Nacido en los Estados Unidos, el concepto de apropiación
cultural es la última extravagancia del multiculturalismo. Prohíbe la adopción
o la utilización de elementos de una cultura “dominada” por los miembros de una
cultura “dominante” ‒en este caso, los “opresores blancos”‒ sobre la base de
que la citada cultura “dominada” se vería así expoliada de su identidad y
reducida a un estereotipo racista. ¡Monstruoso!
En el mejor de los mundos burlescos que vienen, ¿todavía
tenemos el derecho a disfrazarnos? ¿Lucir rastas, travestirse de Mulan (la
guerrera china de Walt Disney),
exhibir tatuajes con símbolos tribales polinesios, pegarse plumas indias o
incluso practicar yoga ‒cuando se es blanco y “dominante”… sin correr el riesgo
de “asumir una cultura que ha sufrido opresión y genocidio cultural"? No, aseguran coralmente las organizaciones
negras, los sindicatos latinos, los clubs de “nativos americanos”, las sectas hinduistas,
los lobistas asiáticos, haciendo valer que se trata de un conjunto de prácticas
espirituales y culturales santuarizadas, propiedad de una minoría oprimida y
solamente de ella. Es a partir de la campaña “Take yoga black”, lanzada en 2008, que la noción de apropiación
cultural vio la luz, antes de difundirse por el conjunto del continente
americano. No hay fiesta de Halloween sin que las universidades no recuerden a
sus alumnos Wasp que resulta
inapropiado disfrazarse de amerindio, mexicano, sushi, geisha, samurái, bonzo,
etc. Es el nivel cero de la pertenencia. Con ello, se comprende que la
apropiación cultural ejerza su férula punitiva principalmente durante la noche
de Halloween. Es la policía de las calabazas. En su delirio, los maníaco-represivos
incluso comienzan a rastrear en las redes sociales los emoticonos y otros “smileys” negros, los “black smiling faces” (rostros negros
sonrientes).
La cara oculta del
antirracismo
Desgraciados los blancos que tengan la tentación de
pinturrajearse de negro ‒el famoso blackface
asociado en el imaginario americano a las representaciones despreciativas de
los negros en tiempos de la segregación‒ o de vestirse de reina de Saba. Es una
forma de whitewashing (la
interpretación de un papel “racializado” por un blanco). Rápidamente estarían
encima las fraternidades y hermandades de afroamericanos ofendidos y
encrespados. Un movimiento #Black Bruins
Matter (“marrón” viene del nombre del esclavo fugitivo) verá también la
luz, en la universidad de California en Los Ángeles; centenares de activistas
afros desfilarán al grito del inefable “¡Eres libre de ser tú, pero no de ser
yo!”, o incluso “nuestras culturas no son disfraces”, cuando ellas no son mucho
más que eso. En Hollywood tiemblan. Le película Exodus, dioses y reyes (2014) de Ridley Scott, con Christian Bale
como Moisés y Joel Edgerton como Ramsés, sería hoy retocada, igual que
Elizabeth Taylor en Cleopatra. Imposible poner en escena a Otelo sin un actor
negro, pues lo contrario sería “atentar contra la diversidad racial”, como en
Bristol, Inglaterra, donde la comedia musical Aída de Elton John, adaptación de Verdi, tuvo que ser
desprogramada: se había dado el papel de Anmeris, la hija del rey de Egipto, ¡a
una cantante blanca!
En 2015, un tribunal federal estadounidense retiró a la
franquicia de fútbol, los Redskins de
Washington, los derechos sobre su nombre (“redskin”
significa “piel roja”), por el motivo de que era ofensivo para los “nativos
americanos”. La franquicia conserva su mascota india, pero ha debido ceder el
monopolio de sus productos de merchandising.
Lo mismo sucedió en Ohio con los jugadores de béisbol del Cleveland Indians. Después de años de controversia y persecuciones,
el propietario del equipo se comprometió a retirar definitivamente el logo de
su franquicia, el “Jefe Wahoo”, un
inocente y anodino indio con dientes blancos.
La purificación
capilar
Irónicamente, la apropiación cultural castiga a los
“diversitarios” por sus pecados: su amor por el Otro, por el yoga, por las
varitas de incienso, las trenzas africanas, los trajes sioux, la pimienta
mexicana. El Otro no quiere más de todo esto. A la demanda de mayor apertura a
la universalidad, él responde por el encierro del supremacista. Es el deseo de
indianidad, de negritud, de “migritud” (de mimetizarse solidariamente con los
migrantes), de los blancos lo que debe ser castigado. Y es justo que así sea,
puesto que recuerdan a zombis postidentitarios, productos híbridos de la
mundialización. Pero ni más ni menos que las minorías racializadas que velan
celosamente por una falsa pureza etnocultural que termina por proponer el
separatismo, el grupo cerrado, la consanguinidad. Es el retorno de la segregación,
pero elegida, asumida, reivindicada. Una nueva variedad de purificación étnica:
la purificación capilar, la purificación culinaria, la purificación
vestimentaria.
Estas minorías anticipan una cultura reconstruida desde
cero, que desde hace tiempo ha caído en el dominio público. Hacen el bello
juego de denunciar las falsificaciones ofensivas, pero ellas mismas no son más
que burlescas imitaciones, copias falsificadas que reposan sobre la
fetichización folclórica de una cultura de síntesis pasada desde hace tiempo
por la trituradora de la mundialización. En verdad, todo el mundo está
disfrazado en este asunto, comenzando por las seudoculturas dominadas. Disfraz,
el peinado afro, ya presente en el Egipto faraónico. Estereotipo, el sushi
japonés, de origen chino. Usurpación, el yoga, de origen védico. No hay más
cultura específica que allí donde predominan las subculturas tribalizadas,
indigenizadas, masificadas, que no son más que subproductos de la
mundialización. Todos estos marcadores identitarios, blandidos como símbolos de
pertenencia exclusiva, en realidad no pertenecen a nadie. Son el resultado de
una aculturación forzosa y forzada y de una paródica recomposición identitaria,
nacidas por contacto con la cultura-mundo. No son más que groseros sucedáneos
de lo que alguna vez fueron antiguas culturas vernáculas. En una palabra,
falsificaciones made in Hollywood.
Negros de carnaval, latinos de comedia musical, indios de circo. Es la famosa
ley de Marx, según la cual la historia se repite dos veces: la primera como
tragedia, la segunda como farsa. ■
Fuente: Éléments