva, algo ha cambiado en la responsabilidad
masculina: a ojos de la mujer, el hombre se ha convertido o bien en una pareja
tecnológica o bien en una pareja afectiva. Su contribución al misterio de la
creación de un nuevo ser es secundaria: el vientre de la mujer, su deseo y los
medios tecnológicos puestos a su disposición hacen la ley. En este nuevo orden
mundial, el hombre ha perdido lo esencial: una implicación compartida al mismo
nivel de responsabilidad en la procreación, es decir, en la función de dar la
vida. ¿Dar la vida? Soy consciente de utilizar aquí palabras obsoletas. Me
explicaré más adelante.
El final de las actitudes prohibidas
Hay mucho que decir
por parte de un psiquiatra sobre el borrado de la figura paterna y,
correlativamente, el desplazamiento del centro de gravedad familiar sobre la
relación madre-hijo. Este cambio contribuye sin duda a la transformación de las
patologías observadas en mi campo: después de haberme enfrentado en mis
comienzos a las patologías de lo prohibido, hoy en día me enfrento a las
patologías del exceso de empatía y de la hipertrofia narcisista que constituyen
lo esencial de los problemas. Las viejas neurosis de antes han sido sustituidas
por unos estados cuya característica es la ignorancia de los límites. Ya no hay
un límite que estructure, apoyándose en una legitimidad paterna: el espantoso
“padre severo” sería casi necesario, ya que el hundimiento de la función paterna
podría haber contribuido incluso a la utopía asesina de ciertos integristas
islamistas.
Por otra parte,
también me ha sorprendido la ausencia simbólica del padre (físicamente ausente
o descalificado) en la biografía de buen número de asesinos en serie o de gurús
de sectas. Pero la buena noticia es que la ausencia de padre no engendra solo
peligrosos fanáticos sino también grandes jefes. Si hacemos caso a algunos
especialistas, el narcisismo ilimitado propiciado por la ausencia de límites
paternos representaría a veces una ventaja en el juego social… De cualquier
forma, los hijos sin padre tienen una propensión inquietante hacia lo que se
salga de las normas. En cuanto a las hijas, el efecto es menos visible, pero
eso no quiere decir que no tenga efectos a nivel afectivo.
La ciencia como un nuevo dios
Después de estos
ejemplos sobre el impacto de la eliminación del padre, volvamos a esas palabras
del antiguo mundo (la función de dar la vida) que he osado emplear para
calificar una operación biológica, la procreación, que no tiene ningún
misterio. Otra aportación desde mi trabajo (y no la menor de ellas) habrá sido
hacer ver cómo la vida seguía siendo imprevisible, y qué vueltas podía darnos
cuando intentábamos encerrarla en una tecnología. Pongamos un ejemplo tremendo.
Una paciente se empeñaba en quedarse embarazada explorando todas las vías con
los mayores especialistas. Yo la apoyaba como podía: cada nueva tentativa la
angustiaba profundamente; cada fracaso la deprimía. Un día, consultó al enésimo
especialista que le hizo un examen radiológico en profundidad de su útero.
Poniéndole las imágenes delante, concluyó duramente: “¡Con este útero, nunca
podrá tener un hijo!”. La recibí con urgencia al día siguiente: el diagnóstico
de mi colega, dicho sin ningún cuidado, la había hundido. Sin embargo, tres
semanas después, ¡estaba embarazada! ¿Qué no hará una mujer para reducir a la
nada a un macho con bata blanca que se cree omnipotente? Sin ir tan lejos, ¿no
hay numerosos ejemplos de parejas que, después de haber intentado por todos los
medios tener un hijo biológico, recurren a la adopción y, poco tiempo después,
lo engendran cuando ya no lo esperaban? Dar la vida, sí, las palabras no son
todo lo fuertes que deberían para designar el misterio de la procreación...