Charles Saint-Prot. Geopolítico,
jurista y politólogo, director del Observatorio de Estudios Geopolíticos de
París y redactor-jefe de la revista Études
géopolitiques, autor de "El Estado-nación frente a la Europa de las tribus", nos ofrece una enconada defensa del
Estado-nación frente a la Europa federal de las regiones.
Una doble amenaza se cierne sobre el Estado-nación:
el supranacionalismo y el particularismo regionalista (o micronacionalismo).
Uno nivela a las naciones, el otro las divide. A este respecto, el asunto de la
Carta de lenguas regionales y minoritarias es particularmente emblemático y
problemático. En efecto, toda su parte dispositiva y otros innumerables
documentos de las diversas instancias eurocráticas se dirigen “contra el
Estado-nación”.
El texto de la Carta fue adoptado el 5 de noviembre de 1992 por el
Consejo de Europa y sometido a la ratificación de los Estados. El artículo 2
indica que cada Estado signatario se compromete a aplicar un mínimo de 35
medidas elegidas de un catálogo de 98 medidas generales. Este texto es
contrario a la mayoría de las Constituciones europeas, por lo que exigiría una
modificación de estas leyes fundamentales. Sin embargo, esta necesaria
modificación fue sustituida por las mayorías parlamentarias de los Estados
miembros que decidieron ratificarla de forma contraria a sus Constituciones y
sin someterla a referéndum popular, pues, claramente, la Carta es contraria a
los principios de unidad nacional y de igualdad de todos los ciudadanos.
En efecto, además del hecho de que este tema no constituye una
prioridad respecto a los problemas considerables de las naciones europeas, la
ratificación de la Carta podía tener consecuencias catastróficas para la unidad
nacional, porque este texto, como mínimo, está destinado a salvaguardar ciertos
particularismos que quieren fragmentar las históricas naciones creando una
brecha con las identidades lingüísticas y, al mismo tiempo, abriendo la vía a
todos los comunitarismos posibles: lingüísticos, en primer lugar, pero también
religiosos, étnicos, sexuales y otros. La Carta establece el reconocimiento
jurídico de las minorías, que no siempre son regionales, y que aprovecharán
para exonerarse de sus deberes frente al Estado y la nación. En fin, supondrá la destrucción sin precedentes de todas las instituciones y principios que nos
han permitido vivir-juntos.
Aquí está la clave. Es la nación, su identidad y su unidad, la que
inquieta todavía a la ideología seudoeuropeísta (supranacional y mundialista),
teniendo por objetivo esencial poner fin a la soberanía del Estado-nación “para
formar una Europa federal de perfil étnico”. Una ideología que tiene como
obsesión hacer saltar el cerrojo de la nación, como proclamaba el banquero
Edmond de Rothschild en 1970, antes de fundar la sección europea de la Comisión
trilateral, creada en los Estados Unidos por David Rockefeller y Zbignew
Brzezinsky.
Todo lo que pueda contribuir a despedazar el Estado-nación es
llamado a intervenir. Los ejemplos de encarnizamiento antinacional proliferan:
la denigración del Estado, el letimotiv
de la regionalización que conduce a la ficticia Europa de las regiones, la
promoción de la “diversidad”, es decir, un multiculturalismo que se ha
convertido en una auténtica “religión política” dirigida a socavar el modelo de
“integración”, la exaltación de las minorías sexuales y de ideologías
extravagantes como la teoría de género, dirigidas a destruir las estructuras
sociales, o incluso la creación de filiales de la lengua inglesa en las grandes
escuelas y universidades nacionales en aras de un falso prestigio cultural. He
aquí varios signos de una cobarde renuncia que conduce a rendir las armas antes
incluso de intentar combatirlos.
La Carta europea de las lenguas regionales y minoritarias es un
buen ejemplo de este insidioso combate contra la identidad nacional. Afirma, en
su preámbulo, que “el derecho de practicar una lengua regional o minoritaria en
la vida privada y pública constituye un derecho imprescriptible y
universalmente reconocido”. Pero Francia, por ejemplo, en 1992, rechazó firmar
este texto como contrario a la filosofía tradicional del Estado-nación. Otros
catorce países se negaron a ratificarla. Pero, poco a poco, como es el caso de
Francia, han ido ratificándola. ¿Cuál era el motivo del rechazo inicial?: un gran
número de compromisos obligatorios y disposiciones ambiguas que favorecen toda
suerte de derivas, totalmente contrarias a los principios de igualdad de los
ciudadanos y de unidad indivisible del territorio nacional.
Con la excusa de proteger jurídicamente los dialectos locales y
regionales, que hasta ahora han sobrevivido sin necesidad de tal disposición,
la Carta instituye una forma de discriminación positiva en su favor en las
áreas geográficas donde son hablados, aunque sea por un número residual y limitado
de hablantes. De hecho, este texto sólo toma su verdadera medida en un proyecto
dirigido a deconstruir el Estado-nación y los valores que él expresa, en
beneficio de una Europa federal de las regiones. El texto ni siquiera fue
redactado por un comité de expertos, sino que es el fruto de las elucubraciones
de grupos y personalidades ligados a movimientos extremistas, inscritos en la
estrategia de la “nueva gran Alemania”.
Al mismo tiempo que se multiplicaban los abandonos de la soberanía
en beneficio del federalismo europeo, los gobiernos nacionales abrieron una
peligrosa caja de Pandora, a finales de los años 90 del siglo pasado, al firmar
la Carta europea. La clave definitiva es la instauración de un conjunto europeo
mundializado ‒en consecuencia, americanizado, en tanto que la mundialización es
la puesta en marcha del proyecto estratégico global de los Estados Unidos, que
tienen la vocación de controlar el fenómeno de la globalización en su
beneficio‒ sobre una base comunitarista de entidades minoritarias fundadas
sobre la etnia, es decir, la “Europa de las tribus”.
El objetivo
último de los promotores de este tipo de tratados en las oficinas de la eurocracia
no es ambiguo. Se trata de desmantelar todavía más el Estado-nación, los
valores que expresa, para imponer la Europa federal de las regiones. Es una
vieja idea, heredada de la propaganda de la Alemania nazi en los años 30 del
siglo pasado, que reaparece periódicamente bajo diversos disfraces desde los
años 70. Esta recurrente amenaza ya fue identificada por el expresidente
francés Georges Pompidou, en 1974:
«La
expresión de "Europa de las regiones", no sólo me indigna y me ofende, sino que
constituye, en mi opinión, para aquellos que la emplean… un extraño retorno
hacia un pasado ampliamente superado. Ya hubo una Europa de las regiones: se
llama Edad Media, se llama feudalismo».
Sigamos. La
reacción anti-Brexit ha sido extraordinaria, en la medida en que este toque de
advertencia podría constituir una oportunidad histórica para refundar la
cooperación entre las naciones europeas sobre otras bases, respetando las
soberanías nacionales, aunque nos preguntamos si un sistema totalitario fundado
sobre una ideología supranacional, ultraliberal y tecnocrática es capaz de
reformarse. Tanto más cuando la clase política de la mayoría de las naciones
europeas continúa prisionera de un pensamiento único totalitario, adoptando
como un imperativo categórico la doxa supranacional
de los Monnet y los Schumann, opuesta a la Europa de las naciones.
Sin
embargo, ni la mundialización-globalización ni el multiculturalismo sobre el
que se inclinan, son irreversibles. Nada está escrito, nada es ineluctable. El
Brexit, la elección de Donald Trump, el nuevo voluntarismo de Japón y otros
acontecimientos, en Europa y en otras partes, demuestran que los pueblos se
despiertan de su largo adormecimiento que les habían impuesto los discursos
lenitivos de la biempensancia mundialista, esa gran coalición contra las
naciones formada por los sesentayochistas pasados “del cuello Mao al Rotary
Club” y los ultraliberales. En resumen, todos los que se afligen ahora por el
sobresalto de los pueblos, que ellos califican de “xenófobo”, de “pasadismo” u horresco referens de “soberanismo”, pero
que no es sino la voluntad inagotable de resistir a la muerte. Sin duda es
necesario que este despertar no sea confiscado por los políticos demagogos y
otros saltimbanquis de feria, sino conducirlo hacia una auténtica renovación
que implique una real transformación de los sistemas políticos al borde del
abismo.
En efecto, es
insuficiente decir que la clase política no está a la altura de los desafíos y
de las aspiraciones de los pueblos. Como siempre, todo es asunto de voluntad.
Esto es lo que falta a los dirigentes políticos que se adhieren
sistemáticamente a todas las falsedades sin fe ni ley. Así, después del
establecimiento de una Unión europea vacía de sentido y totalmente separada de
los pueblos, he aquí que llegan los comunitarismos, los particularismos más
inesperados, los regionalismos étnicos y lingüísticos, todos unidos al asalto del
Estado-nación. Para agravarlo, los dirigentes políticos de los países
occidentales han tomado la costumbre de inclinarse sistemáticamente ante las
ruidosas minorías. Obsesionados por los cálculos electorales, se comprometen,
de hecho, con la instauración de un sistema en el que “la excepción” está a
punto de convertirse en la regla a poco que las tentaciones comunitaristas,
étnicas, sexuales, religiosas y corporativistas incrementen su presión.
El reino de
los particularismos egoístas, de las sectas, de las bandas violentas y de los
traficantes de inmigrantes, se impondrá más fácilmente en cuanto la clase
política opta, cada vez más, por una huida hacia adelante y por la mayor
facilidad a corto plazo, reduciendo peligrosamente las prerrogativas del
Estado, que es, precisamente, el garante de la cohesión nacional. Ahí está, por
ejemplo, la voluntad de los políticos de crear “grandes regiones” a escala
nacional y europea a imitación de los Länder
alemanes, nacidas de la loca imaginación de los tecnócratas. Si realmente
tenemos que hacer “economía presupuestaria”, lo primero que hay que hacer es
suprimir todas esas inútiles y costosas colectividades. Pero los dirigentes
políticos no están por la labor necesaria de defender el Estado-nación, la
institución de la ciencia política que se opone a la supranacionalidad, a la
feudalidad regional y a todas las ideologías totalitarias, que se revela como
particularmente actual ante los grandes desafíos de los tiempos modernos para
preservar las libertades y la dignidad de los ciudadanos, es decir, teniendo en
cuenta el “bien común” sin el cual no hay legitimidad política. Desde este
momento, el auténtico debate ya no está entre una derecha sin referencias y una
izquierda alineada con el liberalismo (lo que nos reenvía a los orígenes
izquierdistas del liberalismo), sino entre los ciudadanos afectos a sus
naciones y la nebulosa de los que se inclinan ante el imperio totalitario y
deshumanizado: la omnipotencia de la americanización-mundialización, la utopía
mesiánica de la Europa federal y de los mafiosos separatismos regionales; en
suma, aquellos para los que el Estado-nación, fruto de mil años de esfuerzos,
está llamado a desaparecer para dejar su lugar a las instituciones
supranacionales y regionales desprovistas de toda legitimidad y soberanía.
La causa de
esta enfermedad social, que todos podemos constatar, se debe al debilitamiento
programado de las naciones, que son, sin embargo, los únicos proyectos coherentes
de unidad de destino en lo universal. Desde la abyecta agitación de Mayo del
68, la gangrena ha inundado los espíritus. Todo ha sido puesto en marcha para
denigrar la pertenencia nacional y pretender que un individuo de ninguna parte,
sin identidad y sin distinción, puede reemplazar al ciudadano de una nación
independiente. La prioridad es la de restaurar la idea del bien común que
consolida la ciudadanía. El rol de la política consiste en reafirmar esta
tradicional concepción del vínculo social privilegiando los valores de unidad y
de solidaridad que se oponen a la idea de un individuo aislado, replegado sobre
sí mismo o sobre un grupo particular y sectario. El bien común es la convicción
de que la nación es una sociedad histórica superior a la tribu; que la
ciudadanía es preferible a la barbarie; que la ley y el interés general se
imponen sobre los intereses feudales y oligárquicos.
Al fin y al
cabo, es en la medida en que cada nación está firmemente arraigada en su identidad,
que ella puede participar en el gran concierto de la humanidad. Ni la Unión
europea ni las regiones son patrias. Pero el hombre necesita una patria. El bien
común de los ciudadanos reposa en el vínculo entre la independencia de la
nación y la soberanía del Estado, por un lado, y de la libertad y la dignidad
del hombre, por otro. Podemos decir, sin ninguna duda, que la patria es el
único bien de los pobres. Es, ante todo, el bien más preciado de un pueblo. ■ Fuente: Cerf