Siguiendo con su análisis de las bases
ideológicas de la ciencia moderna, el investigador Olivier Rey ha publicado un
ensayo importante sobre el transhumanismo (Leurre et malheur du transhumanisme, 2018).
Con su erudición y su claridad habituales, nos revela lo que el marketing
transhumanista quiere disimular detrás de su escaparate maravilloso: el ser
humano “aumentado” no es más que el producto de un mundo arrasado.
¿El transhumanismo, desafío del siglo, astucia de
guerra o cortina de humo?
Los tres a la vez. La fuerza del libro de
Olivier Rey no es la de contentarse con hablar del discurso transhumanista
intentando deconstruirlo con mayor o menor eficacia. Su ambición es otra: busca
demostrar en qué aspectos esa visión del progreso está alineada con un proyecto
de sumisión industrial de la naturaleza, que caracteriza a la modernidad
occidental. Y es el desastre ecológico en marcha, ese divorcio creciente con la
naturaleza, lo que prepara y provoca el “deseo transhumanista”. Así el
transhumanismo, que yo prefiero llamar el posthumanismo o, mejor todavía, el
inhumanismo, es uno de los desafíos del siglo, o incluso del milenio. Pero no
en cuanto novedad radical, sino como prolongación lógica de un progreso que se
ha vuelto loco, loco de sí mismo y que, como nuevo Narciso, corre el riesgo de
ahogarse en sus propios efectos.
Y es justamente este ahogamiento el que,
según Olivier Rey, el transhumanismo tiende a disimular. Puede ser si no su
proyecto o su función, al menos una de sus consecuencias. En nombre de un
futuro siempre mejor, el desarrollo productivista ha hecho del mundo un campo
de pruebas permanente, cada vez menos favorable a la vida. Por supuesto, si la
mayor parte de entre nosotros tuviéramos seriamente consciencia de ello,
haríamos todo lo posible para frenarlo. El transhumanismo no solo nos adormece
o nos hipnotiza, sino que nos seduce y nos agrega. De ahí la idea de engaño:
“La pérdida de confianza en el progreso debe ser compensada por promesas
extraordinarias”. ¿Cómo resistir, en efecto, desde la vida cotidiana mediocre y
sin sentido, a las sirenas de la inmortalidad? ¿Cómo no estar tentado en creer
(ya que se trata de una creencia) que la Técnica nos salvará cuando la
Naturaleza parece llegar a su fin? El transhumanismo, providencia sin
trascendencia, es atrayente porque halaga nuestro ego ya que esta vez somos
nosotros mismos, por nuestros propios medios, quienes arrancaremos el fuego de
las manos de los dioses, venceremos a la muerte, retrasaremos los límites de
nuestra condición biológica. Así, lejos de revolvernos contra una lógica
autodestructiva, ponemos otra vez en marcha la máquina infernal.
Pero el autor señala otro efecto del
transhumanismo, más insidioso: focalizando la atención mediática, aparta a los
ciudadanos tecnocríticos de una situación presente ya ampliamente problemática.
Olivier Rey cita a Jacques Ellul: “No es
más que la vieja astucia de guerra: se simula un gran ataque, con trompetas y
luces, de forma que se atraiga la atención de los defensores de la ciudadela,
aunque la verdadera operación se sitúa en otro sitio diferente y se desarrolla
de otra manera”. Estamos tan asombrados por lo que nos anuncian los
saltimbanquis de Silicon Valley que olvidamos el carácter absurdo, insoportable
e inasumible de varias condiciones de nuestra existencia actual. “Mientras
discutimos las promesas extremas y fantasiosas del transhumanismo, nos dejamos
dócilmente encerrar en una red muy real, cada vez más tupida”.
La política de la tierra quemada
El primer capítulo, titulado “¿Hay que
tomarse en serio el transhumanismo?” muestra cómo ese discurso impone poco a
poco su marca en el debate público. Tres estrategias complementarias y
sucesivas están en marcha:
1) El encantamiento: “Confiad en
nosotros, dejadnos hacer, y no tendréis nunca más sed, ni hambre, ni frío, ni
dolor, y no estaréis nunca más solos”;
2) La banalización: “Nada nuevo bajo el
sol, el ser humano ha buscado siempre, desde la invención de la rueda hasta la
de la fisión nuclear, a acrecentar su poder sobre el mundo y a emanciparse de
los límites de su estado natural”;
3) La fatalidad: “De todas formas, lo
queráis o no, la evolución de la ciencia, de la biosfera y de la sociedad
impone tales evoluciones: es ilusorio pensar que se pueda volver atrás, o parar
la máquina de la Historia, más vale encuadrar los excesos en lugar de combatir
en vano lo que ya está aquí…”.
Esta especie de resignación evoca a la
frase “There is no alternative” liberal, lo que Olivier Rey denomina el
“argumento de la tierra quemada”. Cita así a Ray Kurzweil, futurólogo
transhumanista y director de ingeniería en Google: “Después de todo, queda muy
poca naturaleza para que podamos volver, y hay muchos seres humanos. Para lo
bueno y para lo malo, estamos destinados a la tecnología”. La imagen es
reveladora: estamos “destinados” a la tecnología, simple pieza en un mecanismo
que nos supera; como una tuerca apretada por una “mano invisible”.
El autor no se frena en subrayar que el
mismo fenómeno se produce con ocasión de las revisiones regulares de las leyes
llamadas de bioética. Sobre todo con la artificialización de la procreación
cuyo discurso de legitimación ha seguido el siguiente proceso:
1) La emancipación: “Un niño cuando yo lo
quiera, como yo lo quiera”, acompañada de una aparente compasión: “Desde el
momento en que es técnicamente posible, ¿por qué privar a la gente de la
felicidad de tener unos hijos?
2) La normalización: “La procreación
biológica solo es una construcción social; hay otras formas de tener hijos”.
3) La vía de los hechos: “De todas
formas, es legal en otros lugares”.
¿De dónde viene el deseo transhumanista?
Después de haber mostrado cómo el engaño
de las promesas transhumanistas desvía la atención de lo que está en juego
desde ahora, Olivier Rey se empeña en caracterizar sus resortes. Identifica así
dos fuentes de vulnerabilidad en relación a la ideología transhumanista: por un
lado, la situación disminuida del individuo contemporáneo, a quien se le
ofrecen las seductoras perspectivas de aumento; por otra parte, el marco del
pensamiento heredado de la modernidad, en el que el transhumanismo es, a su
manera, una culminación.
El autor analiza primero los complejos
del individuo contemporáneo quien, aunque convencido de su superioridad en
relación a los humanos del pasado, se ve, mucho más que aquellos, “roído por el
sentimiento de su insuficiencia”: No se trata evidentemente de negar los
beneficios ciertos de las evoluciones aportadas por los últimos siglos, “tanto
en el plano material que en lo relativo a la libertad individual”, sino de
“tomar en consideración también las pérdidas ocasionadas”. Ya sea el hundimiento
de la biosfera (sexta extinción de masas, caos climático, contaminación
generalizada) o de la disociedad (reverso
de la satisfacción concedida a las aspiraciones individuales), que frustra a
todos en sus “instintos comunitarios”.
El balance de la modernidad es, para el
autor, globalmente problemático. “La verdad es que nunca los seres humanos
reducidos nada más que a sus fuerzas no han sido tan impotentes, no solo porque
las facultades naturales, no cultivadas, han disminuido (como el sentido de la
orientación o de la memoria) y que los saberes fundamentales (cultivar el
jardín, por ejemplo, o coser la ropa) no han sido transmitidos, sino también
porque la organización general reduce a casi nada lo que las capacidades
propias podrían hacer”. Caminar ya no es suficiente para realizar nuestras
ocupaciones cotidianas, dependemos de vehículos, individuales o colectivos,
para trabajar, alimentarnos, divertirnos, ver a nuestra familia, con todos los
problemas de atascos, contaminación, artificialización de las tierras que ello
plantea.
En cuanto a las “prótesis” tecnológicas,
basta con abrir los ojos para tomar conciencia de su carácter menos emancipador
que invasivo, cuando no liberticida: presentado como un plus destinado a
facilitar la vida, internet se ha convertido en un todo, absorbiendo una parte
creciente de las interacciones ordinarias. Así, el no estar equipado con un
teléfono inteligente nos expone hoy a vivir una especie de marginalidad social
y profesional. Además, la parte cada vez más grande de la tecnología en el
presupuesto de las familias, en detrimento de la alimentación ajustada a la
baja, donde la conexión a la red se hace más vital que la alimentación en sí
misma. Olivier Rey añade: “El transhumanismo no deja de apelar al imaginario de
la soberanía individual, pero no deja presagiar más que una radicalización de
la alienación”.
El hundimiento ecológico al que nos
enfrentamos podría transformar esta artificialización de nuestras vidas en una
necesidad vital. Es la idea misma de cyborg (cybernetic organism), noción aparecida en 1960: “modificar las
funciones corporales del ser humano para responder a las exigencias de los
entornos extraterrestres”, o a los entornos terrestres convertidos en
inhóspitos por los daños que les infligimos. “Más que de aumentos, habría que
hablar entonces de kits de supervivencia en entorno hostil”.
Del cientifismo al transhumanismo
Pero a esta “situación disminuida del
individuo contemporáneo” se conjuga la evolución del pensamiento científico en
sí mismo. Para Olivier Rey, el transhumanismo se revela ser “el horizonte de la
modernidad”. A este análisis epistemológico se consacra la mitad de la obra,
más filosófica. El autor muestra cómo la ciencia ha cambiado poco a poco de
finalidad, pasando de la comprensión a la transformación. Volviendo a la
batalla medieval del nominalismo, apunta: “Si la facultad suprema es el
entendimiento, la ciencia tendrá por fin último la contemplación: si la
facultad suprema es la voluntad, la ciencia tendrá por fin último el poder que
ella da en el mundo”. Esta evolución es, para Olivier Rey, la matriz del
proyecto moderno de dominación técnica sobre la naturaleza, que culmina con el
positivismo del siglo XIX y continúa hoy con el transhumanismo.
Para mostrar esta continuación, el autor
exhuma largos pasajes sorprendentes de Ernest Renan, una especie de ídolo de la
Tercera República. En uno de sus Diálogos
filosóficos (1876), Renan escribe: “De la misma forma que la humanidad ha
salido de la animalidad, así la divinidad saldrá de la humanidad. Hay seres que
se servirán del ser humano como el ser humano se sirve de los animales”. Esos
seres, nuevos dueños de una humanidad a dominar, se parecen a los “aumentados”
que Kevin Warwick, profesor de cibernética en la universidad de Reading, “y
primer humano en tener un chip implantado”, trabaja para hacer dominar a los
“simples humanos que no representarán, en relación a ellos, más que los
chimpancés del futuro”.
A esos “cuentos sobre el triunfo de la
inteligencia artificial”, a esas fantasías transhumanistas que no deben
ocultarnos lo que pasa realmente aquí y ahora, ante nuestros ojos, Olivier Rey
opone una resistencia, que es a la vez una desmitificación (sobre todo cuando
recuerda que el agotamiento de los recursos puede poner un rápido fin a la
huida hacia adelante en el plano tecnológico) y una sabiduría basada en la
convivialidad y la lucidez. Como dice el autor: “Para estar a la altura de lo
que viene, no son innovaciones rompedoras lo que necesitamos, ni libertad
morfológica ni implantes, sino facultades y virtudes muy humanas”. ■ Fuente: Revue
Limite