El campesinado ha sido sacrificado en el altar de la modernidad económica. Asistimos, así, al fin de una civilización vinculada a la tierra que nos legó una identidad, a la cual estamos adheridos como por una arteria vital.
¿Deberíamos
seguir hablando de "campesinos"? A menudo se hace referencia a ellos
como "agricultores", "productores agrícolas", "empresarios
agrícolas”. ¡La productividad ante todo!
Por
lo tanto, los agricultores no serían más que productores de alimentos. En mis
años jóvenes, mi aldea todavía era de lo más bucólica. Hoy, con los enormes “estabulados”
que se proliferan como champiñones, tengo la impresión de vivir en una gran
fábrica de carne.
Los
"agricultores" se han convertido, de hecho, en ciudadanos urbanos
como el resto. Bueno, casi… Porque, con frecuencia, les faltan muchos de los
atractivos que caracterizan a las ciudades: las tiendas, la agitación de la
calle, las multitudes, los placeres, el ocio, las vacaciones… Es cierto que
estos pequeños patronos trabajan todos los días del año, y a veces incluso por
la noche. Y frecuentemente, por unos ingresos modestos, grandes deudas, una
precariedad angustiante, ridículos controles europeos ‒contrapartida de las
primas y de los préstamos bancarios.
En
una generación, no sólo se ha alterado la realidad económica y social del
"campesinado", sino que también han cambiado las mentalidades y las actitudes,
hasta el punto de que es difícil distinguir, en las formas, a un joven
campesino de un joven urbano. Porque la difusión exponencial de la “cultura
joven”, a través de la televisión, internet, etc., ha producido el mismo resultado
que en la ciudad: la desaparición de las tradiciones llamadas “folclóricas”, de
la canción tradicional, en beneficio de la música electrónica y de la
subcultura americana. Las fiestas, las celebraciones (bautizos, bodas, etc.)
son ahora animados por los DJ, asemejándose a cualquier discoteca de carretera.
Las distintas generaciones, aquí como en cualquier otra parte, ya no se reúnen
ni se encuentran. Y no estamos hablando de familias separadas o recompuestas.
El
abad del pueblo me indicaba que la región era, en los años 60, una de las más
conservadoras, en el dominio religioso, y se llenaba de multitudes para asistir
a las fiestas de los santos y los peregrinajes locales. Ahora, no hay gente,
salvo en los funerales.
En
cuanto a la cocina, ciertamente, en el campo se come mucho mejor y los platos
son más auténticos y variados, aunque sólo sea porque todavía hay huertos
cultivados y se practica la caza. Pero la furgoneta de platos precocinados y
congelados recorre con frecuencia las carreteras vecinales, abundan los robots
culinarios y las personas obesas son tan numerosas como en cualquier ciudad.
Después
de la guerra, el campesinado fue sacrificado en el altar de la modernidad
económica. Pero es toda una civilización la que ha desaparecido y, en
consecuencia, la memoria multimilenaria de nuestras naciones (como Francia,
España e Italia). La Unión europea siempre ha estado dominada por los países
neoliberales. A estos países liberales no les gusta demasiado los países
campesinos, agrícolas y ganaderos. Para los mercados mundiales, por otra parte,
y siguiendo la lógica de la división planetaria del trabajo, Europa ya no tiene
vocación de alimentar saludablemente a su población. Las toneladas de comida
preparada de origen estadounidense son suficientes.
Asistimos,
así, al fin de un universo, aquel que nos legó una identidad, a la cual estamos
adheridos como por una arteria vital. ■ Fuente: Boulevard Voltaire