Kévin
Boucaud-Victoire ha publicado el libro «Misterio Michéa», un ensayo en el que
analiza la obra de Jean-Claude Michéa, autor cuya originalidad de pensamiento
le ha convertido en uno de los pensadores más iconoclastas de nuestra época.
Como usted explica en
la introducción, para un cierto público Michéa se ha convertido en un pensador
de culto. ¿Qué es lo que le vale esta calificación?
Creo
que hay que tomar esta idea con pinzas. La gran mayoría de la población no sabe
quién es Michéa y, aunque sus ventas progresan, todavía no ha publicado ningún
best-seller. Pero, en efecto, Michéa ha adquirido una cierta notoriedad entre
un público fiel, hasta el punto de que hay gente, sobre todo entre los jóvenes,
que se declaran como “michéistas”. Esto se explica por dos cosas. En primer
lugar, la originalidad del pensamiento de Michéa. En una época caracterizada
por ser un verdadero “desierto de la crítica”, por parafrasear a Renaud Garcia,
y por una victoria del “consenso liberal”, el filósofo desentona.
Michéa
es, pues, uno de los últimos representantes de una crítica radical del
capitalismo, que tiene en cuenta tanto los aspectos económicos como los
aspectos culturales y antropológicos de este sistema. La otra dimensión es que
el filósofo es una puerta de entrada hacia otros pensadores originales: Orwell,
Debord, Castoriadis, Pasolini, Ellul, Lasch, Clouscard, etc. Los lectores
serios de Michéa descubren toda una tradición intelectual de pensadores
radicales.
Pero Michéa es, según
usted, mal comprendido tanto por la izquierda como por la derecha. ¿Cuáles son
los contrasentidos que se hacen habitualmente sobre su obra?
De
hecho, yo comparo a Michéa con Marx ‒sin olvidar que el pensamiento de este
último es más rico que el del primero. Parafraseando a Michel Henry: “El
marxismo es el conjunto de contrasentidos que se han hecho sobre Marx”.
Michéa
es frecuentemente percibido por sus detractores y sus defensores ‒que no le
hacen así ningún servicio‒ como un reaccionario o como un auténtico conservador
(Laetitia Strauch-Bonart o Chantal Delsol), calificativos que él rechaza. Le
han hecho pasar incluso por un inspirador de la “Manif para todos”, cuando es
bastante evidente que la mayoría de los integrantes de este movimiento ni
siquiera lo ha leído y que el matrimonio homosexual está lejos de ser uno de
sus caballos de batalla. Además, muchos piensan que el filósofo se opone, por
principio, a todas las reformas “societales”, que serían necesariamente liberales.
En realidad, Michéa piensa que son importantes, pero “que no deberían
imponerse a las clases populares sobre las únicas bases de la ideología
liberal, es decir, situándolas bajo el único punto de vista del derecho
abstracto y axiológicamente neutro de todos sobre todo”. Él se opone, así, a las
reformas societales que se sitúan en una lógica liberal, es decir, que
refuerzan el individualismo, la atomización de la sociedad y la influencia del
mercado o de la tecnología sobre nuestras vidas. Es el caso de la
liberalización de la prostitución y del mercado de las drogas, del trabajo en
domingo, de las cuotas étnicas, de la “procreación médicamente asistida para
todas” o de la gestación subrogada. Pero no hay que olvidar que el pensador
estima que ninguna sociedad decente puede adaptarse al racismo, al sexismo o a
la homofobia, cuyos testimonios son las numerosas citas de Pasolini sobre la
cuestión.
En
fin, Michéa se define como un “socialista fiel al principio de una sociedad sin
clases, fundada sobre los valores tradicionales del espíritu del don y de la
ayuda mutua”, así como un “demócrata radical”. Se opone a la explotación, a la
dominación y a la alienación. Aunque Michéa no sea progresista, es bastante
difícil hacer de él un conservador.
Las críticas más
virulentas vienen, incluso, de la izquierda. ¿No piensa usted que Michéa nutre
hoy con sus lecturas a una parte de la derecha?
La
derecha aprecia, generalmente, más al panfletario que el pensador. Michéa es lo
bastante fuerte como para burlarse de las incoherencias de la izquierda.
Heredero intelectual de George Orwell, reprocha a la izquierda su implícito
desprecio por las clases populares y sus tomas de posición pequeñoburguesas.
Añadamos que, además, le gusta maltratar los tótems de la izquierda: Mayo
del 68, Bourdieu o Foucault. Para una parte de la derecha, esto es bienvenido,
a condición de silenciar algunas partes de su pensamiento filosófico: la
dimensión socialista evocada siempre por Michéa.
Por
otra parte, el antiguo profesor recuerda frecuentemente que cuando una cierta
derecha retoma su crítica de Mayo del 68 ‒que Michéa no rechaza en bloque, pues
defiende la herencia situacionista‒, aquella debe ocultar las consecuencias
económicas derivadas del acontecimiento, a saber, la extensión del liberalismo.
Además, el filósofo no es anti-Ilustración, aunque invite a una crítica
dialéctica de la misma. Según Michéa, hay que defender los aspectos
igualitarios y libertarios y rechazar los aspectos individualistas y
alienantes. Por eso, hay también una pequeña parte de la izquierda social,
libertaria y decrecentista que se inspira en Michéa. En fin, si para Michéa es
imposible “superar el capitalismo por su izquierda”, tampoco es posible hacerlo
“por su derecha”. Rechaza, por tanto, ambos campos ideológicos, para situarse
en el plano de la lucha de clases y, en consecuencia, de la defensa de las
clases populares.
Uno de los temas
predilectos de Michéa es su crítica del liberalismo. ¿Qué tiene de original?
Es
comúnmente admitido que existen dos liberalismos: un liberalismo político y
cultural mayoritariamente defendido por la izquierda y un liberalismo económico
defendido por la derecha. Para Michéa, los dos no son más que uno, porque se
juntan lógicamente. Lo resume así: “La filosofía liberal siempre presenta un
doble pensamiento o, si se prefiere, un cuadro con doble fondo: de una parte,
un liberalismo político y cultural (por ejemplo, el de Benjamin Constant o el
de John Stuart Mill), y de la otra, un liberalismo económico (por ejemplo, el
de Adam Smith o el de Frédéric Bastiat). Estos dos liberalismos constituyen, en
realidad, las dos versiones paralelas y (lo que es más importante)
complementarias de una misma lógica intelectual e histórica”.
Para
explicar lo que debe entenderse por esto, hay que volver a las definiciones de
los dos liberalismos, consecuencias, para Michéa, de las guerras de religión herederas
de la Ilustración. Tenemos, en primer lugar, el liberalismo político, que se
funda sobre la idea de que cada cual debe poder vivir “como quiera”, bajo la
única reserva de que él no “perjudique a los demás”. Es, por tanto, generador
de un liberalismo cultural. Para este último, cada cual debe ser totalmente
libre para elegir el modo de existencia que le conviene. El filósofo considera
que esta lógica conduce inevitablemente a la “desagregación de la humanidad en
mónadas, cada una con un principio de vida particular y un fin particular” y a
la “atomización del mundo”, según las palabras de Friedrich Engels. Los
partidarios de estos liberalismos se encuentran entonces enfrentados a la
obligación filosófica de buscar, en la esfera del derecho abstracto, un
principio de mínima armonía que, por sí solo, pueda evitar que el liberalismo
cultural no conduzca mecánicamente a aislar a los individuos unos de otros,
bajo una forma inédita de la vieja “guerra de todos contra todos”, que
precisamente el liberalismo intentaba impedir mediante la juridización de las
relaciones humanas.
Para
Michéa, no existe más que una sola solución: adoptar el lenguaje comercial “Cuando
se trata de dinero, todo el mundo es de la misma religión”, explicaba Voltaire.
El “dulce comercio” de Montesquieu, es decir, el intercambio comercial, aparece
entonces como el único fundamento antropológico posible de una sociedad que, de
partida, se proponía solamente proteger las libertades civiles y la paz civil.
Por el contrario, el liberalismo económico exige la extensión sin fin del
mercado y el levantamiento de todos los tabúes morales y culturales que lo
obstaculizan. Se reúne, así, con el liberalismo cultural.
El liberalismo, ¿es
realmente un bloque? ¿No puede hacerse una distinción entre liberalismo
cultural y liberalismo económico? ¿O, al menos entre el librecambismo
mundializado y el liberalismo nacional regulado por las fronteras y las medidas
proteccionistas?
Estas
distinciones pueden verse a corto plazo, pero no a largo plazo. Se puede, en
efecto, defender el liberalismo económico sin defender el liberalismo cultural,
y a la inversa. Solo que al establecer uno de ellos, aun sin quererlo, se
establece el otro. Además, hemos conocido un “liberalismo nacional regulado por
fronteras y protecciones”. Sólo que ahora, con un cierto grado de acumulación
de capital y de saturación de los mercados nacionales, este sistema acaba por
mundializarse. Esto es lo que sucedió en los años 1970-80, con lo que algunos
llamaron el “giro neoliberal”.
En
efecto, para sobrevivir, el capitalismo ‒es decir, el “liberalismo realmente
existente”‒ tiene siempre la necesidad de ir hacia adelante, que es el concepto
de “crecimiento”. Pero todavía los mercados nacionales encuentran límites. ¿Qué
pasará cuando todo el mundo esté equipado con los mismos automóviles,
electrodomésticos y dispositivos tecnológicos? La verdad es que siempre hay
innovaciones y nuevos productos, el capitalismo siempre busca nuevas soluciones
y nuevos mercados mundiales.
Cuando Michéa critica
en bloque a la izquierda, hace una distinción entre ésta y el socialismo. ¿Cuál
es la diferencia?
Para
Michéa, “el socialismo es, por definición, incompatible con la explotación
capitalista. La izquierda, desgraciadamente, no”. De hecho, para él, la
división decisiva no estaría entre la derecha y la izquierda, sino entre los “azules”,
los “blancos” y los “rojos”. Los primeros agruparían a los burgueses
partidarios de la “razón”, el “progreso” y los derechos humanos. Son las
fuerzas liberales y republicanas. Los segundos designarían a los aristócratas,
reaccionarios y conservadores, nostálgicos del Antiguo régimen. Los últimos, en
fin, serían los socialistas, nacidos del movimiento obrero y de la Revolución
francesa. Como los “azules”, son herederos de la Ilustración. Las ideas de
emancipación de igualdad y de libertad, están en el centro de su discurso.
Denuncian, por el contrario, el individualismo y la atomización llevada a cabo
por la burguesía. En este aspecto, pueden acercarse a los “azules”, Pero
contrariamente a éstos, ellos no mantienen ninguna nostalgia por el Antiguo
Régimen.
La
alianza entre los “rojos” y los “azules”, que dará nacimiento a la izquierda
moderna, no se opera hasta 1899, en pleno affaire Dreyfus. El peligro de una
toma del poder por la derecha reaccionaria, anti-dreyfusiana, así como el rechazo
de toda injusticia, motiva esta elección. En 1902, el “bloque de las izquierdas”
gana las elecciones legislativas. Sin embargo, los socialistas libertarios
rechazan esta alianza con la burguesía republicana y progresista. Por ello, “la entrada de los socialistas en
los gobiernos burgueses no es, como se cree, una conquista parcial del Estado
por los socialistas, sino una conquista parcial del partido socialista por el
Estado burgués”.
Así,
el socialismo termina por integrarse perfectamente en la izquierda,
especialmente gracias al Frente popular y al antifascismo. Hasta el punto de
que los dos terminan por confundirse. Pero Michéa considera que la izquierda
dominante ha vuelto al campo de la burguesía progresista. Además, la izquierda
tiene tendencia a concentrarse en las cuestiones llamadas “societales” y a
despreciar las cuestiones sociales. Evidentemente, hay que matizar estas
palabras. La Francia Insumisa de Mélenchon, por ejemplo, no ha caído en este
defecto. Es por estas razones que Michéa considera que los herederos del
movimiento obrero tienen todo el interés en separarse de la izquierda burguesa.
En esta lógica, la unión de la izquierda o la reagrupación de un “pueblo de
izquierda” no es más que un señuelo engañoso.
Michéa se dice
defensor del “populismo”. ¿Qué definición hace del populismo?
Como
Christopher Lasch, Michéa se sitúa en la órbita de los “narodniks” rusos (gente
del pueblo) y del “People´s party” americano (o “Populist party”). Oponían un
socialismo agrario al socialismo industrial de los marxistas. Al final de su
vida, incluso Marx encontró interesante a estos movimientos y escribió a sus
principales teóricos. El populismo americano, menos revolucionario que su
homólogo ruso, denunciaba el mundo de la finanza, la corrupción de los
políticos, la traición del ideal democrático americano, y defendía a los
campesinos, a los obreros, a los pequeños productores y a los “oprimidos”,
cualquiera que fuera su “raza”. Detrás del populismo de Michéa hay una voluntad
de refundar el socialismo en torno, no sólo del proletariado, sino de las
clases populares, que también comprenden a los empleados asalariados, las
clases medias inferiores, los campesinos y los artesanos. Para Michéa, la
asimilación del populismo a la demagogia y a la xenofobia, por una parte
importante de la izquierda, del mundo mediático y de los intelectuales
universitarios, es un síntoma más del desprecio del pueblo y de la democracia.
A Michéa le gusta
calificarse de “anarquista-conservador”. ¿Es realmente conservador? ¿Es
realmente anarquista?
Como
Orwell, del que toma esta expresión, Michéa no es realmente ni anarquista ni
conservador. Esta expresión, ante todo, es “una fórmula deliberadamente
provocadora, una piedra alegremente lanzada contra el jardín intelectual de la
izquierda biempensante de nuestra época”. Pero, para el filósofo, es también
una sensibilidad, que juega un importante rol en la formación de las ideas, y
que tiene dos dimensiones. Combina el “sentimiento legítimo de que existe, en
la plurimilenaria herencia de las sociedades humanas, un cierto número de
logros esenciales que deben preservarse”, con “un agudo sentido de la autonomía
individual (o colectiva) y con una desconfianza, a priori, hacia todas las
relaciones de poder”. Si bien para Michéa el “anarquismo-conservador” no forma
una familia política, sí que es una sensibilidad compartida por muchos
intelectuales, en general socialistas, a veces cristianos. Por citar sólo a
algunos: Pasolini, Camus, Simone Weil, Proudhon, Chesterton, Paul Goodman,
Debord, Lasch, Ellul, Arendt, Walter Benjamin, Günther Anders, Jaime Semprun o
Castoriadis.
Pero
Michéa también puede ser considerado como un “anarquista-conservador” por otra
cosa. Para él, toda revolución debe contener un “momento conservador” y un “momento
anarquista”. Michéa cree que, en las fuentes revolucionarias se encuentra, con
frecuencia, “el deseo de proteger las cosas antiguas que conduce a las
transformaciones más radicales”.
Algunos de sus
admiradores ven en Michéa a un gurú. ¿Existe realmente un sistema de
pensamiento Michéa?
Intento
precisamente demostrar que el interés del filósofo se sitúa más en las críticas
que proyecta sobre nuestra sociedad que en las pistas o las soluciones. La obra
de Michéa es, ante todo, una invitación a redescubrir una tradición intelectual
antiliberal marginada por el marxismo-leninismo y olvidada a causa de las
victorias universitarias del “deconstructivismo” y del “estructuralismo”. A
continuación, nos invita a un análisis intelectualmente exigente de nuestros
fenómenos sociales, en los que se entremezclan causas de diferente naturaleza:
económica, tecnológica, cultural y política. ■ Fuente: Le Figaro