La
justificación y pervivencia del término Reconquista puede estar asegurada por
la inexistencia de otro mejor, por la incapacidad de quienes lo rechazan para
proponer otro que no posea una tal carga ideológica actual que su empleo pueda
hacerse sin repulsión.
Historiadores y filólogos debieran ser capaces de
comprender que lo que interesa a todos conocer y explicar, más que el nombre,
es la magnitud de los fenómenos históricos que el concepto de Reconquista
sintetiza.
A los
españoles de mi generación se nos hace difícil comprender cómo ha llegado a ser
tan controvertido el término y el concepto mismo de Reconquista. Tengo ante los
ojos el que fuera quizá el manual de Historia Medieval de España más utilizado
por los estudiantes de los setenta y los ochenta, debido a un catedrático
reconocidamente marxista, José Luis Martín. En él se mostraba reticente hacia
la idea de “reconquista”, en la medida en que, aclaraba, no hubo siete siglos
de luchas continuas movidas por ideales religiosos –algo que hoy, y creo que ya
entonces, ningún historiador pretendía– pero no dudaba en aplicarla para dar
cuenta del “avance de las fronteras de los reinos y condados del norte” sobre
Al Andalus. Desde entonces, la historiografía española ha cambiado mucho, en
general para bien, pero evidentemente no podía permanecer inmune al gran debate
que desde hace algún tiempo se plantea sobre la existencia misma de España como
sujeto histórico, debate que permea todos los grandes procesos y
acontecimientos como se ha demostrado, en estos días, con motivo de la conmemoración
de la primera circunnavegación del mundo.
Un
extranjero, aunque nos conoce muy bien, y ajeno al medievalismo aunque no a la
historia, el gran Stanley Payne ha sido capaz de saltar por encima de los
charcos de la crónica menor para explicarnos el rango que la Reconquista
debiera tener en nuestra historia nacional y en la de la humanidad: “El gran
proceso de recuperación y creación conocido escuetamente como la Reconquista
es, si se toman en cuenta todas sus dimensiones, un acontecimiento
absolutamente único en la Historia, y habría dado a España un papel destacado y
sin precedentes en la historia universal, incluso si su pie y huella no hubiera
llegado nunca a América”.
Frente a
esta visión tan potente, ¿somos conscientes los historiadores y medievalistas
españoles de hoy de la importancia extraordinaria de lo que Payne observa,
tanto si nos adherimos a su juicio como si no? Porque lo que sorprende en el
actual y fiero debate sobre la idea de Reconquista es la insistencia en
cuestiones de tan escaso porte real como la inexistencia del término en tiempos
medievales ni antes de fines del siglo XVIII, o lo supuestamente inapropiado
del concepto para describir fenómenos de indudable complejidad que
comprendieron no sólo la ocupación territorial, también en buena medida la
sustitución de las poblaciones y de la cultura allí asentadas desde hacía
muchas generaciones.
El primer
reproche, quizá el más repetido hoy, es casi infantil. Todos sabemos que las
denominaciones empleadas por los historiadores desde hace varios siglos,
tampoco precisamente desde ayer, para referirse a acontecimientos o procesos
complejos y de larga duración no son prácticamente nunca contemporáneas a los
hechos. La gran mayoría son un producto de la historiografía decimonónica, la
primera que los estudió percibiendo o creyendo percibir la unidad que les da
sentido, y así han llegado hasta nuestros días esos términos quizá no del todo
apropiados pero necesarios para la comprensión histórica, y no digamos para la
docencia: “invasiones bárbaras”, “imperio bizantino”, “califato de Córdoba”,
“guerra de los Cien Años”… y tantos otros que nunca fueron empleados por las
gentes que los protagonizaron, pero sin los que sería imposible una mera
conversación sobre los hechos que compendian.
El término
Reconquista no podía nacer en la Edad Media porque el latín no lo posee, ni
siquiera como idea estricta, pero los españoles de aquellos siglos sí usaron
otros poco diferentes para referirse a lo mismo que la palabra “reconquista”
evoca: el largo y dificultoso proceso de ocupación del territorio hispano en
manos del islam, acompañado de la voluntad de extinción de Al Andalus,
considerada ilegítima su propia existencia. Entre los conceptos entonces
empleados para designarlo, el de Restauratio
Hispaniae fue el más habitual y, al mismo tiempo, el más abarcador y el más
cargado ideológicamente. La Restauración de España no podía consistir, tal como
se la concebía, en una mera conquista militar, implicaba también el regreso a
las formas idealizadas de la Spania anterior a la invasión islámica. Ese ideal
goticista, ya desde el siglo IX, identificaba el solar hispano con un pueblo y
un reino, heredero del de Toledo, y con una fe, la católica. ¿Debiéramos
sustituir Reconquista por Restauración de España? No parecen esas las
intenciones de los críticos.
La otra
objeción, la de cómo llamar Reconquista a la ocupación de territorios que los
cristianos no poseían desde hacía varios siglos, puede parecer más consistente.
Sin embargo, teniendo en cuenta que el término responde inequívocamente a la
perspectiva de los reinos norteños, de los que los españoles posteriores
siempre se han considerado continuadores hasta hoy, lo que hace es subrayar
precisamente la fuerte convicción de los conquistadores de estar recuperando
algo que era suyo y legítimamente les pertenecía, aunque hubiera sido ocupado
durante siglos por gentes sin derecho a ello. Lo indudable es que, para que un
convencimiento así llegue a cuajar y a formar parte de la identidad de una
comunidad, se hace completamente necesario un sentimiento de continuidad entre
los reinos cristianos y la España perdida. Ese sentimiento de continuidad, al
menos desde el siglo IX, es claramente perceptible.
Pero como
sucede a menudo, la justificación y pervivencia del término Reconquista puede
estar asegurada por la inexistencia de otro mejor, por la incapacidad de
quienes lo rechazan para proponer otro que no posea una tal carga ideológica
actual que su empleo pueda hacerse sin repulsión. Historiadores y filólogos
debieran ser capaces de prescindir de las suspicacias ideológicas más que
científicas que una expresión de tanta solera como Reconquista genera,
conseguir separarse de la carga emocional que algunos siguen proyectando sobre
acontecimientos irreversibles desde hace cientos de años, como si la
resurrección de un Al Andalus mitificado dependiera de ellos y sus trabajos. Y
comprender que lo que interesa a todos conocer y explicar, más que el nombre,
es la magnitud de los fenómenos históricos que el concepto de Reconquista
sintetiza.
No podemos
hacernos muchas ilusiones: el problema no reside en aceptar o rechazar una mera
palabra más o menos apropiada, ni siquiera una idea asociada a un término, a lo
que muchos se niegan es a reconocer la formación de una gran realidad histórica
y cultural sobre la noción conservada de otra preexistente y el empeño de
muchas generaciones en su recuperación. La primera, procedente de los tiempos
godos; la segunda, la que la Reconquista cuajó. Cada una fue hija de su tiempo
y entre ellas existió un enorme hiato, aunque también evidentes continuidades.
Ambas fueron y, en buena medida siguen siendo, una y la misma España que hoy
nos acoge a todos. ■
Fuente: ABC