La
lucha de los hierofantes del globalismo contra la identidad estable y arraigada
es la misma lucha que llevan a cabo contra la frontera, la cual se presenta como un dique
que dibuja un espacio limitado y circunscrito, capaz de gobernarse a sí mismo
según sus propias reglas, concepto éste muy alejado del principio cardinal de
la heteronomía postdemocrática que es la base del capitalismo global.
Por otro
lado, la frontera en sí misma es esencial para la construcción de la identidad,
que siempre está formada por lo diferente de la alteridad. Por tomar el título
del famoso ensayo de Heidegger, Identität
und Differenz, la identidad y la diferencia forman una pareja conceptual en
la que cada término aparece como indispensable para la existencia y para la
definición del otro. No puede haber identidad, excepto por la diferencia con
los demás; no puede haber diferencia, excepto cuando hay identidades plurales.
Si,
al romper la frontera, la alteridad se extingue y sólo sobrevive lo mismo
indistinto, entonces toda identidad posible queda eclipsada por esa misma
razón. Además, el par de identidad y diferencia es aniquilado, como en efecto
es cada vez más ostensible en el orden del planeta homologado, donde prevalecen
los principios mutuamente inervados de indiferenciación y desidentificación.
Estrictamente
hablando, el diálogo sólo puede tener lugar cuando existen identidades fuertes,
que tienen valores y raíces sobre los cuales enfrentarse mutuamente: es lo
contrario del diálogo falsamente multicultural promovido y prometido por los
apóstoles de la globalización. Es, en esencia, un diálogo silencioso, en el que
las partes, homologadas bajo el signo de la forma mercantil y vaciadas de su
identidad específica, ya no tienen literalmente nada que decirse unas a otras.
Desde
este punto de vista, lo que tan a menudo está cubierto por el ennoblecedor
título de "multiculturalidad" no es más que una coartada para
abandonar la propia identidad cultural y neutralizarla en el altar del
nihilismo de la forma mercantil. Siguiendo algunas de las ideas de Taylor sobre
"Multiculturalismo y política del
reconocimiento" (1992), se podría afirmar que el rasgo sobresaliente
del falso multiculturalismo propio de la civilización del consumo debe, pues,
ser reconocido no tanto en el interés de otras culturas, sino más bien en la
"autofobia", en el miedo ‒ni siquiera demasiado larvado‒ hacia uno
mismo y hacia la propia identidad no relacionada con el nihilismo del consumo.
En
esto radica la esencia de la "multiculturalidad como religión
política", coherente con el orden globocrático y con su pasión por lo
híbrido, por lo promiscuo y, en general, por todo lo que -sin ser valorado en
sí mismo- es funcional a la deconstrucción de las identidades anteriores. Desde
este punto de vista, la propia "inclusión del otro" (Einbeziehung des Anderen), como la
llamaba Jürgen Habermas, parece funcional sólo hasta la exclusión de la propia. En este sentido, Roger Scruton ha acuñado el afortunado término de oikofobia, que alude literalmente al odio hacia οἶκος y, de manera más general, hacia cualquier vínculo con la propia identidad histórica y cultural.
Expresión por excelencia del nuevo espíritu de la globalización, la oikofobia opera según la dirección dual y sinérgica de la deslegitimación de la propia identidad (a priori devaluada como intolerante y represiva) y de la magnificación de la otra (identificada, de hecho, con todos los casos relacionados con la apertura cosmopolita). Traducción: Carlos X. Blanco Martín. ■Fuente: Il Primato Nazionale
Expresión por excelencia del nuevo espíritu de la globalización, la oikofobia opera según la dirección dual y sinérgica de la deslegitimación de la propia identidad (a priori devaluada como intolerante y represiva) y de la magnificación de la otra (identificada, de hecho, con todos los casos relacionados con la apertura cosmopolita). Traducción: Carlos X. Blanco Martín. ■Fuente: Il Primato Nazionale