Cuando se afirma que el liberalismo es la ideología dominante de nuestro
tiempo, siempre encontramos buenos espíritus indignados alegando, por ejemplo,
el aumento del gasto público o el nivel de las retenciones obligatorias en
nuestros países. Pero esto es ver el problema a través de unos pequeños
anteojos.
Una sociedad liberal no es exactamente lo mismo que una economía liberal. Es, sin embargo, una sociedad donde domina la primacía del individuo, la ideología del progreso, la ideología de los derechos humanos, la obsesión por el crecimiento, el lugar desproporcionado que tiene el valor mercantil, la sujeción del imaginario simbólico a la axiomática del interés, etc. Principal heredero de la filosofía de la Ilustración, que afirma la supremacía de la razón, estableciéndola como un principio universal al que todos los hombres tienen acceso naturalmente, el liberalismo ha adquirido un alcance mundial desde que «la globalización ha instituido al capital como el auténtico sujeto histórico de la modernidad capitalista, y al valor como norma universal de regulación de las prácticas sociales». Está en el origen de la mundialización, que no es más que la transformación del planeta en un inmenso mercado. Inspira lo que hoy se llama el “pensamiento único”. Y, por supuesto, como cualquier ideología dominante, es también la ideología de la clase dominante.
Una sociedad liberal no es exactamente lo mismo que una economía liberal. Es, sin embargo, una sociedad donde domina la primacía del individuo, la ideología del progreso, la ideología de los derechos humanos, la obsesión por el crecimiento, el lugar desproporcionado que tiene el valor mercantil, la sujeción del imaginario simbólico a la axiomática del interés, etc. Principal heredero de la filosofía de la Ilustración, que afirma la supremacía de la razón, estableciéndola como un principio universal al que todos los hombres tienen acceso naturalmente, el liberalismo ha adquirido un alcance mundial desde que «la globalización ha instituido al capital como el auténtico sujeto histórico de la modernidad capitalista, y al valor como norma universal de regulación de las prácticas sociales». Está en el origen de la mundialización, que no es más que la transformación del planeta en un inmenso mercado. Inspira lo que hoy se llama el “pensamiento único”. Y, por supuesto, como cualquier ideología dominante, es también la ideología de la clase dominante.
El problema, cuando hablamos de liberalismo, es que entramos en la trampa
de las palabras. Si por “liberal” entendemos un espíritu abierto, tolerante,
partidario del libre examen y de la libertad de juicio, o bien incluso hostil a
la burocracia y al asistencialismo, como al estatalismo centralizador e
invasor, el autor de estas líneas no tendría, evidentemente, ninguna dificultad
para adoptar, por su cuenta, este término. Pero el historiador de las ideas
sabe muy bien que tales acepciones son triviales. El liberalismo es una
doctrina filosófica, económica y política, y como tal, evidentemente, debe ser
estudiado y juzgado.
La vieja división derecha-izquierda es, al respecto, de poca utilidad.
Como recuerda Jean-Claude Michéa, los liberales “constituyeron, durante toda la
primera mitad del siglo XIX, el ala mercantil de la izquierda original”. Sólo
más tarde el liberalismo se encontrará desplazado hacia la derecha ‒al mismo
tiempo, por otra parte, que la ideología del progreso‒, al menos en la Europa
continental, puesto que, en los Estados Unidos, los “liberales” siguen siendo
vistos como “izquierdistas”. Mientras que en Europa los “liberales” ‒que pueden
ser “de derechas” o “nacional-liberales”‒ se definen, ante todo, como
partidarios de la economía de mercado y del librecambio, en los Estados Unidos
el “liberalismo” tiene, en efecto, un sentido exclusivamente político y se
refiere únicamente a la doctrina de la libertad individual, del gobierno
limitado y del contrato social. Los “liberales” pueden, entonces, ser
considerados como los adversarios de izquierda de los conservadores, lo que no
es el caso, generalmente, en los países europeos.
Es, por otra parte, evidente que existe, en el seno del liberalismo, un
gran número de autores y de corrientes diferentes: liberalismo “clásico” y
liberalismo “moderno”, liberalismo continental europeo y liberalismo
anglosajón, liberalismo “evolucionista” y liberalismo “racionalista”, etc.
Igual que se ha podido distinguir, incluso oponer, entre liberalismo político y
liberalismo económico, algunos han identificado dos grandes y principales
corrientes, una que iría de Burke a Hayek, y otra de Locke a los libertarianos
americanos. Otros prefieren distinguir entre aquellos que ven en el liberalismo
el establecimiento de principios universales y aquellos que ven en él un medio
de coexistencia pacífica, o bien entre aquellos que son hostiles a la
regulación estatal en nombre de la eficiencia económica y aquellos que le son
hostiles en nombre de la libertad. Otros, además, especialmente sensibles a
ciertas evoluciones actuales, oponen el “neoliberalismo” al liberalismo clásico.
No entraremos aquí en este abundante debate, que es ciertamente apasionante,
pero que no es el objeto de este ensayo.
Los textos aquí reunidos tampoco tienen por objeto discutir los buenos
fundamentos de tal o cual argumentario económico liberal, ni evaluar los
méritos comparados del librecambio y del proteccionismo, ni el interés de la “flat tax”, ni la necesidad de disminuir
el alcance del gasto público. Tampoco es un cuestionamiento de autores de
primer plano, como Tocqueville o Raymond Arón ‒respecto a los que la etiqueta
de “liberal” no es suficiente para definirlos. Es, más bien, un trabajo de
filosofía política que se esfuerza en ir a lo esencial, al corazón de la
ideología liberal, a partir de un análisis crítico de sus fundamentos, es
decir, de una antropología esencialmente fundada sobre el individualismo y el
economicismo. Como el teólogo John Milbank, nosotros pensamos, en efecto, que
el liberalismo es, en primer lugar, un “error antropológico”. Esta es la razón
por la que hablamos de liberalismo (y no de “ultraliberalismo”, fórmula
equívoca que podría hacer pensar que el liberalismo sería aceptable en tanto no
cayera en ciertas exageraciones) para designar esta ideología y para hablar
también de su correlato natural: el capitalismo.
La cultura del narcisismo, la desregulación económica, la religión de los
derechos humanos, el colapso de lo comunitario, la teoría de género, la
apología de los híbridos de cualquier naturaleza, la emergencia del arte
contemporáneo, la telerrealidad, el utilitarismo, la lógica del mercado, la
primacía de lo justo sobre el bien (y del derecho sobre el deber), la libre
elección subjetiva erigida en regla general (el libre albedrío), el gusto por
la basura, el reinado de lo desechable y de lo efímero programado, todo esto
forma parte de un sistema contemporáneo en el que, bajo la influencia del
liberalismo, el individuo se ha convertido en el centro de todo y ha sido
erigido en criterio de evaluación universal. Comprender la lógica liberal es
comprender lo que liga a todos estos elementos entre sí y los hace derivar de una
matriz común.
El liberalismo, por sí solo, no resume la modernidad, pero es su
representante más ilustre (“la forma más coherente del proyecto moderno, dice
Michéa, pero no su forma exclusiva”). Con frecuencia, la modernidad ha sido
descrita como la época en la que el modo de vida heterónoma cede el lugar al
modo de vida autónoma, es decir, como el momento en que se pasa de una sociedad
donde los comportamientos estaban normalizados por un elenco de creencias y
tradiciones a otra sociedad donde el hombre se concibe como potencia libre para
crearse exclusivamente a partir de sí mismo. Esta concepción contiene una parte
evidente de verdad, pero encuentra también rápidamente sus límites, porque la
modernidad no ha terminado con ciertas dependencias y obligaciones más que para
sustituirlas por nuevas formas de alienación: explotación del trabajo, sujeción
a la ley del valor, transformación del sujeto en objeto, soledad en la
multitud, absurdidad del trabajo forzoso, colapso de la vida interior,
inautenticidad de la existencia, condicionamiento publicitario, tiranía de la
moda, desaparición de la intimidad, judicialización generalizada, falsedades
mediáticas, control y vigilancia social, reino de lo políticamente correcto,
etc.
La modernidad se comprende mejor cuando vemos el momento en que la
sociedad ya no se sitúa en primer lugar, sino en es el individuo el considerado
como precedente de todo hecho social, el cual no sería sino un simple agregado
de voluntades individuales. Considerado como un ser fundamentalmente
independiente de sus semejantes, el hombre es redefinido paralelamente como un
agente que busca permanentemente maximizar su mejor interés, adoptando así el
comportamiento del comerciante negociador en el mercado (homo œconomicus). Este giro sin precedentes es precisamente el
hecho generador del liberalismo. “La historia europea moderna, en su eje
fundamental, puede resumirse en esta fórmula: la concretización del individuo
abstracto”, observa Marcel Gauchet. En este sentido no es exagerado hablar de
revolución individualista, una revolución que debe apreciarse, evidentemente,
en el largo plazo, porque no solamente afecta a la sociedad, sino que también
transforma las personalidades, las costumbres y las mentalidades.
El individualismo legitima los comportamientos egoístas, pero sería un
grave error concebir esto como un simple sinónimo de egoísmo, o de reducirlo al
egocentrismo, al narcisismo de los egos. Hay un individualismo anarquista, e
incluso un individualismo aristocrático, pero el sentido pleno del término
individualismo del que aquí hablamos está, en primer lugar, vinculado al
ascenso de las clases y los valores burgueses. El individuo, además, no es la
persona, y el individualismo no se corresponde con un mayor reconocimiento de aquella.
Marcel Gauchet ha mostrado claramente la diferencia entre la
individuación biopsíquica y la individualización social. Las sociedades
antiguas, donde la legitimidad se basaba en creencias, costumbres compartidas y
tradiciones ancestrales, eran sociedades sin individualización social, lo que
no impedía que las personalidades individuales se afirmaran de forma eminente.
“Las sociedades sin individualismo implican una fuerte individuación, escribe
Gauchet, mientras que el individualismo, tal y como lo conocemos, hace muy
problemática la individuación”.
En tanto que componente estructural de la modernidad, la
individualización social es indisociable del surgimiento del discurso de los
derechos, en la medida en que, para el liberalismo, el hombre se define, ante
todo, como un portador de derechos, partiendo de que el derecho no reconoce más
que a individuos iguales. El liberalismo se funda sobre la convicción de que
existen derechos individuales fundamentales e inalienables que son, a la vez,
anteriores y superiores a cualquier institución humana, y que el primero de
estos derechos es el derecho a perseguir libremente su mejor interés. Estos
derechos son, evidentemente, puramente formales (el derecho al trabajo no
concede automáticamente un empleo), pero éste no es el punto importante, sino
el siguiente: el derecho fundamental es, sobre todo, el derecho a tener
derechos. La sociedad de individuos es,
a la vez, una sociedad cuyos individuos constituyen, en última instancia, el
único y último componente (el átomo social indiviso) y una sociedad cuya
legitimidad se basa exclusivamente en el derecho: “La sociedad producida por
los individuos es la sociedad encargada de producir a los individuos que la
componen, dándoles los medios para conducirse en tanto que individuos”. Decir
que el hombre posee derechos en tanto que hombre implica, en efecto, que ser
hombre se define por detentar derechos: una sociedad de individuos es una
sociedad donde el individuo portador de derechos es la única fuente de
legitimidad, porque sólo es considerado como auténticamente humano el individuo
separado titular de derechos. Es la razón por la cual, en tal sociedad, los
modos de afirmación comunitaria, incluso cuando no tienen nada de convulsivos,
son percibidos enseguida como patológicos. Es también la razón por la que los
restos de estructuras colectivas no contractuales, como la familia, están en
permanente deslegitimación.
Para los liberales, la soberanía de los individuos reposa, en primer
lugar, sobre la propiedad que tienen de sí mismos: es en la medida en que se
poseen a sí mismo de donde deriva que tienen derecho a no ser “poseídos” por
ningún otro, es decir, a no ser, por principio, dependientes de nadie. Es el
principio mismo de la teoría del individualismo posesivo que define al ser
humano como propietario de sí mismo. En un libro ya clásico, Crawford Brough
Macpherson muestra claramente que el derecho de propiedad en la doctrina
liberal no es más que la expresión secundaria de esta propiedad de sí mismo, la
cual plantea que el hombre no posee la cualidad de hombre más que si es
independiente de la voluntad de los demás y no se encuentra, en modo alguno,
endeudado con sociedad ni persona alguna, respecto a su personalidad, sus
facultades y sus elecciones. Esta teoría sostiene la idea de que el hombre es,
ante todo, lo que elige libremente ser, que es completamente dueño de sus
elecciones y que se construye a sí mismo, no a partir de algo o de alguien,
sino a partir de la nada.
Las consecuencias son considerables. Dado que las únicas acciones
sociales legítimas son las que se fundan sobre la voluntad de los individuos,
todo contrato se basa en un cálculo implícito o explícito del interés
respectivo de los contratantes. Los derechos individuales pueden, por esta razón,
oponerse a cualquier obligación social y a cualquier imperativo político. “Un
individuo que se define puramente por los derechos que ostenta originariamente,
por el solo hecho de su existencia, constata nuevamente Marcel Gauchet, es un
individuo que no debe nada a la sociedad. Tiene su libertad frente a ella.
Tiene, por supuesto, capacidad para influir sobre sus decisiones y, si lo
desea, puede participar en la vida colectiva y jugar su papel en ella. Pero
nada puede obligarle a ello”. En nombre de las prerrogativas individuales, el
derecho puede en rechazo de todo poder y de todo límite. “Es así, escribe
Pierre Manent, que en nombre del principio de los derechos humanos se quiere
prohibir a las naciones hacer las leyes que juzguen eventualmente útiles y
necesarias para preservar o fomentar la vida y la educación comunes que
proporcionan a cada una de ellas su peculiar fisonomía y su razón de ser”.
Siendo el individuo propietario de sí mismo, cada cual debe ser
completamente libre de elegir sus preferencias, siempre y cuando no obstaculice
esa posibilidad para que los demás hagan lo mismo. La concepción liberal del
derecho individual se resume en esta fórmula: en tanto que yo no pretendo
impedir a los otros que hagan lo mismo, yo tengo el derecho de hacer conmigo
todo lo que me plazca (drogarme, vender mis órganos, alquilar mi útero,
trabajar el domingo, desheredar a mis hijos, etc.). No tengo, por principio,
ninguna regla colectiva que respetar, y ningún poder público puede ordenarme
que sacrifique me vida por cualquier causa. El derecho de propiedad de sí mismo
no tiene, pues, ninguna consideración del carácter loable o degradante del uso
que pretendemos hacer de nosotros mismos. Del mismo modo, con todo el rigor
liberal, no hay forma de limitar la financiación de las campañas electorales
por parte de empresas privadas o grupos de presión industriales, ni de oponerse
al tráfico de drogas ni, como señala irónicamente Michael J. Sandel, de poner
objeciones al canibalismo consentido entre adultos… La noción de sociedad
política desparece así ante la de “sociedad civil”, lo que es perfectamente
lógico, puesto que la sociedad civil no es más que una adición de intereses
privados, y no una comunidad política a la cual los ciudadanos deban lealtad para
hacer el bien común. El resultado es el constata Pierre Manent: el reino
indiviso de los derechos individuales pone automáticamente en peligro de
desaparición la idea del bien común.
Al mismo tiempo, se ilumina la concepción liberal de la libertad. El
liberalismo, por supuesto, no es sinónimo de libertad, igual que el
igualitarismo no es sinónimo de igualdad, el comunismo sinónimo de bien común o
el humanismo de la humanidad. El liberalismo no es la ideología de la libertad,
sino la ideología que pone la libertad al servicio del individuo. La única
libertad que proclama el liberalismo es la libertad individual, concebida como
la liberación frente a todo lo que exceda del individuo.
En octubre de 1841, en una carta dirigida a John Sterling, el joven John
Stuart Mill ya definía el liberalismo como la doctrina “que está a favor de
permitir a cada hombre ser su propio guía y soberano” y “actuar exactamente de
la manera que considere mejor para él”. “Un hombre no puede ser legítimamente
obligado a actuar, o a abstenerse de actuar, con el pretexto de que sería bueno
para él, de que le haría más feliz o de que, desde el punto de vista de los
demás, actuar de esta manera sería sabio o incluso justo... Sobre sí mismo,
sobre su cuerpo y su mente, el individuo es soberano, diría incluso más tarde,
en uno de los pasajes más conocidos de su libro Sobre la libertad (1859). Esta
visión es común a todas las tendencias liberales. “Un grupo no puede ser
liberado, escribe L. Susan Brown. No puede, como grupo, ejercer su libertad,
sólo los individuos pueden ser libres”. “Los liberales niegan la idea de que el
orden social sea constitutivo de la libertad individual”, añade Jeremy Waldxon.
Desde el punto de vista liberal, “ni el bien de la colectividad, ni el de la
patria, ni de ningún otro valor, podrían justificar la restricción de la
libertad”.
Los liberales, sin embargo, enfatizan con insistencia que la
contrapartida de la libertad es la responsabilidad, pero está claro que, en
materia ética, no pueden, sin contravenir sus principios, desarrollar la menor
concepción del bien. Léon Walras, en sus Elementos de economía pura (1874), ya
decía que, desde el punto de vista de la economía liberal, “no hay necesidad de
tener en cuenta la moralidad o inmoralidad de la necesidad a la que responde la
utilidad de la cosa y que ella permite satisfacer”. El elogio del egoísmo
alcanza cotas casi caricaturescas en Ayn Rand, ídolo de los libertarios, que
llega incluso a afirmar que “el altruismo es incompatible con la libertad”.
El principio de igual libertad se funda también sobre la primacía del
individuo, en la medida en que ya no se le considera como un ser político y
social, sino como un átomo que no está, por naturaleza, intrínsecamente ligado
a ningún otro. “Solo los seres concebidos como independientes pueden
considerarse como semejantes, puesto que tal es el alma de la igualdad… La
independencia individual reconocida a los individuos significa que no hay más
legitimidad que la que deriva de los derechos que ellos detenta por razón de su
igual y primigenia libertad”. El vínculo social, ahora, depende totalmente del
sistema contractual. El liberalismo afirma, de hecho, que todo puede ser
negociado ̶salvo la libertad individual, que por naturaleza no es negociable (siendo
entonces la paradoja que sólo puede garantizar4se la libertad individual a
condición de que todos estén de acuerdo en considerarla como un valor esencial,
lo que raramente es el caso).
Pero el principio de indiferencia no sólo se ejerce en el dominio moral.
La primacía del individuo abstracto opera también en el sentido de una
neutralización generalizada, de la expansión de lo neutro implementada por la
ideología de lo “mismo” a costa de las diferencias. Borra las singularidades
colectivas entre los pueblos y las culturas, igual que relativiza las
diferencias de sexo, porque los individuos de derecho están desprovistos de
caracteres sexuados: “El orden de las prioridades se invierte. Se supone
tácitamente que somos, en primer lugar, individuos abstractamente idénticos y,
a continuación, accesoriamente, seres de sexo femenino o masculino”. Como bien
escribe Laurent Fourquet, “ir siempre más lejos en la neutralización del
hombre: lo que significa arrancar del conjunto de hombres concretos sus
particularidades no racionales, para que los hombres se asemejen, cada vez más,
a ese hombre único e ideal que, en la doxa
humanista, es el único llamado a poder gobernar racionalmente un mundo
racional”.
Del mismo modo que el proteccionismo no es la autarquía, la autonomía no
debe confundirse con la independencia. La primera responsabiliza, la segunda
separa. Los liberales se enorgullecen de emancipar al hombre y hacerle así más
autónomo. No ven que la autonomía no reside en el hecho de separarse de sus
semejantes, sino en la capacidad de pensar y de actuar por sí mismo sin, no
obstante, suprimir toda relación con los otros (es, en este sentido, por
ejemplo, que oponiéndose al “esclavismo del asalariado”, los primeros
socialistas combatían por la autonomía del proletariado). El liberalismo
pretende aspirar a la autonomía, pero, de hecho, es la independencia de los
individuos, entre ellos, lo que convierte en un ideal. La iniciativa individual
no es fecunda sino cuando está encuadrada por reglas colectivas, pues la
interacción de los egoísmos estimula la rivalidad mimética y el deseo de
eliminar a los competidores, al mismo tiempo que aumenta las desigualdades, en
mucha mayor medida de lo que favorece la autonomía de los agentes. Así como la
libre competencia conduce inevitablemente a la formación de oligopolios y
monopolios, la libertad abstracta entraña el aumento de las desigualdades e
incrementa las influencias de clase. “El mercado no puede emancipar a los seres
humanos más que siguiendo sus propias leyes”, por retomar la bella fórmula de
Guy Debord, según la cual “la economía transforma el mundo, pero sólo en el
mundo de la economía”. En la sociedad liberal, el hombre no se emancipa, ni se
hace más autónomo, sino que se transforma en mónada, se atomiza.
“Para los griegos, explica Pierre Manent, la naturaleza es lo que nos
liga, nos conecta, nos reúne… Para nosotros, los modernos, es lo contrario: la
naturaleza es lo que nos separa, porque somos individuos naturalmente
separados”. De ahí la paradoja del lema moderno de la “convivencia
multicultural” sobre la “exclusiva base de un principio que es estrictamente
separador y disociativo”: “Deseamos rehacer el vínculo social y rechazamos la única
idea que podría dar sentido y contenido a este vínculo: esa naturaleza humana
asociativa en la cual encontramos los bienes y los fines”. (Continuará…)