La
teoría de género se reclama por el feminismo ‒es, al menos, el caso de quienes
la difunden con el mayor ardor mediático. Pero, ¿realmente estamos todavía en
el universo del feminismo?
Hay que señalar que el feminismo de género no es el
mismo que aquel que luchaba por la igualdad de los sexos ‒sexos a los que se
reconocía su existencia, hay que precisarlo. Se ha pasado de la lucha contra el
sexismo a la erradicación de la diferencia sexual. No es, evidentemente, la
misma cosa. ¿Podemos concluir que hay, en el neofeminismo contemporáneo
adherido a la teoría de género, una usurpación del pasado feminista? Al menos,
para entenderlo, la lectura del libro de Levet nos describe las tensiones entre
las diferentes corrientes que hoy se reivindican del feminismo. Mientras que
los neofeministas de género hacen del uso del velo islámico una simple
expresión de las preferencias identitarias de un individuo que quiere
expresarse socialmente como es (como si la cultura no contara para nada), las
feministas tradicionales (¿deberíamos llamarlas feministas conservadoras?) se
ocupan mayormente de liberar a las mujeres reales de símbolos que representen
su servidumbre en las culturas en las que están efectivamente sometidas y/o
esclavizadas.
Cabe
señalar, sin embargo, que la crítica de Bérénice Levet se dirige al feminismo
en general, y que no duda en lanzarle algunos dardos. Se pregunta si no podemos
decir, simplemente, que el programa del feminismo clásico se ha cumplido, que
su mandato se ha completado. Levet dice las cosas claramente: “cambiar las
relaciones entre hombres y mujeres en el sentido de su igualación de
condiciones era un proyecto legítimo, pero ya ha sido cumplido. Abolir el orden
sexual sobre el que se funda la sociedad, hacer intercambiables al hombre y a
la mujer es otro muy distinto que conviene cuestionarse”. Se mofa del gran
delirio sobre el patriarcado occidental que habría que combatir, cuando ya ha
sido abatido desde hace tiempo y la igualdad entre los sexos no es puesta en
tela de juicio, incluso si, evidentemente, ninguna sociedad es absolutamente
fiel a sus ideales, lo que proporciona, sin duda, un espacio para el compromiso
político y las luchas sociales. Cosa cierta, ya no vivimos en una sociedad
patriarcal, y contrariamente a la fórmula consagrada, quizás no tengamos mucho
camino por recorrer.
El fanatismo de los
militantes de género: retrato de la izquierda religiosa
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Desde
que accedieron al reconocimiento mediático, como se constata frecuentemente,
los partidarios de la teoría de género son de una intransigencia que raya el
fanatismo. Están en guerra, en cruzada. Representan muy bien a esta izquierda
religiosa que intenta liberarnos del mal y que no permitirá a nadie que lo
impida. Su perspectiva no puede ser matizada: es la lucha del bien contra el mal
‒el bien de la utopía postsexual, el mal de la historia sexuada. ¿Por qué
atacar a los defensores del viejo orden sexuado, “heterosexista” y
“patriarcal”, el cual quieren destruir a toda costa, para que nazca ese nuevo
mundo que hará posible un nuevo hombre, sin sexo ni prejuicios, ni (añadimos)
patria ni historia, solamente ocupado con tener su identidad al día, antes de
cambiarla a la mañana siguiente? Para hacer de este mundo un paraíso
postsexual, ellos no dudarán en condenar a los infiernos a todo aquel que no
haga causa común con su entusiasmo. Tal es el precio a pagar si realmente
queremos empezar de cero.
Los
activistas de género están convencidos de haber descifrado, por fin, el secreto
de la alienación humana. Saben cómo liberar a la humanidad esclava desde la
noche de los tiempos, y no se dejarán distraer por aquellos que desean un
debate contradictorio sobre las virtudes y los límites de su filosofía. Tienen
el fanatismo de quienes creen conjugar la verdad científica y la virtud moral,
y desean, por tanto, la reeducación de la sociedad para convertirla a sus
valores. Además, ¿no es transformada la escuela en un laboratorio ideológico
que apela a inculcar esta teoría y sus mandamientos a las generaciones futuras?
El objetivo de los militantes de género es una resocialización completa de la
humanidad ‒lo que presupone, por otra parte, una previa desocialización. Es en
la escuela donde hay que arrancar a los niños sus prejuicios. Y si alguna vez
tenemos la extraña idea de enseñar a los niños las obras clásicas, hay que
buscar menos que las admiren como encontrar en ellas los estereotipos y
prejuicios que transmiten.
Pero
este fanatismo, que no dice su nombre, también se alimenta de la resistencia a
lo real. Sucede que el hombre y la mujer existen en la realidad y no solicitan
el permiso a los teóricos del género. La feminidad y la masculinidad se
exacerban incluso en aquello que tienen más caricaturesco cuando se trata de
negarlas, como lo demuestra la hipersexualización de las mujeres y la búsqueda
de una virilidad ostentosa (y terriblemente empobrecida, hay que decirlo) de
los jóvenes occidentales. Dicho de otra forma, la feminidad y la masculinidad,
cuando no son civilizadas por la cultura y las costumbres, degeneran en sus
representaciones arcaicas. Es, precisamente, el refinamiento de la civilización
lo que suaviza el intercambio entre los sexos, lo que puede hacerlos
agradables, y lo que conduce a los sexos a saberse complementarios e iguales.
Los activistas de género no se dan cuenta de que, en muchos sentidos, provocan
la exacerbación de lo que denuncian. Camille Froidevaux-Metterie, en La
revolución de lo femenino, propone, a través de una reflexión tan erudita como
brillante, una rehabilitación antropológica de lo femenino sin abandonar por ello
la perspectiva feminista.
El sexo, ¡he aquí el
enemigo!
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Pero,
¿cuál es exactamente la situación en el mundo del género, del intercambio entre
los sexos? No se trata de una cuestión banal, ¿no se trata de una cuestión de
civilización? Pero los activistas de género han logrado politizarlo
completamente, como si una vez más, toda la vida sexual tuviera que entrar en
el interior de una teoría política por las buenas o por las malas. ¿Qué hay de
la sexualidad? Porque, en el corazón de la relación entre el hombre y la mujer,
existe, bien evidente, el deseo sexual, su parte misteriosa, las pulsiones, los
impulsos y las tentativas de un sexo para complacer al otro, cada cual a su
manera, y esto desde la noche de los tiempos. ¿Habría que decir, incluso, que
de una cultura a otra los hombres y las mujeres no se seducen de la misma
forma, aunque encontremos arquetipos que parecen estar presentes en todas
ellas? Con sólo decir esto hoy, te pueden caer los peores epítetos, Los
ideólogos de género, puesto que no toleran este sutil intercambio entre los
sexos, despliegan un nuevo puritanismo para expurgar sus particulares
fantasmas. El sexo entre los sexos sería sórdido y un sistema de dominación
particularmente abyecto que debería ser desmantelado.
Es
la sexualidad misma la que está ahora bajo sospecha, como lo demuestra
recientemente la ley californiana Yes
Means Yes, que desplaza muy lejos la búsqueda de la transparencia absoluta
del deseo. Obviamente, el consentimiento es lo más fundamental en materia
sexual. El acoso debe ser denunciado abiertamente. Es incluso la cosa más
elemental. (Hay que recordarlo, la violación es absolutamente despreciable
porque no se basa en el deseo, sino en la apropiación salvaje de las mujeres
por parte de los hombres, que se aprovechan de su mayor fuerza física para
esclavizarlas]. Pero, Pero ¿debemos asimilar el acaso a la simple expresión del
deseo masculino, como sugieren aquellos para los que el más mínimo cumplido no
solicitado ya implica una agresión? ¿No hay una parte irreductiblemente
inasible y ambigua en el deseo sexual? El consentimiento excesivamente formal
se fundamenta, de hecho, en una negación de la sexualidad. Estamos siendo testigos,
incluso, de la proliferación de aplicaciones para los móviles que exigen la
formalización del consentimiento en cada una de las etapas de la relación
sexual, desde los preliminares hasta el coito ‒adiós a la seducción, la pasión,
y hola a los formularios detallados. Por ejemplo, si un hombre y una mujer
jóvenes están bajo los efectos del alcohol, el consentimiento se considera
problemático. Por lo tanto, podemos adivinar las desviaciones programadas en
una disposición legal de este tipo. ¿Deberían prohibirse las relaciones
sexuales después de los bares, donde hombres y mujeres jóvenes coquetean entre
sí, ya que el alcohol se utiliza aún más que en otros lugares como lubricante
social?
La
visión del mundo que atraviesa la ideología de género sugiere, en realidad, la
naturaleza inevitablemente depredadora y criminal del deseo masculino, que se
manifestaría en la tentación por la violación ‒esto lo dice una filósofa de
género como Beatriz Preciado, que propone una huelga de úteros para reducir y
negar el diabólico falo. Como dice Bérénice Levet, “la criminalización de los
hombres avanza a un ritmo acelerado". Es la buena relación entre los sexos
lo que peor se lleva. Así que, muy pronto, cualquiera que quiera tener sexo
tendría que llevar su formulario de consentimiento. En fin, el sexo regulado,
encuadrado, domesticado, inhibido, contenido, culpabilizado, diabolizado. Es el
contractualismo integral. Según el género, todo hombre al que le gusta seducir
y conquistar es un bárbaro violador en potencia; toda mujer que ame a los
hombres es una esclava colonizada mentalmente por un sistema avasallador.
¿Cómo resistir al
género?
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“Negar
la naturaleza por principio es hundirse en una abstracción fatal”. Es un
juicioso consejo de Levet. Podríamos añadir que la idea de naturaleza, por
difícil de concretar que sea, obstaculiza por definición la tentación totalitaria,
recordando que el hombre, cuando quiere ser demiurgo, encuentra siempre una
parte de sí mismo que no es reformable por la voluntad política, que el hombre,
ser social, no es sólo una criatura de la sociedad, que una parte de sí mismo
está y estará siempre oculta, ya sea su parte pulsional o su parte espiritual.
Una parte del hombre no se deja absorber completamente por lo social, lo que
hace que, en cualquier régimen, incluso en el más opresivo, una parte de sí
mismo resista y pueda conducirle nuevamente a la libertad. Paradoja, pero sólo
aparentemente: es en su naturaleza, en su parte socialmente inasible, donde el
hombre encuentra parte de las condiciones para su libertad.
Levet
pone los fundamentos de una crítica ilustrada del género, que pasa no por una
absolutización de la naturaleza (no se muestra conforme con aquellos que se
contentan oponiendo al género una serie de estudios biológicos o de lecturas
bíblicas), sino mayormente por una recuperación de la historia, pensada no como
un montón de prejuicios y de estereotipos, sino como un lugar que “esconde
tesoros de la experiencia”. Es a partir de un don natural que lo femenino y lo
masculino son construidos, pero es a través de la historia que ellos se
despliegan, se matizan, se reinventan. Leven tiene razón al añadir que no
teníamos que esperar a la teoría de género para aprender que existen
variaciones históricas y culturales en lo masculino y lo femenino. Si las
culturas y las civilizaciones han pensado lo masculino y lo femenino a su
manera, y si en esta diversidad de formas es la libertad humana la que se
desarrolla, ninguna, por el contrario, ha creído posible abolir estas dos
categorías irremplazables de lo humano.
Se
trata, por tanto, de volver a captar la historia y liberarla de esta visión
victimista que la reduce a la tiranía del hombre blanco heterosexual sobre el
resto de la especie humana, hoy en rebelión contra él. Levet se muestra severa
hacia el feminismo: “porque se ha empleado en repintar el pasado del
intercambio entre los sexos con los únicos colores de la dominación”.
Independientemente de lo que piensen los autoproclamados especialistas del
feminismo académico, las relaciones sociales de sexo no se limitan a la
dominación, y toda disparidad entre los sexos no se explica automáticamente por
tal discriminación. Levet se lo recuerda a aquellos que quieren hacerle un
malvado proceso: “no se trata, evidentemente, de defender los estereotipos,
sino de estar en guardia para no convertir cualquier pensamiento de la
diferencia sexual en estereotipo, en prejuicios sexistas”. Y Levet confirma su
inquietud: “todo pensamiento de la diferencia de los sexos ¿no está amenazado
de ser recalificado de estereotipo sexista?”
La
teoría de género promueve el individualismo radical y representa una tentativa
de desarraigo y de deculturación de hombres y mujeres. Está movida, incluso,
por una pulsión casi religiosa. Esta ideología pretende decretar el mundo para
recrearlo, sin que el ser humano se resista al pensamiento de lo ilimitado,
soñando finalmente con darse a luz a sí mismo, una fantasía alimentada por la
tecnología moderna, que no espera solamente mejorar la condición humana, sino
transfigurarla radicalmente. Encarna la barbarie universalista de aquellos que
creen necesario desnudar al hombre para emanciparlo. La modernidad radical cree
que la emancipación del hombre pasa por su desencarnación ‒y por una huida de
la historia.
Esta es una de las grandes victorias del siglo
pasado: la cultura ha ganado terreno sobre la naturaleza. El hombre y la mujer
han ganado en libertad. Se han despojado de los roles sofocantes que comprimían
en exceso las posibilidades de cada uno. En la teoría de género, ciertamente,
vemos una forma de individualismo radical, desjerarquizado en una sociedad
remodelada por el igualitarismo. En la teoría de género encontramos la
exigencia de que el Estado pilote, de forma autoritaria, la deconstrucción de
la cultura y el desmantelamiento de las grandes referencias identitarias que la
simbolizan. En todo aquello que el individualismo liberal-libertario ha querido
realizar, ha necesitado un Estado autoritario y terapéutico. Pero, como el
hombre, abandonado a su suerte, no quiere sacrificar su herencia ni su memoria,
los teóricos de género no dudan entonces en apelar a un inédito totalitarismo
para transformarlo en una mónada y reconstruirlo según sus fantasías
antropológicas. ■ Fuente: Argument
(Ir a La desencarnación del mundo o la teoría de género I)
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