«En nuestros
días no solamente ocurre que el hombre de la calle no se siente socialista,
sino que es activamente hostil al socialismo. Esto es debido a una propaganda
errónea. Esto significa que el socialismo, tal y como nos lo presentan
actualmente, tiene algo intrínsecamente antipático». George Orwell.
La propaganda
desplegada a diario sobre las pantallas de televisión del mundo moderno,
descansa invariablemente sobre dos ideas-fuerza, difícilmente conciliables entre
sí. Por un lado, como en cualquier tiempo de guerra, los partes de victoria que
se suceden a un ritmo vertiginoso. Los prodigiosos avances de la tecnología
moderna, que proclama a los cuatro vientos el "Ministerio de la
Verdad", nos han permitido crear, por primera vez en la Historia, la base
material de un Futuro Radiante y la llegada inminente de su Reinado sobre la
Tierra. Esta Buena Nueva (que debemos evidentemente al espíritu de empresa y de
innovación que se enmarca en nuestra incomparable sociedad liberal) no solo
anuncia, efectivamente, una era de abundancia y de riquezas ilimitadas. Como a
todas horas nos recuerda esta bienaventurada propaganda, confiere igualmente al
hombre moderno, un poder inédito sobre sus condiciones de existencia, que
aquellos que tuvieron la desgracia de vivir antes que ellos, apenas tuvieron la
oportunidad de llegar a imaginar realmente. De la producción industrial de
todos los objetos concebibles en nuestro horizonte abierto por "las nuevas
tecnologías de la información y de la comunicación", son efectivamente los
medios prácticos de cambiar la vida y de hacerla feliz para todos, y que se
acumulan en un grado y velocidad desconocidos para todas las sociedades
anteriores. Parece, en definitiva, que hemos estado esperando este momento de
la historia (que es al mismo tiempo su fin) que toda la humanidad ha soñado, para
quien lo desee o se disponga a desearlo.
Mientras
tanto, y volviendo a los asuntos serios –es decir, en general, cuando el
Pueblo, lógicamente seducido por estos sermones tan prometedores, evoca no
menos coherentemente, la cuestión de los beneficios reales que podría sacar de
todos estos increíbles progresos– el tono del "Ministerio de la
Verdad" se vuelve serio, y la retórica entusiasta de Hugo da paso ahora a
los acentos gélidos de Malthus. Es aquí donde el sólido saber de los economistas
–nos afirman– será el encargado de demostrar, de forma indiscutible, que la
humanidad moderna ha dilapidado sus recursos, que los años gloriosos ya han
pasado, y que es necesario meternos en la cabeza que hemos estado viviendo,
hasta ahora, por encima de nuestras posibilidades. Ahora que se anuncian negros
nubarrones, las reivindicaciones más modestas toman la forma de un lujo más que
inaccesible; la simple exigencia de conservar un empleo relativamente estable y
digno en un ambiente más o menos humano, de disponer de ingresos decentes, de
una vejez protegida, de algunos sueños cumplidos, incluso de algunas plazas de
reposo merecido –todo esto, se nos dice, constituyen una serie de caprichos
inaceptables, porque son contrarios a las leyes de la Economía. Tal y como
resume Claude Bébéar, antiguo directivo del grupo Axa, con la brutal franqueza
de los que han nacido para mandar sobre sus iguales, es esta acumulación
extraordinaria de progreso material y tecnológico la que no puede tener, para
la gran mayoría, más que una sola consecuencia: "es evidente que habrá que
trabajar más y por más tiempo". En definitiva, si hemos entendido bien
hasta aquí, lo que la propaganda oficial nos está haciendo creer, es que la
humanidad, gracias a su tecnología prometeica y su espíritu de invención sin
fin, aumenta las posibilidades de disminuir el esfuerzo humano y de modificar
el curso de los acontecimientos, pero que deberá resignarse a admitir que la
dirección de su destino histórico ya no le pertenece; en otras palabras, que es
la gran cantidad de medios de los que se dispone actualmente lo que explica la
escasez de resultados concretos a los que se puede esperar cumplimiento.
No es
necesario, creo yo, tener un talante particularmente susceptible o pesimista,
para concluir que un sistema social que nos hace creer en estos cuentos de
hadas para legitimar sus métodos de funcionamiento reales, es, en su mismo
principio, injusto e ineficaz; y que nos llama, en este punto, a una crítica
radical, es decir, conforme a su etimología, una crítica que analice el mal
desde su raíz y pretenda combatirlo en consecuencia.
Todo el
problema, así expuesto, está en comprender por qué misterio un sistema bajo
toda evidencia tan poco racional, puede convertirse, al cabo de unos decenios,
en algo que engloba ya todo el planeta, sin encontrar la oposición seria de
aquellos a los que desestabiliza su existencia y mutila su fuerza vital; sin
suscitar, digámoslo ya, una resistencia colectiva a la medida de los daños y
los efectos reales que provoca. Este problema puede ser formulado desde otra
perspectiva. Desde hace más de un siglo, todos, adversarios como partidarios,
han acordado en llamar bajo el nombre de Izquierda, al amplio movimiento
político e intelectual que se opone oficialmente al sistema capitalista y todos
los perjuicios que causa. ¿Cómo es posible que un movimiento de esta amplitud
(y cuyas ideas son dominantes en la cultura contemporánea) no haya jamás
conseguido romper en la práctica con la organización capitalista de la vida,
para sustituirla a esta última por una sociedad verdaderamente humana, es
decir, libre, igualitaria y decente? Este tipo de planteamientos no son nuevos.
En 1936, al término de su encuesta en las minas de Wigan Pier, George Orwell lo
exponía en estos términos:
«El hecho es
que el socialismo pierde terreno exactamente donde debería ganarlo. Con tantos
argumentos en su favor –y recordemos que todo estómago vacío es un argumento en
favor del socialismo– la idea del socialismo es hoy menos aceptada que hace
diez años. En nuestros días, no solamente ocurre que el hombre de la calle no
se siente socialista, sino que es activamente hostil al socialismo. Esto es
debido a una propaganda errónea. Esto significa que el socialismo, tal y como
nos lo presentan actualmente, tiene algo intrínsecamente antipático».
Esta
"propaganda errónea", Orwell la resumía en estos principios: «El tipo
de personas que actualmente se siente más dispuesta a aceptar el socialismo es
también la que considera el progreso mecánico, en sí, con entusiasmo. Como
también es totalmente cierto que los socialistas son de habitual incapaces de
comprender que la opinión contraria existe. En general, el argumento más
convincente que les viene a la cabeza consiste en decirte que la presente
mecanización del mundo no es nada en comparación de la que nos prepara el
socialismo. Donde ahora vemos un avión, ¡mañana veremos cincuenta! Todo el
trabajo actualmente llevado a cabo manualmente será próximamente realizado por
máquinas. Todo lo que actualmente está hecho en cuero, en madera o en piedra,
lo estará hecho en plástico, en cristal o en acero. Ya no habrá más revueltas,
imperfecciones, desiertos, animales salvajes, malas hierbas, enfermedades,
pobreza, sufrimiento y este tipo de cosas. El mundo socialista es ante todo un
mundo ordenado y eficaz. Pero es precisamente esta visión de futuro
centelleante a lo Wells contra el que se revuelven los espíritus más dotados de
sensibilidad. Considerad que esta representación del "progreso",
elaborada por estómagos agradecidos, no pertenece a la doctrina socialista.
Pero hemos acabado por pensar que este es el caso, lo que nos lleva a observar
como el conservadurismo aglutinador de toda clase de gentes se moviliza tan
fácilmente contra el socialismo».
Mi objetivo
no es otro que desarrollar estos comentarios de Orwell. Lo podemos analizar en
dos partes importantes. Por un lado, me interesa subrayar, y como lo reconoce
Orwell al final de la cita, que el culto del Progreso y de la Modernidad, que
es el centro de gravedad de todas las propagandas de izquierda, es
profundamente extraño a las versiones originales de Socialismo, tal y como se
constituyeron, en Inglaterra y Francia, a comienzos del siglo XIX. Por el otro
lado, y esta es la crítica más importante, es imposible continuar creyendo que
este tipo de discurso es síntoma de una "propaganda errónea", que un partido
de izquierda (e incluso, de extrema izquierda) puede abandonar o modificar a su
antojo, o al vaivén, pongamos, de las fluctuaciones de su electorado. Me
parece, muy al contrario, que el elogio sistemático del "Progreso" y
de la "Modernización" pertenece al núcleo duro del programa
metafísico de toda izquierda posible, programa al que no podría renunciar,
incluso parcialmente, sin a la vez renunciar a su esencia. La razón es fácil de
entender. La izquierda, desde sus comienzos históricos, se ha presentado
siempre, y con razón, como la única y legítima heredera de la filosofía de la
Ilustración; es decir, ciñéndonos a las definiciones más clásicas, como el
Partido del Movimiento (firmemente opuesto a los partidos del Orden) y el lugar
de encuentro natural de todas "las fuerzas de Progreso" y de todos
los partidarios "del Cambio". Solo de esta forma, evidentemente, ha
podido conducirse, o atraerse hacia su campo, a lo largo de los dos últimos
siglos, un número incalculable de combates emancipadores, tan legítimos como
indispensables, contra las diferentes fuerzas del Antiguo Régimen (empezando
por las de la Iglesia y la Nobleza terrateniente) y contra los privilegios y
prejuicios inaceptables, sobre los que las fuerzas tradicionales fundaban su
dominación.
El problema
es que, en la historia de las ideas, un vagón esconde el siguiente, y que los
hombres se encuentran habitualmente colocados delante de situaciones de las que
no habían ni imaginado la posibilidad, pero se empeñan en seguir defendiendo
las premisas de inicio con el mayor de los ardores. Aplicado a la filosofía de
la Ilustración, es decir desde el punto de vista del comienzo de nuestra
Modernidad, esta forma de lectura me ha conducido a la hipótesis siguiente: no
existe, en mi opinión, más que una sola posibilidad de seguir desarrollando, de
manera integral y coherente la ambigua axiomática de la Ilustración: es
mediante el individualismo liberal. Y la traducción política, en si más radical
y más lógica de esta última, se encuentra en el discurso de Economía Política
del que "La Riqueza de las Naciones" de Adam Smith representa la
primera versión acabada. Esto es tanto como decir, que lo que llamamos, aun hoy
en día, la izquierda, se nutre exactamente de la misma fuente filosófica que el
liberalismo moderno (y no sería, después de todo, ningún absurdo, considerar a
Turgot y Adam Smith, para su época, hombres de la izquierda). Es la existencia
de esta matriz original, común al pensamiento de izquierda y al liberalismo de
la Ilustración, que explica, para mí, las razones que siempre han conducido a
la primera a validar el espíritu de la segunda en lo fundamental, aunque
siempre le apetece (y le apetecerá siempre) pretender arreglar (o regular)
sobre tal o cual detalle en particular.
Estas razones
no se fundan tampoco de la psicología singular de la mayor parte de los jefes
de este movimiento (su amor propio característico del poder y el sentido de la
traición que implica). Son pues razones fundamentalmente
"ontológicas", es decir, que van a la naturaleza intrínseca de la izquierda en sí. Visto desde esta perspectiva, la idea de un
"anticapitalismo" de izquierda (o de extrema izquierda), nos puede
llegar a parecer tan improbable como el de un catolicismo renovado, o
"refundado", que se saltara la naturaleza divina de Cristo y la
inmortalidad del alma.
Son, en
consecuencia, las exigencias mismas de un combate coherente contra la utopía
liberal y contra la sociedad crecientemente clasista que necesariamente
engendra (entendiendo por tal un tipo de sociedad donde la riqueza y el poder
indecente de unos tiene por condición mayor la explotación y el desprecio de
los otros), que hacen políticamente necesaria una ruptura radical
con el imaginario intelectual de la izquierda. Comprendemos perfectamente que
la idea de tal ruptura nos plantea muchos problemas, algunos de carácter
psicológico, puesto que la Izquierda, desde el siglo XIX, ha funcionado sobre
todo como religión de reemplazo (la religión del "Progreso"); y
sabemos que todas las religiones tienen por primera función la de conferir a
sus fieles una identidad, y la de garantizar la paz consigo mismo. Imagino que
muchos de quienes lean esto interpretarán esta forma de oponer radicalmente el
proyecto filosófico del socialismo original y los diferentes programas de la
izquierda y de la extrema izquierda existentes, como una paradoja inútil, e
incluso como una provocación aberrante y peligrosa, para hacer el juego a todos
los enemigos del género humano. Yo estimo, por el contrario, que esta manera de
verlo es la única que nos da un sentido lógico al ciclo de sucesivos fracasos y
derrotas históricas, que ha marcado al siglo anterior; y para el que
aún hoy su comprensión continua oscura para muchos, en una situación tan
extraña como la que nos ha tocado vivir. De todas formas, es poco más que la
única posibilidad no explorada que tenemos, si queremos realmente ayudar a la
humanidad a salir, mientras nos quede tiempo, del callejón de Adam Smith.