La libertad liberal no es, evidentemente, la única forma posible de
concebir la libertad.
Sabemos ya, desde Benjamin Constant, todo lo que opone la
libertad de los Antiguos, entendida como la facultad de poder participar en la
vida pública, a la libertad de los Modernos, definida como el derecho a
liberarse de ella. Otra manera de comprender la libertad es la republicana o
neorrepublicana, designando aquí estos términos la tradición política que va de
Tito Livio y Maquiavelo hasta James Harrington, hasta llegar a autores como
Quentin Skinner y John Pocock. Si, para los liberales, la libertad se define
como lo que escapa a toda interferencia susceptible de obstaculizar las
elecciones individuales, para los republicanos la libertad se define como
“no-dominación” y no se limita nunca, por principio, a la esfera individual: no
puedo ser libre si la comunidad política a la que pertenezco no lo es. Esta
concepción, que concibe a la sociedad como un campo de fuerzas cuyo itinerario
nunca se da por adelantado, implica evidentemente la primacía de lo político,
lo único capaz de imponer y garantizar la libertad de un pueblo o de un país.
La libertad republicana va a la fuente de la sociedad en tanto que tal,
mientras que la libertad liberal la ignora totalmente.
Es precisamente en esta corriente neorrepublicana que se inscribe el
sociólogo Michel Freitag, a quien debemos una crítica de fondo de la libertad
liberal, cuyo principal mérito es el de religar directamente la noción de
libertad con la del imaginario simbólico. Freitag, precisa Daniel Dagenais,
“aclara, para empezar, y contra toda la tradición filosófica estrechamente
moderna, todo lo que la libertad debe a las condiciones primordiales, por
arraigada que esté en la autonomía de la vida. Además, si la libertad se hace
posible por la apertura que permite el acceso a lo simbólico, si por tanto
constituye un atributo humano por excelencia, Freitag no deja de insistir en el
arraigo histórico sustancial de lo simbólico en las formas concretas de
sociedad”.
La libertad no viene, en efecto, del imperio de las ideas puras. No es
una abstracción, sino que, por el contrario, siempre está concretamente
situada. Interrogarse sobre la libertad es, en primer lugar, preguntarse, a la
vez, por sus límites (una libertad incondicionada está totalmente vacía de
sentido) y por sus condiciones de posibilidad ―y reconocer, a continuación, que
se crea y se mantiene, ante todo, por la acción histórica y política, y que en
este sentido no es tanto un asunto de justicia, en el sentido jurídico del
término, como un asunto de opción política y de voluntad. “El sujeto, escribe
Freitag, no puede emanciparse al mismo tiempo de todos sus anclajes
particulares sin despojarse de su íntima humanidad y de todo lo que en ella, y
a través de ella, es accesible y apropiable de manera concreta”. Esto significa
que, como en Hannah Arendt, la libertad no debe fundarse sobre el individuo,
sino sobre la relación social por la cual se construye el mundo: toda libertad
es la manifestación de una forma de ser concreta que la supera
ampliamente.
Sin embargo, para el liberalismo, el hombre, lejos de estar constituido
como tal por sus vínculos con los demás, debe ser pensado como un individuo
desvinculado de toda pertenencia constitutiva, es decir, fuera de todo contexto
cultural o sociohistórico. El liberalismo no opone tanto la libertad a la
prohibición o a la dominación como a la determinación que haría que el
individuo no fuera completamente libre en sus elecciones. La libertad liberal
rechaza, de entrada, toda determinación, especialmente aquellas que derivan del
anclaje histórico o de la pertenencia cultural, no elegidas voluntariamente.
Reposa, en este sentido, sobre lo que Jacques Dewitte ha llamado la “negación
de lo que ya existe”. John Rawls, por ejemplo, explica que la elección de la
forma de implementar la justicia debe hacer bajo un “velo de ignorancia”
haciendo abstracción de todos los factores contingentes de la identidad
individual (pertenencia etnocultural, situación social, sexo, etc.). De ahí
resulta que lo que es presentado como programa de emancipación frente a todo lo
que podría obligarnos a ser cualquier cosa, desemboca, en realidad, en la
explosión de las subjetividades y en el choque de egos. Alasdair MacIntyre
recuerda que, “desde un punto de vista individualista […] yo soy lo que elijo
ser”. Esta es la razón por la cual es difícil también tener en cuenta, en el
lenguaje del individualismo moral, los sentimientos de obligación que podamos
sentir, cuando no los hemos elegido, hacia nuestra familia, nuestra comunidad,
nuestro país, nuestro pueblo, etc. Desde un punto de vista liberal, estos
sentimientos ligados a una pertenencia que se sitúa por encima de nosotros
mismos, son ilusorios, no tienen razón de ser porque carecen de sentido.
“Uno de los problemas filosóficos a los que se enfrenta necesariamente un
Estado liberal, escribe Jean-Claude Michéa, proviene del hecho de que excluye,
por definición, cualquier noción de devoción a su comunidad de pertenencia y, a
fortiori, cualquier idea de sacrificio (a imagen, por ejemplo, del resistente).
Cuando la “patria está en peligro”, el Estado liberal no puede entonces contar
con ninguno de sus ciudadanos para asegurar su defensa poniendo en peligro su
vida”. Michéa señala también que el lema liberal “ni patria, ni frontera”,
complemento natural del “dejar hacer, dejar pasar”, parece haber aparecido por
primera vez en 1777, en un libro del fisiócrata Guillaume-François Le Trosnem.
Por lo tanto, el liberalismo no tiene fundamentalmente nada que objetar al
mundialismo, en tanto que éste está en consonancia con su universalismo
intrínseco (el individuo-universalismo) y que contribuye, por definición, a la
limitación de las soberanías políticas nacionales.
Ernest Renán decía que una nación es un alma, un principio espiritual.
Para el muy liberal Bertrand Lemennicier, miembro de la sociedad Mont-Pelerin y
vicepresidente de Asociación por la libertad económica y el progreso social, la
nación no es, por el contrario, nada más que un “fetiche político
inencontrable”, un “concepto sin contrapartida en la realidad”, una
“representación de algo que no existe”. Francia, escribe, “es simplemente un
agregado de seres humanos […] ¿Cuál puede ser el comportamiento propio de un
grupo si no es el comportamiento de los miembros que componen ese grupo? ¿Cómo
una sociedad puede tener valores o preferencias independientemente de las de
sus miembros que la constituyen? No tiene nada de esto […] No debemos confundir
el sentimiento de pertenencia. No se pertenece a una nación, a un territorio o
a un Estado, que son inexistentes, sin alienar su libre arbitrio y su condición
de ser humano en tanto que ser humano” [sic]. No se plantea, desde ese momento,
que sea necesario, en ciertas circunstancias, morir por defender la patria: “No
podemos sacrificar nuestras vidas a una abstracción que no tiene existencia en
sí misma”. El autor, como puede verse, no se pregunta, ni por un instante, si
los derechos inalienables que atribuye a los individuos no son, ellos mismos,
abstracciones que no tienen existencia en sí mismos. Pero las cosas, al menos,
se dicen claramente.
También es significativa la posición de la mayoría de los liberales sobre
la cuestión de la inmigración. El liberalismo aborda esta cuestión en una
óptica puramente económica: la inmigración se resume en un aumento del volumen
de mano de obra y de la masa potencial de consumidores gracias a los individuos
que vienen de otros lugares, lo que, en cualquier caso, es positivo. Se
justifica, además, por el imperativo de la libre circulación de las personas,
los capitales y las mercancías, y permite también ejercer una presión a la baja
sobre los salarios de los autóctonos. Un millón de extraeuropeos se instalan en
Europa, pues sólo es un millón de individuos que vienen a sumarse a otros
millones de individuos. El país de acogida, considerado como un simple agregado
de individuos, alberga a un cierto número de agentes económicos suplementarios.
Se razona así como si los hombres fueran intercambiables ―lo que efectivamente
son si sólo se tiene en cuenta la dimensión económica y contable de las cosas―
olvidando de paso, como lo recuerda con razón el historiador Gilles Richard,
que “el inmenso crecimiento de las desigualdades a escala planetaria en razón del
neoliberalismo triunfante es lo que provoca las oleadas migratorias”.
Para un liberal como Joseph Carens, la inmigración no debe ser regulada,
porque esto violaría el principio liberal según el cual no se puede aceptar la
utilización de los aspectos contingentes de la identidad de los individuos,
comenzando por su origen o su pertenencia sociocultural, para legitimar el
“trato desigual”. El estatuto de ciudadano, estando generalmente determinado
por elementos contingentes, debe ser considerado como arbitrario. John Ramis
considera también que cada cual debe ser libre para instalarse allí donde
desee. Esta es también la posición de los libertarianos (Murray Rothbard, David
Friedman, Tibor R. Machan), para quienes cualquier regulación de la inmigración
atentaría contra la soberanía de los individuos.
Milton Friedman, por su parte, consideraba que la mejor manera de acabar
con la inmigración sería desmantelar completamente el Estado-providencia, lo
que tendría por efecto acabar con las prestaciones sociales. Friedman olvida,
sin embargo, que en este caso las primeras víctimas serían precisamente las
capas sociales más pobres de la población autóctona. No veía, además, que para
la mayoría de los inmigrantes el elemento más atractivo no son tanto las
prestaciones sociales como la diferencia salarial entre el país de origen y el
país de acogida. En cuanto al economista liberal Gary Becker, éste encontró una
solución perfectamente acorde con su utilitarismo, proponiendo, simplemente,
hacer pagar a los inmigrantes una tasa de entrada en una cantidad por
determinar, lo que conllevaría la ventaja de que entrasen sólo los más ricos,
medida de control de precios que hace pensar irresistiblemente en el
"derecho a contaminar" que algunos economistas proponen hacer pagar a
las empresas multinacionales más ricas.
Los comunitaristas, por el contrario, reconocen que el Estado tiene el
derecho, y a veces el deber, de reglamentar, de restringir o de prohibir la
inmigración por la razón de que, pasado un cierto umbral, socaba los hábitos
culturales, los modos de vida, en resumen, las costumbres de la población de
acogida, con riesgo sobre su identidad y la amenaza de desestabilizar su
cohesión social, reposando esta última, en gran parte, sobre la confianza que
los socios se depositan mutuamente, la cual es ampliamente dependiente de la
posibilidad de reconocerse en sus vecinos y de identificarse con ellos.
El liberalismo, como hemos visto, rechaza la idea de que hay cosas o
valores que pueden considerarse intrínsecamente buenos, incluso cuando muchos
individuos las acepten. El Estado liberal se abstiene, por principio, de todo
juicio concerniente a la forma en que la gente elige vivir. No tiene que
decidir entre las concepciones concurrentes en materia de moral, no debe
contribuir a dar un sentido a la existencia, no tiene que fomentar ciertas
actitudes y desincentivar otras ―salvo si unas u otras vienen a contradecir los
derechos de los demás. El gobierno, señala Robert Nozick, debe ser
“escrupulosamente neutral frente a sus ciudadanos”. Originariamente, el
liberalismo esperaba poder pacificar la sociedad y poner término a las guerras
de religión, atribuyendo al Estado una posición de neutralidad axiológica
fundada sobre los mecanismos impersonales del derecho y del mercado. La idea
subyacente era que las pasiones y los valores no pueden, atizando los
conflictos, más que dividir a la sociedad, mientras que el “dulce comercio”,
alimentado por el egoísmo racional y por la sola persecución de intereses
privados, era intrínsecamente pacificador. Sin embargo, podemos pensar que, en
esa época, el liberalismo todavía estaba preocupado en no deteriorar de forma
irremediable el tejido social. No podía darse cuenta de que la desafección de
los poderes públicos en materia de normas y costumbres había conducido a una
desvinculación social todavía más formidable, porque ninguna sociedad puede
mantenerse sobre la única base del contrato jurídico y del intercambio
mercantil.
Esta neutralidad era, por supuesto, ampliamente ficticia y artificial, y
en gran medida artificial, y no pueden asimilarla a un puro relativismo:
incluso si la consideran legítima como opinión, ningún liberal puede estimar
una proposición liberal y una proposición antiliberal son del mismo valor. Al
liberalismo, además, le resulta difícil considerar todos los valores como
iguales, puesto que hace de la libertad individual un valor supremo. Cuanto es
atacado, no duda en defenderse ―y, con el pretexto de exportar sus principios a
todo el mundo, no renuncia a las guerras preventivas. Vemos aquí los límites de
su “pluralismo”. Contrariamente a las apariencias, la neutralidad no favorece
el pluralismo, sino la destrucción de las referencias y el desvanecimiento del
sentido que otorga la vida colectiva.
Para Aristóteles, la justicia consiste en atribuir a cada cual lo que se
merece (lo que implica determinar quién merece qué); para el liberalismo, ello
consiste en asegurar que todos disfrutan de iguales derechos. Son las dos
concepciones diferentes de la justicia, la primera ordenada al bien, mientras
que la segunda es indiferente respecto a los fines. Toda la cuestión consiste,
entonces, en saber si los derechos de los que habla el liberalismo pueden ser
justificados solamente por la “justicia”, es decir, sin presuponer la menor
concepción del bien. Aquí, lo que frecuentemente no se ve, es que el Estado
liberal, en razón precisamente de la neutralidad axiológica que reivindica, no
puede, de ninguna manera, limitarse a sí mismo. “No puede completarse realmente
más que como derecho a tener derechos, extensible hasta el infinito […] La
cuestión de saber cómo acordar libertades rivales en un mundo de individuos
supuestamente egoístas se convierte (desde entonces) en algo insoluble
filosóficamente. Esta es la razón por la que, bajo la gestión liberal de las
sociedades, la guerra de todos contra todos está destinada a extenderse
indefinidamente”.
La neutralidad política frente a las diferentes concepciones del bien
está también en el corazón de la lógica del mercado, que no comporta,
evidentemente, ningún juicio sobre las preferencias que satisface, tal y como
está en el fundamento jurídico del liberalismo doctrinal. Sin embargo, la
“neutralidad” del mercado no es más que aparente, porque existen muchas
circunstancias en las que el intercambio mercantil modifica incluso hasta la
naturaleza del propio bien intercambiado (pensamos, por ejemplo, en la venta de
los “derechos para contaminar”, o en la simple transformación de un bien
particular en objeto de consumo). Además, tiene consecuencias gravísimas tanto
desde un punto de vista político y sociológico como antropológico, puesto que
pretendiendo hacer abstracción de todas las convicciones éticas, filosóficas y
religiosas de los miembros de la sociedad, y haciendo de la igualdad de las
libertades individuales el único fundamento legítimo de la justicia, rompe con
la idea tradicional según la cual el bien público común pasa, ante todo, por
una toma en consideración de las concepciones del bien en el debate político.
¿Cómo extrañarse, desde ese momento, de la incapacidad de las sociedades liberales
para legislar, de forma coherente, sobre las “cuestiones sociales” (bioética,
procreación asistida, matrimonio homosexual, inmigración, etc.) que implican
inevitablemente un juicio en términos de moralidad sustancial?
Es a la luz de lo anterior que podemos entender la naturaleza exacta del
capitalismo que, lejos de ser un mero sistema económico, vinculado a la
propiedad privada de los ingresos y de los capitales, es un “hecho social
total” (Marcel Mauss) del que deriva la forma fetichista que toman las
relaciones sociales en las sociedades liberales. La sociedad de los individuos
es naturalmente una sociedad de mercado, porque la ilimitación del deseo y la
inflación de los derechos responden a la ilimitación que es el principio mismo
de la reproducción del capital. El “hombre económico” se dirige a maximizar su
interés como la Forma-Capital se dirige a maximizar el beneficio: ambos buscan
aumentar la única categoría del “tener”. No favorecen la felicidad y el
bienestar, sino que, por el contrario, las hacen más problemáticas, puesto que
implican la insatisfacción permanente y el desencadenamiento de la rivalidad
mimética. “Un sistema fundado sobre la rivalidad mimética y cuya única
obligación decía Marx, es la de producir por producir y acumular por acumular”,
señala Jean-Claude Michéa, sólo puede favorecer la guerra de todos contra todos
y conducir así a la disolución de todos los fundamentos colectivos de la
felicidad individual y del bien común”. “El capitalismo no es simplemente un
modo de producción, escribe por su parte Alfredo Gômez-Muller, sino también, y
sobre todo, un régimen de confinamiento del ser humano en el recinto cerrado de
una racionalidad puramente instrumental y calculadora orientada hacia la
finalidad absoluta de la posesión acumulativa”. El capital es, en primer lugar,
una relación social, que conforma un imaginario específico e implica formas de
vivir, pero también de concebir el mundo. Esto es lo que no ven aquellos que
piensan que es un sistema filosóficamente neutro y que, por tanto, no es
posible reformar, modificar o conciliar con los valores que se le oponen
radicalmente.
El rasgo fundamental del capitalismo no es, por tanto, la explotación
abusiva del trabajo vivo. Su característica fundamental, desde que se considera
como fundador de un orden social que no es, de hecho, sino un desorden
establecido, es su orientación hacia una acumulación sin fin, en el doble
sentido de la expresión: proceso que no se detiene nunca y que no tiene otra
finalidad que la valorización del capital, sistema donde todo excedente se
utiliza para reproducirse y aumentarse a sí mismo ―lo que Marx denominaba “el
capital como valor que se valoriza en el circuito de su existencia”. La
actividad de apropiación privativa y acumulativa de lo real, humano y no
humano, así planteada en la raíz del comportamiento del hombre, supone una
representación general del mundo como un objeto susceptible de ser, de un
extremo a otro, apropiable, calculable, explotable. La lógica de expansión del
capital no difiere en nada, en el fondo, del proceso de arrasamiento técnico
del mundo que Heidegger llamaba el Gestell
o la Machenschaft. Percibido como un
objeto desprovisto de sentido intrínseco, el mundo es interpretado como
fundamentalmente explotable; está censado a devenir rentable y fuente de
beneficios, es decir, en “valor” en su sentido económico. Es esta ilimitación,
tanto en la teoría como en la práctica, lo que hace del capitalismo un sistema
basado en la desmesura (hybris), en
la negación de todo límite, solamente preocupado por producir siempre más valor
para aumentar y valorizar cada vez más el capital.
Pero el hecho de que la filosofía liberal de la acción implique la
primacía de la economía no sólo induce a una obsesión por el crecimiento y la
expansión sin fin del mercado. También alimenta una concepción orientada y
vectorial de la historia de un tipo bastante comparable al de los grandes
sistemas historicistas del siglo XI engendrados por la ideología del progreso.
“La economía política, observa David Djaïz, se basa en el postulado de un
proceso de producción indefinida, que lleva, en su equipaje, el crecimiento, el
progreso técnico y el perfeccionamiento de la humanidad. Favorece las
representaciones lineales y teleológicas de la historia”. Contribuye, además,
al etnocentrismo occidental, que tiende a socavar, por todas partes, los
fundamentos de las sociedades tradicionales, puesto que lo que hoy caracteriza
más a Occidente “es el capitalismo en tanto que imposibilidad de permanecer
dentro de una frontera, como paso más allá de toda frontera; es el capitalismo
como sistema de producción para el que nada es imposible, excepto no ser, en sí
mismo, más su propia finalidad”. (Continuará…)