Con
la penetración mediática de la ideología antiespecista, la teoría de los
“derechos de los animales” se instala en las legislaciones. Y una vez más, el
discurso de los derechos, agitado por algunos ideólogos iluminados, se impone
como la única forma de razonamiento político y moral.
Ha
pasado mucho tiempo desde que San Agustín asegurara fríamente que los animales
no pueden sufrir, puesto que ellos no han cometido el pecado original y que
Jesucristo dejó ahogarse a los cerdos de Gadarene para hacer comprender a los
hombres que no tienen ningún deber hacia los animales. De la ley Grammont de
1850, que pretendía sobre todo defender a los caballos maltratados por su
cochero, hasta la enmienda Glavany al Código Civil de 28 de febrero de 2015,
que establece que "los animales son seres vivos dotados de
sensibilidad", de la creación de la Sociedad protectora de animales en
1845 a la Fundación Brigitte Bardot en 1986, la preocupación por la causa de
los animales no ha dejado de crecer. En la era de las “granjas de mil vacas”,
la crianza industrial en batería y otras abominaciones, tendríamos suficientes
motivos para regocijarnos de la actualidad de este tema si no fuera porque cada
vez más recae en manos de ideólogos iluminados que, lejos de servir a la causa
que defienden, proponen una caricatura tan desoladora como cuestionable. Entre
estas locuras, entre las que también podemos clasificar el veganismo, contamos
ahora con la teoría de los “derechos de los animales”.
En
ocasiones, esta teoría se apoya en silogismos del tipo: el hombre tiene
derechos, el hombre es un animal, en consecuencia los animales tienen derecho;
en otras, más frecuentemente, pero no siempre, esta teoría deriva de la
ideología “antiespecista”, cuya influencia podemos encontrar en numerosos
teóricos contemporáneos de la “ética animal”: el utilitarismo de Peter Singer,
la ética de la tara de Brian Luke, la ética individualista de James Rachels, la
teoría de los derechos de Tom Regan y Gary Francione, etc.
Los animales, humanos como los demás
El
término "especismo”, inventado por el británico Richard Ryder y
popularizado por Peter Singer, designa toda actitud que implique hacer una
distinción moral entre los hombres y los animales. El antiespecismo, por el
contrario, consiste en poner a todas las especies en un plano de igualdad, por
la razón de que “los animales son humanos como los demás”, como decía Estefanía
de Mónaco, "gran especialista" en la cuestión. Peter Singer aboga por una
“igualdad de consideración”, de la que se beneficiarían por igual, por ejemplo,
los niños y los cerdos.
El
antiespecismo implica que todas las especies valen lo mismo, pero no, hay que
señalarlo, que todas las vidas tienen el mismo valor. Peter Singer escribe que
“no es arbitrario sostener que la vida de un ser, con conciencia de sí mismo,
capaz de pensar abstractamente, de elaborar proyectos de futuro, de comunicarse
de forma compleja, etc. Tiene más valor que la de un ser que no tiene esas
capacidades”. En perfecta coherencia con esto, Singer aborda entonces la
cuestión de los “casos marginales”, afirmando que un ser humano que no tiene
conciencia de sí mismo (los niños de poca edad, los ancianos seniles, los discapacitados
mentales, los enfermos en coma, etc.) tiene menos valor que un animal normal”
‒de tal suerte que sería más lógico experimentar con los aquéllos en el
laboratorio que con estos últimos. Igualmente, dado que no hay diferencia entre
“animales humanos” y “animales no humanos”, sería más lógico dar prioridad a
los seres sensibles y portadores de intereses en relación a aquellos que no lo
son, con independencia de la consideración de la especie: en un bote
salvavidas, por ejemplo, sería más lógico sacrificar al discapacitado mental
que al perro de buena salud.
Volvamos
a la teoría de los derechos. Ésta no consiste solamente en decir que la
consideración moral que acordamos dar a los animales (y a todos los seres
sensibles) deba ser igual a la que acordamos dar a los seres humanos. Esta
teoría profesa, con Tom Regan, profesor de la universidad estatal de Carolina
del Norte, que los animales “son titulares de derechos, incluso si ellos no lo
saben” (sic) y que “sólo el lenguaje de los derechos es apto para expresar la
exigencia la exigencia de no infligirles daños sin razones imperiosas”. En
1978, una Declaración universal de los derechos del animal, sin ningún valor
jurídico, fue adoptada por la Unesco. Su artículo primero proclamaba felizmente
que “todos los animales nacen iguales ante la vida”.
Sobre
esta cuestión de los derechos, el libro más explícito es el de Sue Donaldson y
Will Kymlicka, Zoopolis. Es también
el que va más lejos, ya que los autores, después de haberse pronunciado a favor
de la atribución de "derechos inviolables y universales" a todos los
sujetos sensibles, considerados por este hecho como "agentes morales en el
sentido kantiano del término", llegan a abogar por la integración de los
animales en la sociedad humana ¡con el título de ciudadanos! Los dos autores
distinguen los animales salvajes, los animales domésticos y los animales
liminales, siendo estos últimos los que viven en las villas y ciudades en
contacto con los humanos, pero sin ser domésticos. Los primeros deberían ver reconocida
una “soberanía”, los segundos una “ciudadanía”, a cambio de la cual aprenderían
a comportarse de una forma socialmente aceptable, por ejemplo, no mordiendo a
todo el mundo en la calle.
Sobre la capacidad de sufrimiento
El
gran argumento, de orden emocional, es que los animales no son autómatas, como
pretendían Descartes y Malebranche, ya que pueden sufrir. Aquí, es costumbre
citar a Jeremy Bentham: "La cuestión no es: ¿pueden razonar?, ni siquiera
si ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?”. Los derechos de los animales
derivarían de la observación y la constatación científica de su sensibilidad.
Pero, ¿desde cuándo un hecho científico, por sí solo, puede obligarnos
moralmente? Que los animales puedan sufrir es una evidencia, pero ¿por qué valorizar
esta única propiedad? ¿De qué manera el hecho de poder experimentar placer o
dolor, de qué manera el hecho de poseer los sustratos neurológicos de la
conciencia, confieren un estatuto moral y, particularmente, derechos? ¿Y de qué
manera la vida sensible es, en sí misma, algo que obligue a hacer algo? La
relación entre poseer una conciencia, una inteligencia y una sensibilidad y el
hecho de tener derechos, no ha sido demostrada.
Étienne
Bimbenet señala que, apoyándose en la capacidad de sufrimiento de los animales,
el discurso sobre sus supuestos derechos se presenta como “un hecho que
paradójicamente descarta todos los hechos: una característica natural, pero que
se olvida como tal en beneficio de un mandato directamente moral”. En otros
términos, un hecho tiene validez más allá de toda argumentación, haciendo que
el derecho, por sí mismo, vaya más allá de los hechos.
Valorizando
de forma unilateral la capacidad de sufrimiento y, paralelamente, haciendo de
la sola sensibilidad el valor fundamental de toda ética animal ‒Bimbenet habla
aquí acertadamente de “pathocentrismo”‒ indexamos la actitud que deben adoptar
los hombres frente a los animales sobre la empatía, la cual es eminentemente
variable según los individuos. Si no somos sensibles al sufrimiento de una
bestia, ¿podemos decir que ello se convierte en admisible a nuestros ojos? Si
el sufrimiento de otros nos es indiferente, ¿este sufrimiento ya no vale nada?
Como puede verse, estamos en medio de la plena subjetividad.
No existen los derechos subjetivos
¿Cómo
podemos responder a esta teoría? En primer lugar, que los derechos subjetivos
simplemente no existen, contrariamente a lo que afirma la teoría del derecho
natural moderno, de la que deriva la ideología de los derechos humanos. Sólo
existen derechos objetivos, externos a los individuos y a las personas por
igual. Ningún hombre posee derechos en virtud de su única naturaleza o de su
sola existencia, anteriores a cualquier relación social. Y no es diferente
respecto a los animales. La tesis contraria deriva de la mera creencia, incluso
de la metafísica. La teoría de los derechos de los animales, moral desde el
inicio, no es, también, sino un repliegue sobre la metafísica.
Pero hay otros argumentos
Los
animales no tienen derechos, porque no son sujetos de derecho. No son capaces
de hacer valer sus derechos, no pueden actuar ante la justicia, por ejemplo.
Tampoco se les puede imponer ninguna obligación en contrapartida de la
concesión de un derecho. John Rawls admitía que los animales no pueden ser
titulares de derechos por la simple razón de que ellos no pueden ser parte en
un contrato. No pueden, pues, ser más que objetos de derecho. Y sería un error
recordar aquí que también hay hombres que no son capaces (o que no lo son
todavía) de hacer valer sus derechos, porque si son sus tutores o sus
representantes legales los que hacen valer esos derechos, ello es precisamente
en razón de su pertenencia a nuestra especie. Claramente: porque pueden llegar
a ser un día, o lo han sido en el pasado, ciudadanos activos. El derecho se
dirige a regular las relaciones de los hombres en sociedad. No puede tener
sentido más que entre miembros de una misma especie, sobre la base de su
pertenencia común.
¿Derechos para todos?
Los
animales tampoco son "agentes morales". Establecer un paralelismo
entre la personalidad jurídica que se quiere atribuir a los animales y la
personalidad jurídica reconocida a las personas de derecho público o privado
(sociedades mercantiles, colectividades, comunidades, asociaciones, etc.) no es
más que una ficción jurídica.
También
está el problema de saber a qué animales habría que conferir derechos. A todos
(incluso a las lombrices y los parásitos) o solamente a algunos, los grandes
primates y los mamíferos, que son, por casualidad, los más próximos a nosotros
‒lo que da que pensar que los que apoyan esta tesis (como Tom Regan) no han
roto todavía, digan lo que digan, con toda forma de “especismo”. ¿Y cómo
determinar el criterio, la frontera más allá de la cual los animales tendrían derechos
y por debajo de la cual no los tendrían? En este campo, la propia noción de
frontera ¿no contradice, hasta el punto de hacerlo incoherente, un
antiespecismo por el que las barreras de la especie deben ser consideradas
insignificantes? Y, además, ¿por qué ver sólo “seres sensibles” en los
animales? Las plantas ¿no tienen también una sensibilidad?
Los
animales, en fin, son incapaces de tener derechos porque esta noción no
significa nada para ellos y, en cualquier caso, ellos no sabrían ponerla en relación
con otra especie distinta a la que pertenecen. El derecho no puede ser tratado
como un medio para los fines de un ser que ignora la depredación. No es
necesario recordar que estos mismos animales a los que se propone conceder
derechos son los primeros en no respetarlos comportándose como depredadores con
las especies de las que se alimentan, siendo este “no-respeto” la condición
misma de su supervivencia. El único derecho que el león reconoce al antílope es
dejarse devorar. “¿Cómo explicar a los leones que ellos no deben cazar a las
gacelas o a los lobos que deben perdonar a las ovejas?”, se pregunta
Jean-François Braunstein. ¿Cómo reconocer a los animales derechos que ellos no
están dispuestos a reconocer, a su vez, a los miembros de otras especies?
La perversión de las identidades
La
teoría de los derechos de los animales no trata sólo de la política de buenos
sentimientos. Más todavía que con los animales, esa teoría tiene mucho que ver
con la ideología dominante que, desde hace mucho tiempo, dedica el discurso de
los derechos como forma habitual de razonamiento político y moral. Reposa
también sobre el primado de la moralidad y de lo jurídico. Percibe, sobre todo,
a los animales como “víctimas” a las que hay sus sustraer de una “explotación”
esencialista. Hace de la igualdad, concebida como “mismidad” un valor clave
(Regan defiende el “igual valor” de todos los “agentes morales”). En fin,
postula también en los animales ciertas “aspiraciones económicas” que la teoría
liberal atribuye a los individuos, comenzando por la maximización de sus
intereses.
Tampoco
es sorprendente que el antiespecismo pretenda calcarse sobre el antirracismo o
el antisexismo: igual que otros han emprendido la deconstrucción de la
diferencia sexual o la negación de las diferencias entre las razas, sus
partidarios niegan las diferencias entre las especies, que no serían más que
“construcciones sociales” o “efectos del poder”. “La idea de la
diferencia", asegura Aurobindo Ghose, es una concepción humana para poner
al hombre por encima de todo”. La explotación de los animales sería, a este
respecto, comparable al colonialismo o al patriarcado. Carol Adams asegura, por
su parte, que el consumo de carne siempre ha sido “conceptualmente solidario”
con la violencia hacia las mujeres. Con el pretexto de que los hombres son
incontestablemente animales, los antiespecistas extraen la conclusión exagerada
de que los hombres no son más que animales y que no hay entre animales y
hombres más que una diferencia de grado ‒lo que equivale a evacuar, a través
del zoocentrismo, todas las propiedades emergentes asociadas a la aparición de
la especie humana. Un ejemplo más de reduccionismo, de perversión de las
identidades por negación de las fronteras (y del tránsito abusivo de una
proposición sintética a una proposición analítica).
Sólo los hombres se declaran antiespecistas
Ciertamente,
es necesario criticar un antropocentrismo que, en el pasado, se ha revelado
como devastador. Pero ¿podemos deshacernos de todo antropocentrismo (que no hay
que confundir con el antropomorfismo)? Porque son los hombres, y sólo ellos,
los que se declaran antiespecistas.
Esto
es lo que ha señalado acertadamente Francis Wolff: “La actitud que pretende
denunciar radicalmente el antropocentrismo es radicalmente antropocéntrica.
Porque ninguna especie natural respeta “naturalmente” a las otras especies
naturales (…) A fortiori, ninguna especie natural considera, ni puede
considerar, a todas las demás de forma igual, y menos todavía igual a la suya.
Ninguna especie puede ser antiespecista, salvo la especie humana”. “El ser vivo
humano, escribe por su parte Étienne Bimbenet, posee esta especificidad radical de
saber descentralizarse radicalmente. Cuanto más se sensibiliza con la sensibilidad
de los seres vivos, más sensible es el acto que realiza. Cuanto más va en
dirección a los no-humanos, más humano se hace”. Es en este sentido que “cada
vez que pretendemos aproximarnos al animal, por un comportamiento científico,
moral o crítico, más crece la distancia entre ellos y nosotros”. Es también lo
que constata Alain Finkielkraut: “La responsabilidad por las otras especies es
una prerrogativa específicamente humana: jamás el león cuidará de la gacela, es
al hombre al que corresponde cuidar a ambos”. De ello se deduce que “es
precisamente en razón de lo que distingue a los hombres de las otras especies
que podemos exigirles que se preocupen de su propio destino”. Sólo el hombre
puede ponerse en el lugar del otro sin dejar de ser él mismo.
Esta
es la contradicción fundamental del discurso según el cual los animales son
personas, porque las únicas personas capaces de interesarse por la suerte de
otras especies, hasta el punto de protegerlas o de impedir que desaparezcan,
son los humanos. Lo que significa que, teniendo un discurso según el cual no
habría diferencia radical entre el hombre y los otros animales, discurso que
sólo los hombres pueden tener, los antiespecistas prueban, sin siquiera
percibirse de ello, la falsedad de sus tesis.
Nuestros deberes hacia los animales
De
hecho, es dudoso que los animales sean mejor tratados si se les reconociesen
“derechos”, aunque sólo fuera porque nunca se llegaría a un acuerdo sobre la
naturaleza y el alcance de esos derechos. Todavía es más dudoso creer que para
defender a los animales hay que demostrar, en primer lugar, que ellos no
difieren en nada de nosotros: la negación de la alteridad no es la mejor forma
de defender al otro, puesto que ello no hace más que reducirla a la “mismidad”.
Como escribe Étienne Bimbenet, “una cosa es militar contra la explotación y el
terrible destino de los animales y otra muy distinta creer que ello mejoraría
aboliendo la frontera entre “ellos” y “nosotros”. “Reconcebir lo humano en su
propio ser, añade, lejos de encerrarnos en una celebración narcisista de
nosotros mismos, sería sin duda la mejor manera de ir hacia los animales”. Ir
hacia el otro implica reconocer su diferencia, no negar su alteridad.
Afortunadamente,
hay otras maneras de no considerar a los animales como objetos a los que
atribuir “derechos”. Los deberes no son necesariamente la contrapartida de los
derechos, y es totalmente arbitrario decir que el sufrimiento constituye el
punto de partida de toda posición ética. Los animales no tienen derechos, pero
como ya dijo Rousseau, nosotros tenemos deberes hacia ellos. No solamente
porque son vulnerables y pueden ser objeto de sufrimientos, sino más bien por
otras razones. Tenemos también deberes hacia la naturaleza, hacia las piedras y
las rocas, los ríos y los bosques, los monumentos y los paisajes. Tenemos
deberes hacia todos ellos porque poseen un valor intrínseco, incluso si ellos
no pueden obligarnos a respetarlos. Tenemos deberes hacia todo lo viviente y,
más allá también, hacia todo lo que no lo es, no porque estemos en un plano de
igualdad con ellos, sino porque estamos atrapados en una relación de
copertenencia que nos reenvía directamente a la idea del Kosmos. ■
Fuente: Éléments pour la civilisation
européenne