La
única manera de aprehender y de aprender la realidad es ateniéndose a los
hechos. Siempre debemos esforzarnos en ver el mundo tal y como es evitando
deformar la percepción a través del prisma de nuestros sueños o de nuestras
fantasías. Es sólo a partir del realismo que estaremos en la medida de
establecer un sólido conocimiento del mundo que nos rodea, de los múltiples y
complejos fenómenos que lo animan y modifican sin cesar.
En
el orden de lo real, relativo al ser humano, existe un hecho incontrovertible,
sin el cual ningún pensamiento sociológico y político serio puede ser
construido: el hecho nacional, que se identifica bajo diferentes formas según
las épocas y los lugares.
A
medida que retrocedemos en la historia, constatamos la existencia de grupos
humanos, de sociedades humanos, cada una con identidad propia, distinta y
única, desarrollando una cultura y una civilización inimitables. Desde la
antigüedad, se distinguen los polos civilizacionales sumerio en Mesopotamia,
chino en el valle de Wei, egipcio, indio con la civilización de Mohendjo Daro,
indoeuropeo, por no citar más que los de mayor importancia y más conocidos.
Conforme más avanzamos en el tiempo, más observamos una diversificación de las
sociedades humanas afirmando una personalidad específica, fenómeno que no es
otro que la sana manifestación de la fuerza vital propia del mundo vivo. No hay
más que ver el inmenso número de pueblos citados por los autores de la
antigüedad grecorromana, desde los hiperbóreo en el norte hasta los “rostros "rostros
tostados”, los etíopes al sur, o incluso las tribus celtas y las poblaciones de
Asia central, alanos, gépidos y hunos.
De
esta multitud de pueblos surgieron y continúan surgiendo entidades más sólidas
y duraderamente constituidas. Fomentan, con el paso del tiempo y de los
acontecimientos, una conciencia cada vez más desarrollada y aguda de su
especificidad identitaria, la cual alcanza su máximo desarrollo y su perfección
cuando el pueblo así formado, organizado en una sociedad estructurada e
inevitablemente jerarquizada, se constituye en Estado, es decir, que existe por
sí mismo, que es suficiente por sí mismo, con total independencia en relación a
los pueblos y las poblaciones vecinas.
Así
se constituye una nación; une a los hombres que sienten en su corazón que son
un mismo pueblo porque tienen una comunidad de ideas, de intereses, de afectos,
de recuerdos y de experiencias. Realidad histórica, la nación es una unidad
histórica diferenciada en lo universal por su propia identidad y su unidad de
destino. Comunidad de destino en lo universal, según la fórmula de José Antonio
Primo de Rivera, la nación existe como una entidad orgánica, en la que la vida
y la salud de cada una de sus partes complementarias e indispensables, depende
de la totalidad, siendo la existencia de esta última recíprocamente tributaria
de la vida de cada una de esas partes constitutivas. En una nación, o nos
salvamos juntos o perecemos juntos.
Toda
nación se funda en el pasado y en la realización de misiones universales, en la
medida en que la cultura que desarrolla es una expresión particular reflexiva,
pensada en el orden universal; vivirá en el futuro realizando otras misiones,
animada por la fe y la legitimidad de su existencia y de sus actos. Destruir la
misión de una nación, debilitar la fe en su legitimidad, querer hacer de ella
un hecho relativo y contingente, es decir, rechazar el deber que hoy hace de la
obra de ayer, implica su destrucción. Sintetizada en el sentimiento de patria,
la nación es una unidad total, orgánica, donde se integran todos los individuos
y todos los cuerpos intermedios, tanto de las generaciones presentes como de
las pasadas, el patrimonio cultural y espiritual de sus miembros. No puede ser
confundida con la idea de nación artificial, constructivista, nominalista e
individualista surgida de los principios revolucionarios de 1789.
Experimentamos
esta realidad dentro de nosotros mismos. Cuando nacemos, no sólo somos un ser
humano; nacemos como franceses, como alemanes, como españoles... según el
origen de nuestros padres. Aunque tengamos unos pocos segundos, cuando lloramos
por primera vez, ya somos viejos en siglos de cultura, de civilización. Tenemos
la edad de la civilización que nuestros ancestros edificaron con fuerza e
inteligencia, esfuerzos, de sudor y de sangre. Más allá de la herencia genética
que es propia de cada uno de nosotros, nuestra personalidad no puede expandirse
plena y armoniosamente más que en el interior de un conjunto comunitario
nacional al que pertenecemos. Más todavía, no podemos alcanzar lo universal más
que por mediación de la nación, de nuestra cultura nacional, encarnación
particular, en cualquier caso, de lo universal.
Frente
a los extranjeros, frente a los que no son miembros de nuestra comunidad
nacional, ciertamente existimos como individuos o personas, pero también
existimos en tanto que miembros de nuestra comunidad civilizacional.
Somos
y representamos, a los ojos de los extranjeros, al mismo tiempo, una parcela y
la totalidad de la nación de la que somos miembros. Nuestro destino, la
soberanía de nuestra persona, es decir, de nuestra libertad de ser y actuar,
están ligados a la suerte, el destino y la soberanía de la nación: si esta
nación es esclavizada, nuestra personalidad será encadenada, privada de su
total realización. Y negando nuestros orígenes, tendríamos que adoptar otra
cultura, afiliarnos a unos orígenes distintos: no podemos escapar al hecho
identitario, al hecho nacional. Nadie puede hacer abstracción de su identidad
cultural y civilizacional.
De
todas las libertades humanas, la más preciada es la independencia de la patria,
escribía Maurras. En efecto, es solamente a través de esta independencia que
podemos tener garantías: la seguridad de los bienes y de las personas, el
desarrollo y la realización total de la personalidad de cada cual, la
preservación del patrimonio moral e intelectual que nos corresponde hacer
fructificar.
Que
se destruyan las naciones, como intentan hacer algunas organizaciones apátridas
y mundialistas, como la “Euroland” de
Maastricht, relevo de la verdadera Europa, sólo puede resultar siendo un magma
informe, un caos del que surgirían nuevas diferenciaciones culturales y
civilizacionales, según el lugar, la historia específica de cada grupo humano
algunas condiciones particulares.
El
hecho nacional, aunque no siempre haya tomado la misma forma y el mismo nombre
desde el siglo XIX, es por lo tanto una realidad que no puede ser ignorada, igual
que las leyes de la gravedad o de la atracción no pueden ser ignoradas por las
ciencias físicas. Por su parte, el cristianismo considera a las naciones como
parte de la condición de la humanidad y la Biblia, a partir del relato del
Génesis, evoca la historia de la Torre de Babel, símbolo de una humanidad mezclada,
como una maldición que pesa sobre los hombres y de la que un célebre cuadro de Breughel
el Viejo nos ofrece la imagen.
El
nacionalismo es, por lo tanto, una línea de conducta que se esfuerza constantemente
por resolver cada asunto en relación con la nación. Consiste en tratar cada
tema según un único criterio: garantizar el bien común de la nación en todos
sus aspectos. El nacionalismo se refiere a la voluntad de darse los medios para
mantener o crear las condiciones que aseguren la plena soberanía y el
desarrollo de nuestra persona con el fin de lograr aquello para lo que fuimos
creados, garantizar la seguridad y el desarrollo de nuestra familia y, en
primer lugar, de nuestros hijos, preocuparnos por su futuro, conscientes de que
sólo somos usufructuarios de una riqueza de la que somos custodios y
continuadores durante toda nuestra vida.
Es,
en definitiva, este pensamiento, esta filosofía que afirma la integridad de
nuestra persona, física y espiritualmente, y por lo tanto trabaja por todos los
medios apropiados para asegurar la sostenibilidad de la nación de la cual somos
miembros, siendo este el marco el escenario sin el cual la integridad de
nuestra persona está amenazada. En otras palabras, el nacionalismo aparece como
un pensamiento que aboga por la voluntad de defender el propio ser del país, la
voluntad de dotarse de los medios para reforzar su poder y su grandeza, a fin
de transmitir a nuestros descendientes la herencia que hemos recibido, pero más
grande, más bella, más sólida, de la que nosotros la recibimos. El nacionalismo
es la expresión misma de la fuerza vital de todo ciudadano consciente de su
identidad y de toda nación deseosa de impulsarse hacia el futuro, apoyándose,
para ello, en los sólidos fundamentos del pasado que nos han llevado a ser los
que somos en el presente. El nacionalismo es el conjunto de fuerzas vitales que
se oponen a los que pretenden destruir la nación.
Por
lo tanto, ser nacionalista es ser realista.