En la psicología americana, el Estado no tiene el monopolio de la violencia legítima y la posesión de un arma de fuego revela casi un ejercicio de responsabilidad cívica. Esta relación con las armas estructura el imaginario colectivo estadounidense. Pero, recientemente, se ha empezado a asociar estas masacres con el renacimiento del supremacismo blanco.
El
fenómeno de las matanzas masivas distingue a América del resto de sociedades
occidentales. Que estas masacres se reproduzcan, una y otra vez, realmente no nos
sorprende. Con cada masacre, la clase política muestra su indignación. Todo el
mundo reza, aunque en vano, porque América termine de una vez por todas con la
cultura de la violencia.
El
norteamericano de base, ante tales tragedias, manifiesta generalmente una gran
dignidad. Pero la política se apodera rápidamente del acontecimiento y comienza
la batalla de la reinterpretación. Cada bando busca imponer la suya,
instrumentalizando los graves sucesos para servir a su agenda
político-ideológica.
Sin
sorpresas, y por razones perfectamente legítimas y comprensibles, la cuestión
del control de las armas de fuego vuelve cada vez a estar de actualidad, sin que el problema avance ninguna solución seria. América mantiene una relación
única con las armas en el mundo occidental, lo cual continúa siendo
fundamentalmente incomprensible para el resto de Occidente.
Se
trata no sólo de asegurar a cada cual el derecho a defenderse sino,
teóricamente, darle el derecho de tomar las armas contra una autoridad
potencialmente tiránica. El movimiento miliciano ha encarnado, durante mucho
tiempo, esta corriente de pensamiento. En otras palabras, en la psicología
americana, el Estado no tiene el monopolio de la violencia legítima y la
posesión de un arma de fuego revela casi un ejercicio de responsabilidad
cívica. Esta relación con las armas estructura el imaginario colectivo
estadounidense.
Pero,
recientemente, se ha empezado a asociar estas masacres con el renacimiento del
supremacismo blanco. Este vínculo quizás no sea arbitrario: en Texas, el
asesino veía en sus víctimas a invasores que debían ser abatidos. Se creía
autorizado para erradicar a un grupo humano de la superficie del globo, lo que
testimonia una mentalidad exterminadora. Sorprendentemente, el FBI sugiere que
el terrorismo de extrema derecha representa hoy la principal amenaza interna,
lo que engendra una malsana alegría para una parte de la izquierda radical que
busca extraer ventajas de la situación, incluso transformando a Donald Trump en
cómplice y responsable de las matanzas.
Visto
con amplitud, las tensiones raciales se han radicalizado desde hace algunos
años y comprometen la responsabilidad de cada comunidad. América nuca ha
logrado desarrollar realmente una conciencia colectiva postracial.
Dicho
esto, todas las masacres no están ideológicamente motivadas. El asesino de
Ohio, por ejemplo, tenía simpatías políticas muy marcadas a la izquierda, pero
para los medios ésta no parece haber sido la razón de su matanza. En otras
palabras, no deberíamos ideologizar sistemáticamente la violencia americana, a
riesgo de desnaturalizarla y condenarla sin comprender nada. La pulsión por la
muerte que invade América no es reducible a una ideología.
Esto
es lo que conduce a muchos a privilegiar la pista psiquiátrica. Hace falta
estar privado de razón para creerse en el derecho de negar la vida a varias
decenas de personas disparando al azar entre la multitud. Pero la enfermedad
mental no es una exclusividad americana, aunque no degenere en otros sitios,
tan frecuentemente, en una locura asesina.
Es
necesario conocer un poco a la sociedad americana para constatar hasta qué
punto es anómica. Conocemos las extremas brechas de riqueza que la caracterizan.
Sabemos, menos, hasta qué punto grandes categorías de la población viven en una
miseria existencial radical, desocializados y abandonados, víctimas de
numerosas patologías. En otros términos, la sociedad americana es hiperviolenta
y neurótica. Tal es la parte sombría de ese gran país.
Es
aquí donde confluye la cuestión de las armas de fuego. No importa qué
desgraciado colgado, devorado por el resentimiento y el odio al mundo, pueda
adquirir un arma que le proporcione, inmediatamente, un sentimiento de
omnipotencia. Adquiere también el derecho sobre la vida y la muerte de los que
le rodean. Pero eso no es nada para él, porque, de un golpe, puede convertirse,
durante el tiempo que dura la noticia de su crimen, en dueño del universo y en
centro de la atención mediática. Incluso se convertirá, dentro de su universo
mental, en un superhéroe, saliendo por fin de su triste anonimato. Con
frecuencia, el asesino, al final de su matanza, se suicida, como si quisiera
ser el único juez de su destino.
Estas
masacres ritualizadas se inscriben así en la cultura americana. Sirven de
modelo a mentes desarraigadas, invadidas por el mal y erradicadas del mundo
real. Toda civilización busca expulsar a los márgenes estas tentaciones, o al
menos neutralizarlas sociológicamente y eliminarlas del dominio de las
representaciones simbólicas. Ojalá sea posible que América, más cerca en sus
fundamentos del abismo de lo que creemos, logre finalmente contener las
macabras pasiones que se desencadenan en su corazón. ■ Fuente: Le Figaro