Cuando
observamos el amplio movimiento político que se dibuja en el mundo, percibimos
que, en varios países, y no de los pequeños, sitúan al frente de los mismos a
hombres fuertes, jefes seguros y determinados, inspirados principalmente por el
superior interés de su nación y por la afirmación de su identidad.
Quizás estos
jefes reconducen a sus pueblos hacia un régimen más o menos autoritario, lo que
podría poner en duda la calidad de la elección, pero también las democracias,
donde el voto es libre y secreto, una gran mayoría de los medios se muestra
hostil hacia este tipo de personajes.
Vladimir Putin
es el modelo. La restauración de Rusia como gran potencia ha marcado su
presidencia. La elección de Donald Trump en los Estados Unidos, con eslóganes
como “América primero” y “Hagamos grande a América otra vez”, ha tenido un
cierto eco en el resto del mundo occidental. El presidente norteamericano,
ciertamente, no tuvo más votos que su adversaria, pero ésta, hoy mismo, no
sería elegida. En China, Xi Jimping encarna el retorno del “gran timonel”
chino. Después de una sucesión de gobiernos, la mayoría efímeros, Japón es
liderado por Shinzō Abe, que tiene el récord de duración como primer ministro y
no ha dudado en rendir homenaje al santuario Yasukuni, dedicado a los héroes
que dieron su vida por el emperador. En Turquía, Erdogan parece decidido a
resucitar la grandeza otomana, turca y musulmana al mismo tiempo. Bolsonaro en
Brasil, Duterte en Filipinas, Al Sissi en Egipto, encarnan, con mayor o menor
éxito, esa necesidad de orden, frente al terrorismo y la delincuencia, frente a
todos los desafíos y todas las incertidumbres, hombres cuya ideología se resume
en la prioridad nacional: el patriotismo.
Sólo una
región del mundo escapa a esta evolución casi general: Europa, con la
excepción, quizás de Hungría, hoy, e Italia, mañana. Algunos se felicitarán por
ello y continuarán afirmando que Europa es la tierra del humanismo, la de
apertura y tolerancia, la campeona de una visión cosmopolita cuya única
identidad es la de rechazar las raíces propias en beneficio de un universalismo
fundado sobre los derechos humanos y el libre comercio. Este bello discurso,
desgraciadamente, es el que mantienen los jefes de Estado y de gobierno,
fugaces e insípidos y tan inconsistentes como la gente que les vota. A veces,
incluso, como los tecnócratas de Bruselas, ni siquiera tienen legitimidad
democrática ni un carisma que evite su ridículo: ¿cómo una Europa con cerca de
500 millones de habitantes puede estar representada por personajes tan
insulsos?
En consecuencia,
debemos inquietarnos por las relaciones de fuerza que van a establecerse, ya,
entre este obeso gigante europeo, sin rostro y sin voluntad, y las voraces
potencias que ahora mandan en el mundo. Como parece bastante evidente que la
existencia de un Carlomagno o de un Napoleón está excluida, en razón de la
legítima divergencia entre las naciones, por un lado, y de la ley no escrita
que dispone que una elección común no puede estar basada más que en un
compromiso para elegir al personaje solamente capaz de no hacer sombra a los
demás, la única solución consiste en buscar “una serie de Orbanes y de Salvinis”
capaces de entenderse. Después de todo, esto sería un retorno a las fuentes de
la epopeya occidental.
Las
elecciones europeas han testimoniado la profunda decadencia de nuestros países.
Mientras los grandes dirigentes saben identificarse con su pueblo y son
apoyados continuamente por una estimable mayoría, según el modelo de Viktor
Orbán en Hungría, los pueblos más occidentales de Europa conocen exactamente la
situación inversa. Personajes de problemática psicología se hacen con el poder
en un clima deletéreo y mediante una hábil y sorprendente maniobra política y
mediática. Socialistas y socialdemócratas, con el beneplácito de los poderes financieros,
que, a pesar de sus fallos y fracasos, continúan beneficiándose del excepcional
apoyo de los electores y de los medios de comunicación dominantes. Lejos de
liderar a un pueblo en el que puedan reconocerse, conducen a un pueblo al que
desprecian, simple y frecuentemente porque ese pueblo no quiere una mayoría
para sus adversarios políticos. Francia, por ejemplo, está fraccionada en
múltiples familias políticas y, realmente, está cortada en dos, como lo
demuestra el voto favorable a Emmanuel Macron, en los barrios acomodados, en
las zonas residenciales y en las regiones apacibles, expresión mecánica de una
sociología, no de una visión política. Europa está, hoy, amenazada por la
inmersión migratoria, pero se nos hace creer en la emergencia del cambio
climático para que no se preste atención al verdadero peligro. Los presidentes
de Europa occidental son actores esenciales en la comisión de esta alta
traición. ■ Fuente: Boulevard Voltaire