“Racismo” es un término utilizado ordinariamente con fines
polémicos. El empleo exclusivamente peyorativo de este término ha consagrado la
oposición racismo antirracista contra racismo antiinmigrante (y recíprocamente)
como una de las formas caricaturescas del debate ideológico-político en los
últimos decenios.
Esta reducción del campo nocional de la palabra racismo ha
permitido que los temas que le son congruentes –identidad, comunidad,
cosmopolitismo– se conviertan en contenidos esenciales de los tópicos
ideológicos del momento, dando lugar aquí y allá a escorzos vertiginosos.
Instrumentándolo de ese modo, los políticos han hecho uso de él con el único
fin de mimar sus rendimientos electorales, mientras los medios de comunicación
de masas abundan en la simplificación tras haber constatado rápidamente la gran
rentabilidad periodística de la asociación de ideas:
“racismo-antisemitismo-fascismo-nazismo-extrema-derecha”.
Jóvenes devotos del antirracismo contra xenófobos agresivos;
tanto unos como otros han utilizado la palabra racismo para descalificar al
adversario, pues «desde la segunda guerra mundial, la etiqueta racista es un
poderoso instrumento de deslegitimación de cualquier adversario en la guerra
ideológica». Esas oposiciones estériles, evidentemente, no han permitido
instaurar un debate de fondo, del mismo modo que no han contribuido a dar una
definición aceptable del racismo. Definición que, ciertamente, parece
imposible.
¿Quién es racista?
La ciencia lo ha intentado en vano. El objetivo era
“liberar” al hombre de cualquier pertenencia biogenética que no fuera la del
entero género humano. Pero por más que la ciencia insiste en decir que las
razas no existen, no ha conseguido suprimir el racismo. En último análisis, la
ciencia no ha llegado a decidir sobre la legitimidad o la ilegitimidad de la
ideología racista, porque las teorías biológicas, que pueden decidir sobre las
verdades del mundo vivo, quedan sin embargo mudas ante el hecho del valor o de
la moral, del mismo modo que no son aptas para decidir qué es lo justo. En la
vertiente de las ciencias sociales, algunas tentativas han establecido que el
racismo es el miedo al Otro; otras, que era el miedo a lo Mismo, explicando así
el racismo de exclusión y, en menor medida, el de dominación. Ahora bien, en
ambos casos puede argumentarse de manera perfectamente coherente una crítica
del racismo. La coherencia interna de estas dos percepciones –contrarias,
antagónicas– del hecho racista permite pensar, sin duda alguna, que no existe
una definición del racismo, sino diferentes maneras de enfocar la crítica.
Así las cosas, lo mejor será atenerse a la definición
clásica del racismo, que lo describe como aquella doctrina que afirma la
superioridad de un grupo humano sobre otro, una supuesta superioridad biológica
y/o cultural que justificaría el ejercicio de una dominación o la práctica de
un exterminio. Esta definición clásica permite evitar el empleo abusivo y
extensivo del término. Y nos permitirá también contestar a esos gruñidos que
tachan de “racista” cualquier consideración sobre el Otro.
Un ejemplo. Pierre-André Taguieff, en su libro esencial
sobre este asunto, donde fustiga el antirracismo profesional y mediático, sitúa
junto al muy clásico racismo que acabamos de evocar otros tipos de racialización
nacidos de la heterofobia (odio a la alteridad) y de la heterofilia (amor a la
alteridad). En su tipología, el diferencialismo ocupa un lugar central. Según
Taguieff, el diferencialismo, al sustituir la biología por la cultura y al
proponer el derecho a la diferencia, conduciría a las mismas consecuencias
desastrosas que la negación de la diferencia del Otro. En otros términos: la
heterofilia equivaldría a la heterofobia. Mientras que Taguieff y muchos otros
tras él (pero con menos talento) han hablado de racismo para calificar el
diferencialismo –y aunque el propio Taguieff, por otra parte, considere que
esta palabra es perjudicial para todo verdadero debate y reconozca que es abusivo
reducir el diferencialismo al racismo–, nosotros nos esforzaremos por demostrar
aquí que el diferencialismo se fundamenta en principios auténticamente hostiles
a cualquier forma de racismo. Adoptando una posición resueltamente
diferencialista, veremos que las problemáticas levantadas por el universalismo
y el individualismo modernos, y sus consecuencias sobre la percepción del
hombre, aportan toda su pertinencia a nuestra perspectiva. Ni encarcelamiento
en una comunidad, ni desarraigo abstracto: para oponerse a esas dos formas de
alienación, hay que lanzar una mirada sin concesiones sobre lo que nadie dice
en el discurso de la modernidad acerca del Otro.
El diferencialismo no
es un racismo
Decir que la heterofilia de los diferencialistas es en
realidad la máscara presentable de su heterofobia innata, no es más que,
simplemente, un juicio de intenciones. Quienes transmiten esta idea ceden a la
lógica de la sospecha y de la tentación polémica. Pero la sospecha no es la
refutación ni la certificación. Además, al mostrar el diferencialismo como un
racismo, llega uno a preguntarse si acaso hay alguien que no sea racista. En
efecto, la lectura de La fuerza del prejuicio deja entender que los racistas
clásicos (heterófobos, xenófobos) son, evidentemente, racistas; que los
antirracistas, al adoptar esquemas teóricos semejantes a los de sus adversarios
(la “racialización del racista”: expulsión del racista fuera de la humanidad,
contumacia de ese prejuicio que consiste en creer que no se tienen prejuicios)
son racistas que se ignoran; por último, que los diferencialistas, al tomar
partido por una heterofilia acusada de conducir a un apartheid generalizado,
son igualmente racistas. En definitiva: racistas, antirracistas y
diferencialistas pertenecerían, con modalidades ciertamente divergentes, a la
misma categoría. ¿Pero cuál sería entonces esa manera de percibir la alteridad
de la que se pueda decir, efectivamente, que no es racista? Pierre-André
Taguieff se mantiene más que evasivo sobre la respuesta a esta pregunta. Sin
embargo, el diferencialismo auténtico la responde.
Un enclaustramiento
imaginario
En efecto, si el mundo moderno representa el momento
histórico de la dislocación de las comunidades arraigadas, ¿por qué no admitir
la sinceridad de la protesta engendrada por esta situación, una protesta cuyo
motor no sería de ningún modo un racismo “enmascarado”? Los sufrimientos que la
sociedad moderna inflige tanto a los individuos como a las comunidades, ¿son
acaso más tolerables que los que provocarían un enclaustramiento imaginario del
individuo en una comunidad dada?
Este tema del encierro en una comunidad o una cultura
constituye lo esencial de la argumentación de los detractores del
diferencialismo. En el origen de este encierro se encontraría una
absolutización de las diferencias, que instalaría una situación de
incomunicabilidad entre las culturas. Esta absolutización conduciría a una
categorización fija de los individuos en un tipo ideal intangible e inmutable,
una esencia.
La historia, sin embargo, nos enseña lo contrario. El
régimen antropocultural bajo el que ha vivido la humanidad hasta hoy se ha
visto más marcado por el arraigo que por el desarraigo. Durante este largo
periodo en que los hombres han vivido en comunidades arraigadas, los
intercambios culturales, artísticos y comerciales no han cesado jamás. Dicho de
otro modo: la realidad de unas diferencias culturales vividas no ha implicado
nunca en la historia ningún tipo de encierro, ninguna absolutización de las
diferencias. ¿Por qué debería producirse tal cosa hoy y no antes? En realidad,
esta crítica que se dirige contra el diferencialismo es una pura abstracción
cuyas conclusiones no tienen ningún fundamento real (histórico). Como indica
Marc Augé, «las culturas 'trabajan' como la madera verde y no constituyen nunca
totalidades acabadas (por razones extrínsecas e intrínsecas)».
Al margen de estas evidencias históricas, la identificación
entre diferencialismo y racismo adolece de algunas carencias teóricas. En
efecto, una diferencia no puede ser absoluta sin dejar de ser una diferencia:
si así fuera, se convertiría, precisamente, en un absoluto. Ahora bien: si de
los diferencialistas se dice que rechazan la idea de absoluto porque se oponen
al universalismo contemporáneo (que no es lo mismo que oponerse a la idea de lo
universal), ¿cómo podrían entonces erigir las diferencias en absoluto sin
derogar sus propios principios? «Quien dice diferencia –escribe Alain de
Benoist–, dice, en efecto, posibilidad de comparación entre conmensurables: se
difiere respecto a un Otro percibido como diferente. Una diferencia erigida en
absoluto no es, por tanto, una diferencia. A partir de ese momento, la
contradicción se adueña de todo el análisis: si el elogio de la diferencia y
del derecho a la diferencia no se enuncian en el registro de lo absoluto, la
acusación cae por sí misma; si hay absolutización, entonces no hay “diferencia”
–y “discurso diferencia-lista”, tampoco–. En cuanto al apartheid, se olvida un poco deprisa que lo que le caracteriza
concretamente no es tanto una separación voluntaria por ambas partes como una
separación impuesta y aparejada a una dominación».
Así, oponerse a considerar la diferencia como un absoluto
significa, implícitamente, plantear la diferencia como una condición necesaria
para el intercambio y la comunicación: para dialogar con un Otro, hace falta
que ese Otro exista. Para que exista, no es cuestión evidentemente de reducir
lo Otro a lo Mismo, como tampoco es cuestión de acorazar a lo Mismo para
prevenirle contra lo Otro. Hacer el elogio de la diferencia significa aceptar
la posibilidad de una multiplicidad de modos de estar en el mundo, reconocer
que existen tantas modalidades de sentido como culturas particulares. Lo que
permite a una comunidad hacer la narración de sí misma y poseer un relato
identitario que la arraigue a la vez en su ser y en el conjunto de la
humanidad, es precisamente la percepción específica que esa comunidad tiene del
mundo. Cada pueblo, cada cultura habita el mundo de una manera que le es
propia, y por la manera en que se objetiva su identidad en el mundo, una
cultura da testimonio de su papel de productora de sentido.
A todo esto, Taguieff responde que el diferencialismo
conduce sin embargo a la negación del Otro por un camino oblicuo: al apoyarse
sobre una concepción desigualitaria de la humanidad, el diferencialismo negaría
cualquier común medida entre los diversos conjuntos antropoculturales. Así, el
diferencialismo “podría implicar” (continuamos moviéndonos en el impalpable
terreno de las intencionalidades) masacres idénticas a las perpetradas por el
racismo clásico –ya sea de exclusión, ya de dominación–. Dicho de otro modo: no
sólo heterofilia y heterofobia se confundirían, sino que, todavía más, habría
exterminios en nombre del derecho a la diferencia. Bonito ejemplo de
razonamiento aporético. A menos que se trate, lo que parece más verosímil, de
una voluntad de mantener un pie en el campo polémico para justificar un proceso
de intenciones y una postura sospechosa. Pero el autor de La fuerza del prejuicio
pasa entonces, insensiblemente, de lo descriptivo a lo predictivo.
Diferenciar no es
jerarquizar
La relación igualdad/desigualdad no implica un juicio de
valor de tipo superior o inferior. Diferenciar no es jerarquizar. La diferencia
se mantiene en el terreno del hecho, no del valor. Es un hecho que no tiene
valor implícito. Decir, como hace Taguieff, que una diferencia sólo admite
consideración en el marco de un juicio de valor, supondría que hay un referente
común a todas las diferencias y que esa referencia se plantea arbitrariamente.
Pero, entonces, ¿qué elegir? ¿Cómo elegir? ¿Quién elige? Precisamente es a tal
elección, juzgada imposible sin violar sus principios, a lo que el
diferencialismo se opone. ¿Acaso es posible acceder a la alteridad profunda del
Otro, penetrar en su ipseidad radical? El universalismo imperialista –militar,
económico, religioso o humanitario– no ha dado prueba de ello, más bien al
contrario.
El imposible
universalismo
Curiosamente, cuando Pierre-André Taguieff ataca violentamente
la vulgata antirracista insistiendo en el hecho de que los antirracistas pasan
por alto el hecho comunitario, y cuando describe, siguiendo a Marienstras, la
pertenencia a una comunidad como la mediación necesaria entre la pertenencia
del individuo al género humano, o incluso cuando se pregunta si «la
ininteligibilidad del prójimo no será el signo de que su alteridad debe ser
preservada, la indicación de que el prójimo debe ser amado como a él mismo y no
como a mí mismo...», en todos estos casos, Taguieff adopta netamente un punto
de vista diferencialista. Nada en estas posiciones le distingue del
diferencialismo auténtico. ¿Qué pasa entonces con la acusación de racismo
dirigida contra el diferencialismo? Es imposible mantener esa acusación
peyorativa «cuando el derecho a la diferencia es netamente presentado como un
derecho (de los pueblos a disponer de sí mismos y a conservar su identidad), y
no como una obligación impuesta (¿Por quién? ¿En nombre de qué?); cuando la
diferencia es igualmente presentada por lo que es, y no como un absoluto (en
cuyo caso dejaría de ser una diferencia); cuando el principio se defiende con
igual vigor en beneficio de todos los grupos y no sólo en beneficio del grupo
al que pertenece quien lo enuncia; cuando, además, esa diferencia no se centra
en datos biológicos, étnicos o raciales. Cuando todo esto es así, se entiende
mal en nombre de qué puede ser deslegitimado el “discurso diferencialista” por
la atribución de la etiqueta “racista”, salvo, por supuesto, que se considere
fruto del “racismo” una propensión tan general, tan universal, como el deseo de
todo grupo humano de perpetuarse en el futuro sin solución de continuidad mayor
respecto a lo que ha sido ya».
Como para evitar estas contradicciones y estas preguntas,
Taguieff se pronuncia por un “universalismo difícil” susceptible de aportar el
último obstáculo frente a todos los racismos. Difícil de fundar, ciertamente,
este universalismo que no sería aquel etnocentrismo occidental matarife o
nivelador, que no sería prolongación del universalismo de “las tres M”
(misioneros, militares, mercaderes); difícil de pensar este universalismo, que
no sería sino un particularismo con pretensión universal; difícil, en fin, este
universalismo que habrá de ser capaz de borrar los estragos provocados por su
predecesor, del que la historia guardará siempre memoria.
Taguieff reconoce, por otra parte, los peligros del
universalismo tal y como lo ha concebido hasta hoy Occidente: «La pretensión
progresista no es aquí sino el método de seducción más oportunista al servicio
de la voluntad de destruir el género humano, por la realización terrorista de
la unidad cultural absoluta de la especie humana. Tal es el universalismo que
hay que rechazar absolutamente. Pero el universalismo imperial no puede ser
confundido con la exigencia de universalidad, de la que es en realidad una
falsificación». Piadosos votos: hoy se han confundido.
El hombre occidental moderno, al proclamar su desarraigo de
toda pertenencia (conquista de su autonomía como sujeto), cierra los ojos al
hecho de que en realidad está viviendo un arraigo bajo una forma que se
pretende universal y realiza así el ideal universalista de las sociedades de
consumo (Hannah Arendt). «En una palabra –escribe Robert Legros: el
retraimiento o el desarraigo constitutivo del hombre universal es la ilusión de
un desarraigo, porque atestigua la inscripción en una época. (...) El
desarraigo tal y como es concebido por el hombre moderno es intrínsecamente
contradictorio». El universalismo, al que es sumamente fácil adherirse, porque
no presenta ninguna exigencia (ni existencia) concreta, no ha tenido nunca otra
plasmación histórica que no fuera esa falsificación. Una falsificación
sumamente arrogante, segura de poder identificarse con el bien y la verdad, que
considera las diferencias culturales como lamentables supervivencias arcaicas
que obstaculizan la generalización del modelo occidental. Modelar al Otro a su
imagen y semejanza, tal es la aspiración del universalismo; tal es la manera en
que se representa y concibe al Otro. Y si el Otro fuera demasiado diferente,
inmediatamente se convertirá en sospechoso de oponerse a los valores
universales.
Ni siquiera el recurso a la ética kantiana permite
desprender de este universalismo dictatorial un universalismo ético. Para Kant,
el imperativo moral es un imperativo categórico, una acción necesaria conducida
por agentes racionales. Para ser racionales, esos agentes deben buscar para sí
mismos la mayor autonomía posible y, por consiguiente, deben proceder a su
desarraigo de toda humanidad particular para llegar a una humanidad absoluta
–inhumana, podríamos decir–. O sea que el universalismo de la razón supone,
históricamente, una racionalización universal: hay que deformar la realidad
hasta que se identifique con lo racional. Kant pretende llegar al universal
absoluto a través de la acción racional de sujetos supuestamente racionales en
sí.
Este universalismo abstracto reduce al hombre al rango de
individuo. Tal interdependencia entre el universalismo y el individualismo
tiene una consecuencia práctica, y es que la vida política cambia de objetivo:
ya no se trata de la construcción de un modelo de sociedad, sino de la búsqueda
de una libertad cada vez mayor del individuo. Así, lo social ya no reside en el
principio del mayor bien para el mayor número de personas, sino en cada agente
racional de la sociedad. Así las cosas, ¿por qué sorprenderse o inquietarse,
como hacen la mayor parte de los intelectuales del consenso, por la retirada
del ciudadano de la vida política, cuando esa retirada se inscribe en la lógica
del desarrollo de las sociedades modernas, en las que universalismo,
individualismo, igualitarismo y derechos humanos forman el sistema ideológico
hegemónico de nuestra modernidad cultural? «El individualismo –escribe Jean-Luc
Nancy– es un atomismo inconsecuente que olvida que el átomo se inscribe en un
mundo».
Pasión sin límites por la vida privada, búsqueda frenética
de satisfacción para un ego sobredimensionado, característico del narcisismo contemporáneo.
¿Por qué sorprenderse, pues, si la sed de igualdad de las sociedades
democráticas ha conducido a la reducción de las representaciones de la
alteridad y de su aceptabilidad? Ya no importa el Nosotros, lo único importante
es que el Yo esté en el centro. Un narcisismo cuya dimensión filosófica podemos
aprehender con la metáfora del espejo: la imagen del individuo moderno es
reflejada en el espejo de lo social, que le da forma humana, pero la priva de
materia, de sustancia. Esta abstracción del individuo es el límite idealista
del desarraigo de toda pertenencia. No-pertenencia, pues, abstracta, que
incorpora una cierta moral, un humanismo de vieja dama llena de buenos
sentimientos, pero que carece de toda reflexión sobre la dialéctica del
individuo y la comunidad, de la comunidad y la humanidad e incluso sobre la
suspensión de la existencia en común. Tales carencias son problemáticas, porque
«si hay que poner al individuo por encima de la comunidad, ¿cómo hacer para no
poner a la comunidad por encima de la humanidad?».
El individualismo, que se halla en el origen de los procesos
de exclusión modernos, opera una crítica del racismo basada en una concepción
antiesencialista de la comunidad, sin percibir que él mismo se fundamenta en un
esencialismo. En efecto, ¿qué diferencia hay entre el absoluto del grupo y el
absoluto del individuo? El individualismo se pretende liberador, pero es
alienante: «Algunos ven en su invención (la del individuo) y en su cultura, si
no el culto, sí el privilegio insuperable gracias al cual Europa habría
mostrado al mundo la única vía para emanciparse de las tiranías y la norma con
la que medir todas las empresas colectivas o comunitarias. Pero el individuo no
es más que el residuo de la desgracia de la disolución de la comunidad. Por su
naturaleza (...) el individuo demuestra ser el resultado abstracto de una
descomposición». Una descomposición que el individualismo metodológico no puede
admitir, porque éste parte de la hipótesis de que los conjuntos colectivos son
el producto de la acción de los individuos. Así, el todo resultaría de la suma
de las partes.
Por el contrario, nosotros pensamos que la suma de los
individuos no basta para dar sentido a un todo (un Nosotros), ni tampoco que
tal suma contenga la totalidad de los entes de ese todo. Al considerar que la
comunidad sólo tiene sentido a través de la adición de los individuos que la
componen, el individualismo moderno demuestra ser inseparable del
igualitarismo, a través del cual se realiza, otorgando así a quien es radicalmente
Otro un estatuto de inaceptabilidad. Cuando Nietzsche escribe que «nada se
opone tanto a los instintos del rebaño como la soberanía del individuo», lo
hace pensando que el individualismo significaría un cierto apego a la
diferencia, perdida en el proceso de masificación. Ahora bien, lo que se
produce es exactamente lo contrario: la cohesión del todo –un todo fácilmente
concebible como una figuración de la humanidad– reposa sobre la idea de
igualdad, de mismidad. ¿Cómo podría no ser heterófobo semejante individualismo,
que arrasa la diferencia? Al contrario, el individualismo aparece como el
verdadero pedestal ideológico del racismo contemporáneo.
Los derechos del
hombre sin calidad
De la misma manera, es posible inscribir la ideología de los
derechos humanos, forma moral del individualismo moderno, en una perspectiva
heterofóbica. Por principio, a todos los hombres, sean cuales fueren sus
arraigos, les conciernen sus mandamientos. Dicho de otro modo: los derechos
humanos no son una invención local (occidental), sino un precepto
universalmente válido, amablemente puesto a disposición de los pueblos hundidos
en las tinieblas del particularismo. La negación de la relatividad cultural
toma, aquí, una forma generosa y "abierta", que favorece la amnesia
occidental sobre las terribles consecuencias, humanas y culturales, de su
voluntad hegemónica. A propósito de los derechos humanos, Jean Baudrillard
escribe muy justamente: «Ya no sabemos hablar del Mal. Lo único que sabemos es
proferir el discurso de los derechos humanos -valor piadoso, débil, inútil,
hipócrita, que reposa sobre la creencia iluminista en la atracción natural del
bien, sobre una idealidad de las relaciones humanas (...) ¿Hay que ver en la
apoteosis de los derechos humanos la ascensión irresistible de la estupidez,
esa obra maestra en peligro que sin embargo promete iluminar el fin de siglo
con todas las luces del consenso?». Incluso Alain Finkielkraut duda cuando ve a
los defensores del partido intelectual «que hablan de los derechos humanos,
pero que no se preocupan lo más mínimo por la tierra, ni por los animales, ni
por su prójimo. Así, ¿qué superioridad moral, qué superioridad intelectual
tienen sobre nadie? ¡Ninguna! Y eso es lo que realmente me ha hecho comprender
la validez insuperable de la tesis del relativismo cultural».
Para estos derechos humanos, el arraigo es la instancia
represiva de una naturaleza humana que revela su ser profundo a través de un
universalismo con aspecto de verdugo de los pueblos y de las culturas. Si el
elogio de la diferencia legitima una separación de lo que difiere, que
supuestamente conduciría a una versión del apartheid, ¿qué decir de los
derechos humanos y de su elogio del individuo, si no es que legitiman la
reunión por la fuerza de aquello que por naturaleza difiere, y desembocando,
esta vez concretamente, en una versión colonizadora-exterminadora de los
diferentes modos de estar en el mundo?
El espíritu de las Luces está en la base de este rechazo a
que el Otro sea verdaderamente Otro. Los balbuceos del etnocentrismo se
remontan al momento de la identificación de la Razón con la razón occidental.
Este proceso de identificación se ha equipado con la base ideológica de una
convicción más extensa, a saber: la del progreso indefinido de la humanidad.
Concepción evolucionista de la historia que conducirá a Jules Ferry a declarar
que «las razas superiores tienen el deber de proteger y guiar a las razas
inferiores». Alain Finkielkraut apunta bien cuando señala que «el universalismo
de las Luces puede llevar a un racismo militante, exactamente igual que el
romanticismo ilimitado». Por su parte, Luc Ferry se indigna ante el hecho de
que las Luces sean hoy criticadas. Para él, militar en favor de la singularidad
de las culturas es cometer una especie de delito político. Desear que cada
pueblo pueda conservar las capacidades creadoras y narradoras de su identidad,
sin someterse a la humillación de la réplica mimética de una sociedad exterior
que se ha instituido a sí misma como único modelo posible, sería un neorracismo
(!). Para Tzvetan Todorov, la cuestión de la identidad cultural no plantea
problemas mayores: el arraigo en una identidad cultural «no parece tentar más
que a los regionalistas atrasados (aunque siempre peligrosos) y a los
representantes de los extremos: a la derecha, los nacionalistas; a la
izquierda, los fugitivos del tercermundismo». En su versión jacobina, el
racismo heterófago también tiene sus dinosaurios. Frente a la diversidad de las
culturas, algunos prefieren una cultura de masas que, ataviada con los hábitos
de la democracia, agita el sonajero de los derechos humanos como garantes de un
supuesto diálogo entre culturas. Un diálogo que, en realidad, no es sino una
modalidad de la aniquilación de éstas: «La cultura de masas que hoy se extiende
es también un efecto de ese ideal de metodicidad que las Luces han instituido,
un triunfo de la razón instrumental, de la técnica; en el fondo, se trata del
triunfo del método en el interior del mundo de la diversión».
El neocosmopolitismo
nivela por lo bajo
Las Luces, la Razón, el individualismo, los derechos
humanos... ese parentesco de una cierta heterofobia moderna estaría incompleto
si no se dijera nada del cosmopolitismo, esa lastimosa farsa –y no hablamos
aquí de aquella gran idea del siglo XVIII, sino de su pálida caricatura
parisina del fin del siglo XX–. Ideal igualitario del mestizaje construido en
torno a clichés y lugares comunes, el neocosmopolitismo se extasía ante las
bondades del melting-pot. Cocinas
exóticas, músicas venidas de otros mundos –más apreciadas a medida que se
occidentalizan–, look indumentario...
ése es el resumen de cuanto, a sus ojos, significa el diálogo entre culturas:
el intercambio de simulacros, de gadgets, de apariencias. Promesa de un
“carnaval planetario” (Pierre-André Taguieff) donde las culturas quedan
rebajadas al rango de mercancías de consumo y los pueblos al de clientes. A
propósito de ese exotismo descarriado, Taguieff escribe: «Se trata de un vulgar
antirracismo neo-turístico, condimentado con ideas-Kodak sobre los queridos
otros e injertado en un populismo mezclista tan poco sugestivo como el
populismo purista de los nacionalistas xenófobos. Un nuevo avatar de aquello
que Segalen llamaba la degradación del exotismo, la diversidad insípida». Los partidarios
del cosmopolitismo apelan a la mezcla de razas y culturas. ¿Pero de qué mezcla
estamos hablando, cuando lo que por todas partes se impone es un único modelo?
La mixtura racial no ha dado lugar hasta el momento a ninguna cultura
particular –a no ser la del Occidente liberal, donde el intercambio cultural
sólo es la guinda de la tarta del intercambio mercantil. Para Luc Ferry, «el
cosmopolitismo tampoco se opone aquí al nacionalismo ‒aunque sea preciso
afirmar que el momento del desarraigo de los códigos heredados precede al
momento de la tradición: sin el desarraigo no habría creación, no habría
innovación, y la huella de lo propiamente humano se desvanecería».
A esta idea, según la cual el cosmopolitismo representaría
el ideal de la comunicación entre las culturas, conviene oponer el punto de
vista etnológico defendido por Claude Levi-Strauss: «No es posible fundirse en
el gozo del Otro, identificarse con él, y mantenerse diferente. Plenamente
lograda, la comunicación integral condena, más tarde o más temprano, la
originalidad de su creación y la de la mía. Las grandes épocas creadoras fueron
aquellas en que la comunicación era suficiente para que unos interlocutores
alejados se estimularan mutuamente, sin ser por ello demasiado rápida o frecuente
como para que los obstáculos, indispensables tanto entre los individuos como
entre los grupos, se redujeran hasta el punto de que unos intercambios
demasiado fáciles igualaran y confundieran su diversidad». He aquí claramente
descrita la situación en que, precisamente, ya no estamos, y que convierte al
neocosmopolitismo en cómplice de la heterofobia ambiente.
Alain Finkielkraut, al evocar las manifestaciones
nacionalistas en los países del Este, describe muy bien la impostura del
cosmopolitismo cuando escribe que «si calificamos como tribal la sed de
identidad que se apodera hoy de las viejas colonias del imperio totalitario, no
es porque seamos cosmopolitas, sino porque la gran idea del cosmopolitismo se
ha degradado hasta convertirse en shopping planetario, y porque hemos reducido
el hombre universal a un Walkman Sony [hoy sería un smartphone], vestido con jeans
Levi's y una camisa Lacoste».
Por otra parte, este cosmopolitismo “mezclista” [del francés
melangiste] postula la posibilidad de
una comunicación total entre las culturas. Esta idea, según la cual es posible
llegar a una perfecta transparencia entre lo que difiere, encuentra su
conceptualización en una ética de la comunicación promulgada como el próximo
horizonte universal de la razón. Se proyecta así fundar un nuevo humanismo
racional que permitiría una comunicación entre no importa qué agentes. En tal
perspectiva, que funda su atractivo sobre la presunta neutralidad de la
comunicación, los distintos mundos se abrirían unos a otros. Pero para que esto
sea posible, es preciso borrar previamente toda diferencia que pudiera
obstaculizar la construcción de esta comunidad comunicacional. Semejante utopía
finge ignorar los factores polémicos y agonísticos de la propia comunicación.
Así pues, para que esta ética comunicacional exista haría falta purgar
previamente toda antinomia y todo conflicto. Es decir, que hay que suponer un
consenso preexistente. Y aquí el razonamiento se vuelve circular: el consenso
(o sea, la uniformización de las representaciones) es a la vez causa y
consecuencia de la comunicación; tal consenso permitiría al mismo tiempo que la
comunicación salga adelante. Irenismo de la concepción habermasiana, que desvía
la cuestión moral hacia una metafísica de la razón comunicacional, que sólo
tiene sentido en aquellos grupos convencidos de que el desarraigo de toda
identidad particular es condición necesaria para el éxito de la ética de la
discusión.
Al rechazar subjetividad y alteridad radical, esta
concepción de la relación/intercambio, aplicada a las culturas, legitima a fin
de cuentas la racionalidad tecnoeconómica en su papel de laminadora de las
identidades colectivas. No es raro que Luc Ferry, igualmente partidario de la
ética de la comunicación, se irrite tanto con las ideas que Deleuze y Guattari
expresan sobre esta filosofía comunicacional. Ideas que resumen lo esencial:
«La filosofía de la comunicación se agota en la búsqueda de una opinión
universal liberal como consenso en el que encontramos de nuevo las percepciones
y afecciones cínicas del capitalismo en persona». Taguieff ejerce una crítica
comparable de estos nuevos clérigos cuando escribe que «las raíces del
intelectual desarraigado se reducen a su exigencia de universalidad, confundiendo
su identidad colectiva con ese horizonte universal que se desplaza en él: este
sujeto es una pura instancia de proposición de problemas válida para todos en
general y para nadie en particular. Podríamos preguntarnos si acaso no
estaremos aquí ante la ilusión del intelectual “sin ataduras ni raíces”, núcleo
de la ideología profesional de los intelectuales. El “nosotros” de los
intelectuales antirracistas/antifascistas se proyecta en tanto que esencia de
la humanidad, pretende ser la encarnación de la raza pensante».
En esta figura del intelectual encontramos de nuevo los
mecanismos de esa heterofobia llena de buena conciencia, gustosamente
antirracista y favorable a la instauración de un diálogo-entre-las-culturas,
que prefigura el advenimiento de una civilización mundial pacificada. El
problema es que, como ha dicho Levi-Strauss, «no puede haber una civilización
mundial en el sentido absoluto que habitualmente se confiere a este término,
pues la civilización implica la coexistencia de culturas que ofrecen entre
ellas el máximo de diversidad e incluso consiste en esta coexistencia». Es la
respuesta de la experiencia a la utopía.
¿Arraigo o desarraigo
en la cultura?
El núcleo del problema, cuando hablamos de la oposición
entre pertenencia y desarraigo, es la cuestión de la existencia de una
naturaleza humana. ¿Existe tal naturaleza? Recusar la idea de naturaleza humana
implica que toda naturalización es una alienación cuyos términos opuestos son
el arraigo o el individualismo. Dicho de otro modo, hemos de optar entre dos hipótesis:
o bien se considera que el hombre, al no ser nada por naturaleza, sólo se
define en tanto que hombre por su inscripción en una forma particular de
humanidad, y entonces la naturaleza humana consistirá en expresar su humanidad
a través de un arraigo; o bien creemos que lo que constituye la humanidad del
hombre es su autonomía individual, y entonces tenemos una humanidad que sólo es
accesible si arrancamos al hombre de esa naturalización por pertenencia. Es la
vieja querella entre el romanticismo y las Luces, que hace del arraigo o del
individualismo una norma insuperable.
Para los defensores del individualismo, hay una anterioridad
(e, in fine, una superioridad) del individuo sobre la cultura, y eso
justificaría la desaparición de la comunidad como lugar donde se ejerce la
cultura. Este individualismo abstracto querría separarse de la materia,
sustraerse a la realidad. Como hemos visto antes, tal concepción casi
inmaterial del individuo fundamenta la condición humana en la emancipación de
cualquier pertenencia que no sea la pertenencia a sí mismo. Para llegar
libremente a la verdadera humanidad del hombre, sería preciso desatarse de
todos los lazos que pueden unirnos a una forma particular de humanidad.
Igualmente inaceptable es esa concepción del arraigo que
esencializa un tipo ideal en detrimento de la emergencia de la persona. Aquí la
persona ya no existe, sólo existe el modelo de humanidad que esa persona
encarna por su arraigo particular. Se trata de una concepción abstracta de la
comunidad cuyo principal postulado, esta vez, es que para llegar a la verdadera
humanidad del hombre hay que separarse de todo aquello que pudiera conducir a
una “desolidarización”, aunque sólo fuera parcial, respecto a la comunidad.
Esta doble abstracción/esencialización lleva a concluir que
la idea de una naturaleza humana resulta ser un obstáculo para la percepción de
la realidad. Por tanto, desde el punto de vista diferencialista sería un error
tomar partido radicalmente por el desarraigo contra el arraigo, o a la inversa.
En efecto, si la pertenencia no impide en modo alguno el proceso de
individuación que empuja a un individuo a mostrarse como una persona distinta
al grupo, este proceso tampoco exige la condición de un desarraigo previo. Por
nuestra parte, preferimos considerar que la condición humana es una categoría
imposible, y que todas esas manifestaciones que se toman habitualmente por
expresiones de la naturalidad, son de hecho modalidades culturales y sociales
de la realidad. Así, mantenemos, simplemente, que la persona concreta, el ser
singular, no debe ser confundido con el individuo moderno abstracto, que no es
más que una figuración de la angustia provocada por la explosión de las
comunidades arraigadas.
Yo no existo sin el
Otro
Si, como escribe Ricoeur, «la hermenéutica del Yo se
encuentra a igual distancia de la apología del Cogito y de su destitución», es
decir, a igual distancia de Descartes y de Nietzsche, o incluso a igual
distancia del culto del Ego y de su negación, puede deducirse que la comunidad
no tiene como único fin el ofrecer a sus miembros el marco de afirmación de una
identidad personal, sino que debe permitir también que se efectúe una identidad
narrativa que reenvíe a su propia esencia. Esa distinción entre identidad
personal e identidad colectiva puede traducirse, con ayuda del vocabulario de
Ricoeur, como identidad-ipse e identidad-idem: «La identidad, en el sentido de
idem, despliega ella misma una jerarquía de significaciones, (...) y cuya
permanencia en el tiempo constituye el grado más elevado, que se opone a lo
diferente, en el sentido de lo cambiante, lo variable. Nuestra tesis constante
será que la identidad en el sentido de ipse no implica ningún aserto que
concierna a un supuesto núcleo no cambiante de la personalidad».
Esta distinción introduce la dialéctica de las identidades
del Yo y el otro. En otros términos, una identidad es una relación de Yo y Yo,
pero también de un Yo y un Otro. No hay posible relación con el otro si no hay
previamente una identidad que ofrecer a su comprensión. En ese sentido, la
cuestión que nos plantea la representación del Otro, hoy en día, es la
siguiente: ¿Cómo ser uno mismo en un mundo donde todos los días se nos invita a
imitar a Otro que es diferente de uno? Identidad y relación son consustanciales
a la idea diferencialista. Si las diferencias no existen, o no son admitidas,
lo que resulta de ahí es un estado de incomunicabilidad. En efecto, sin
identidad que ofrecer o sin identidad que recibir, no hay comunicación. Para
que exista una comunicación con quien es diferente a uno, es preciso que cada
agente pueda reivindicar una identidad que le permita ser sujeto de su palabra
asignando al otro una identidad correlativa. Todo intercambio es ante todo la
expresión de una necesidad de reconocimiento. Lipiansky demuestra que la
psicología social no dice otra cosa: «La identidad resulta de una dialéctica
constante entre lo mismo y lo otro, dos nociones que se implican mutuamente y
que son el fundamento de la conciencia de sí». Esta realidad del juego de las
identidades se ve confirmada por «la experiencia (que) revela también un lazo
de identificación profunda del individuo con el grupo en tanto que objeto
imaginario, lazo que esclarece tanto las características de la identidad
subjetiva como los procesos grupales».
Por tales razones, la individualidad absoluta se hace
impracticable, desde el momento en que la individualidad singular sólo puede
aprehenderse en la relación entre diversas alteridades; de hecho, la
disociación de la cuestión de la identidad colectiva y de la identidad singular
es un engaño. Esa es sin embargo la apuesta que hacen los turiferarios del
individualismo moderno al plantear que el individuo puede existir por sí solo
al margen de cualquier pertenencia a una identidad colectiva particular. A
partir de ahí, comprendemos mejor, con Lipovetsky, que «tras la deserción
social de los valores y las instituciones, la relación con el Otro sucumbe
según la misma lógica al proceso de desafección». La modernidad occidental, al
prohibirse pensar el mundo exterior a ella misma, no está en condiciones de
comprender lo que le es totalmente Otro; queda prisionera de una seudorrelación,
un seudointercambio entre ella misma y sus clones.
La inverosímil inconsecuencia de esta modernidad es el creer
que el racismo, incluidas sus formas más brutales, le es ajeno, cuando en
realidad es ella su fuente ideológica. «El racismo –escribe Baudrillard– no
existe mientras el Otro es otro, mientras el Extranjero sigue siendo
extranjero. Comienza a existir cuando el Otro se transforma en diferente, es
decir, peligrosamente próximo. Es ahí cuando se despierta la veleidad de
mantenerlo a distancia». Jean-Pierre Dupuy ha desarrollado un análisis
comparable: «¿Cómo es posible no ver que de lo que los hombres tienen miedo es
de la indiferenciación, y ello porque la indiferenciación es siempre el signo y
el producto de la desintegración social? ¿Por qué? Porque la unidad del todo
supone su diferenciación, es decir, su puesta-en-forma jerárquica. La igualdad,
negadora por principio de las diferencias, es la causa del miedo mutuo». Por
tanto, el sentimiento de pérdida de identidad engendra un repliegue sobre sí
mismo que puede ir hasta la agresividad contra los otros. Y las observaciones
factuales llevadas a cabo por la psicología social confirman este análisis:
«cuando un individuo (o un grupo) atraviesa una crisis, cuando se siente puesto
en causa o está en búsqueda de una unidad y una cohesión, es cuando se plantea
el problema de su identidad». Así pues, hay fundamento para hablar tanto de una
necesidad como de un deseo identitario, del mismo modo que es perfectamente
absurdo afirmar que habría tantos racismos como grupos que afirman su
especificidad. Tal es sin embargo el argumento de aquellos para quienes toda aspiración
identitaria induce a un esencialismo. Así, como todo racismo es en su principio
un esencialismo, el diferencialismo, al esencializar las identidades
colectivas, sería un racismo. Razonamiento viciado que pretende hacer creer que
una cultura no tiene más alternativa que el etnocidio –dirigido contra el Otro
o contra sí misma– o la xenofobia.
Por otra parte, no debemos perder de vista que la
idealización de la comunidad (étnica, cultural, religiosa o nacional) es
igualmente indefendible, porque una comunidad idealizada (y racionalmente
proyectada) no es en definitiva sino el lugar de proyección fantasmagórica de
formas ideales de socialidad que sin duda no han existido jamás. Estas formas
de idealización comunitaria expresan una enfermedad identitaria; son puras
sustituciones de una identidad que se ha hecho problemática y por la cual se
piensa que basta invocar la historia para que renazca. En tal caso, la
comunidad se convierte en un relato nostálgico suscitado por su propia
desaparición. Es igualmente la trampa donde cae una forma de lo sagrado
netamente empobrecida, propia de la sociedad moderna. Se trata aquí de efectuar
un retorno sobre la historia y convocarla como proveedora de una identidad para
el tiempo presente. “Idolatría de los comienzos” que pretende hacernos creer
que de tal modo es posible fundar el presente.
La llamada en socorro del pasado para salvar un presente que
se hunde es una actitud corriente hoy en día. Los monumentos son clasificados,
las ceremonias conmemorativas de todo pelaje pretenden ingenuamente dar sentido
al aquí y ahora, los museos nunca han sido tan numerosos, ni los aniversarios
de grandes hombres desaparecidos. Todas estas formas de fijación rígida o de
folclorización de la cultura y de la memoria, a contrario, vienen a recordarnos
que nuestra época no ha creado nada grandioso (a excepción del caos). Ya no
somos capaces de vivir el presente bajo otra forma que no sea la de la
conmemoración. Lo que esta concepción de la comunidad olvida es que la
capacidad para relatarse a sí misma asegura a una comunidad y a su identidad
profunda su presencia en la historia y no fuera de ella. Hoy el hombre moderno
ya no habita la historia: la estudia. J.-L. Nancy ha descrito muy bien la
relación entre comunidad e historia: «La historia no debería ser entendida a
través de la cuestión del tiempo y aún menos a través de la idea de causalidad,
sino más bien a través de la noción de comunidad y del ser-en-común. Porque la
comunidad es en sí misma histórica».
Al negarse a ver en la heterofobia a uno de sus “hijos
terribles”, las sociedades modernas se condenan a ver proliferar aquello mismo
que pretenden combatir vigorosamente: la negación del Otro. Hannah Arendt decía
que el hombre no es ni totalmente el miembro de una especie, ni totalmente el
ejemplar de un modelo, porque la existencia humana es siempre singular. Lo
colectivo no podría pues excluir lo singular, y viceversa. La vida de las
culturas y de los hombres funciona sobre el doble principio del arraigo y de la
singularidad. Ya va siendo hora de que nuestros piadosos moralistas y
exorcistas de toda clase, tan prestos a declarar la guerra a cualquier racismo
imaginario, se den cuenta. Mejor que demonizar a los cuatro vientos, deberían
sondear a esa mentalidad moderna a la que sistemáticamente descargan de toda
responsabilidad en la formación y el mantenimiento de uno de los indicadores
más netos del disfuncionamiento de las sociedades occidentales. A saber: el
racismo. ■ Fuente: Éléments