Todos
los grandes países europeos parecen estar hoy bajo la amenaza de los
regionalismos que vehiculan reivindicaciones autonomistas e, incluso,
independentistas.
Frente al riesgo de desmembramiento de los grandes Estados
nacionales del Viejo continente, se trata de comprender las dinámicas que
engendran estos planteamientos secesionistas. El cuestionamiento de los
fundamentos de los grandes Estados-nación europeos ha conducido, en efecto, a
una situación casi anómica de pérdida de referencias y de frustración
galopante.
Las naciones entre
dos frentes
En
primer lugar, conviene constatar, muy a nuestro pesar, que los grandes países
europeos se encuentran hoy entre dos frentes, entre el enconado
internacionalismo impuesto por la Unión Europea y las fuerzas centrífugas que
en parte derivan de este proceso. En efecto, antes de la aparición de la UE,
incluso cuando una región era más rica que el resto en el seno de un gran
Estado, dicha región recuperaba enormes beneficios indirectos gracias al acceso
a un gran mercado interior para sus empresas, a las economías de escala sobre
la administración, o incluso a la poderosa política de defensa nacional. Con la
UE, por el contrario, el mercado único y la paz europea, no implica que todos
esos beneficios indirectos deriven ahora directamente de la pertenencia a la
UE.
Ahora
lo que se produce es el desequilibrio presupuestario entre contribuciones al
Estado central y las aportaciones recibidas en retorno, que los gobernantes de
las regiones ricas no se privan en denunciar como insuficientes y humillantes.
Estos gobernantes, cuyo ego les dispone a soñar con el destino de su
territorio, al que ellos conducen hacia la independencia, alimentan la frustración
creada por ese desequilibrio. El carácter tragicómico de esta situación sólo
tiene parangón con la extraordinaria incompetencia de dichos dirigentes. Esta
cínica percepción, puramente contable, es todavía más reforzada por el hecho de
que los fondos europeos estructurales van directamente a las regiones,
cortocircuitando a los Estados nacionales. Estos últimos se encuentran,
entonces, vacíos tanto de su sustancia como de su razón de ser.
Los depositarios de
la confianza
No
obstante, en la medida en que el Estado central continúa siendo el nivel
principal de la representación política, la responsabilidad política estatal se
encuentra desconectada de la capacidad para actuar. De ahí las promesas
sistemáticamente traicionadas y la pérdida de confianza en la acción política
que de ello resulta. Desde ese momento, no hay nada de sorprendente en el hecho
de que una gran mayoría de ciudadanos europeos residencien un poco de su
confianza en el nivel local. En este sentido, la capacidad para actuar sobre la
cotidianeidad real sigue siendo el criterio principal por el que los ciudadanos
todavía tienen algo de confianza en la acción política.
Entonces,
el déficit de acción y de responsabilidad en el nivel de la política nacional,
¿ha sido compensado por una legitimidad aumentada en el nivel europeo? Más bien
al contrario: cuanto mayor “integración europea”, más boicoteamos las
elecciones europeas, observamos con desdén las constantes maniobras del
Parlamento europeo para arrogarse todavía más poder en lugar de representarnos
efectivamente, y levantamos acta del hecho de que la Comisión siga siendo un
órgano puramente tecnocrático. Así, asistimos, impotentes, a la despolitización
de las cuestiones económicas, sobre las que el poder de decisión es retirado a
los gobernantes nacionales para ser confiado al Banco Central europeo y a la
Comisión europea.
Europa, déspota
ilustrada
Esta
europeización de las cuestiones económicas y el reforzamiento de las
prerrogativas locales participan, de este modo, en el mismo movimiento,
dirigido a producir un “despotismo ilustrado” donde los ciudadanos
conservarían, pese a todo, la ilusión por controlar su destino por la vía de la
representatividad local. La descentralización y la regionalización consisten
así, en realidad, en una peligrosa estrategia, incluso mortífera, para los
Estados-nación, cuyos regionalismos se dirigen al desmembramiento de los
grandes países multiseculares.
El
viejo sueño de una Europa de las regiones, impensable hace unas décadas, se
convierte así, no sólo en pensable, sino, sobre todo, en realizable. Como
recuerda Paul Dirkx, el Comité de las regiones, asamblea consultiva de los
representantes locales y regionales de la UE, instituido en 1994, es hoy la correa
de transmisión de las reivindicaciones de los autonomistas y de los
separatistas con la UE, a fin de que «Europa (…) pueda sacar provecho
plenamente de la diversidad territorial, cultural y lingüística que hace su
fuerza y su riqueza y que es prueba de identidad para sus ciudadanos».
Arrepentimiento y
relativismo cultural
Siguiendo
esta lógica de construcción identitaria a escala local, el sentimiento de
pertenencia a una nación, por sus ciudadanos, resulta menos sorprendente. Y más
si, al mismo tiempo, los representantes políticos de los Estados meten el dedo
en la llaga del arrepentimiento. ¿Quién osaría, por ejemplo, identificarse con
una nación que “entregó a sus protegidos a los verdugos” durante la Segunda
guerra mundial, según las palabras de Jacques Chirac? ¿Quién desearía
reclamarse de un pueblo cuyos ancestros cometieron un crimen contra la
humanidad durante la trata de esclavos negros? ¿Quién, en fin, podría estar
orgulloso de pertenecer a una nación que hoy es acusada de los grandes horrores
del siglo XX durante las guerras coloniales? Asimilando las artimañas de
ciertas élites, que extienden ciertos crímenes de Estado a todo el pueblo, los
políticos y los intelectuales contribuyen a llevar la responsabilidad de estos
sucesos sobre toda la nación, a fin de desacreditarla mejor todavía.
Si
durante la Segunda guerra mundial, una parte importante de los movimientos
bretón y flamenco hicieron la opción por la Europa nazi, los catalanes, vascos
o corsos alegan haber sido reprimidos por los regímenes fascistas para así
poder reafirmar su identidad en un proceso de alteridad que falsea su propia
historia.
Desde
entonces, la persistencia de un discurso de arrepentimiento y la emergencia del
relativismo cultural en la mayoría de la intelligentsia
mediática y política han fragmentado las sociedades de los Estados-nación
europeos.
La cara oculta de la
mundialización
También
es cierto que entre los que rigen los destinos de nuestros países afirman, sin
complejos, que “no existe una cultura nacional, existen culturas diversas”. Un
discurso contrario a nuestra historia y que lleva en sí mismo el germen del
comunitarismo, legitimando la idea de que la cultura nacional no sería más un
agregado de subculturas. A través de estas declaraciones, nuestros dirigentes
políticos se inscriben en la línea de los que niegan, no sólo las aportaciones
de la historia y los valores compartidos que han fundado las culturas
nacionales europeas con su singularidad, sino también, y sobre todo, el
edificio del gran relato nacional, como recordaba Jean-Pierre Chevènement.
La
reapropiación de nuestra cultura debería pasar siempre por una reflexión sobre
los efectos de la mundialización y sobre ls fracturas sociales, culturales y
geográficas que engendra, y que van contra nuestro modelo tradicional
igualitario. Un buen ejemplo es el movimiento de los Bonnets rouges bretones, cuyas reivindicaciones sociales y
económicas derivan hacia las reivindicaciones identitarias, ilustrando así la
crisis cultural que inunda la Francia periférica. Sucede algo parecido con los
corsos, que testimonian la persistencia de un poderoso discurso identitario y
de la voluntad de afirmar su diferencia con los continentales, juzgados como
demasiado tolerantes con las reivindicaciones religiosas comunitaristas.
Hacia los
nacionalismos regionales
Queriendo
acabar con los nacionalismos, los eurofederalistas no han hecho más que
provocar el nacimiento de los nacionalismos regionales, más deletéreos incluso
que los estatales. En efecto, la identidad es una necesidad fundamental de todo
ser humano. Así, incluso cuando los internacionalistas llegan a restringir las
identidades nacionales, otras identidades surgen para llenar el vacío dejado.
Estas identidades de sustitución, sin embargo, nunca llegarán a ser factores
que propicien el “vivir-juntos”, y no conducirán más que al impasse de la
alienación y a la desaparición del bien común. Frente a esto, la reapropiación
de nuestra cultura común se presenta como la única solución. Hay que
reencontrar imperativamente nuestros valores, asumirlos nuevamente, y lanzar
una gran ofensiva cultural para recuperar los territorios perdidos de la
nación. ■ Fuente: Causeur